APOCATASTASIS

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Literalmente significa en griego “restablecimiento o restauración”. Con este término se alude a la teorí­a de algunos escritores antiguos, sobre todo de Orí­genes, de que la bondad divina hará posible el perdón y salvación final de todos los seres creados, hombres y ángeles, condenados al infierno por su voluntad libre de oponerse a Dios.

La doctrina fue rechazada por la Iglesia (Cánones contra Orí­genes del Papa Virgilio, canon 9. Denz. 211), que la consideró opuesta a la justicia y a la bondad divinas, supuesto que la prueba que Dios pone a los seres inteligentes es única e indiscutible y que la sentencia de salvación o condenación, que la criatura merece por su respuesta, es definitiva e inmutable, una vez que ha terminado el tiempo de la prueba.

La causa de la condena de esta actitud fue la duda o negación de la inmutabilidad divina y no la negación de su misericordia infinita. El sentido común hace pensar que, respetada la libertad por parte de Dios, la situación de los salvados y condenados es definitiva, es decir eterna.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

Del griego apokathistemi (restituir, reintegrar, devolver a su estado primitivo); este término figura en Hch 3,21, en un discurso de Pedro, en el que se afirma que al final de los tiempos quedará restaurado para todas las cosas el orden que Dios habí­a establecido y – que el pecado habí­a perturbado. Esta afirmación hace eco a un concepto familiar en el hebraí­smo: la nueva creación mesiánica.

También en otros lugares del Nuevo Testamento parece estar presente una alusión a la recuperación escatológica del orden inicial, aunque no se le da el nombre de apocatástasis (cf Mt 19,21; Rom 8,9-22; 1 Cor 15,25-28.54-57; 2 Pe 3,13; Ap 21,1). Se trata de aquella regeneración o “nueva creación†, prometida por Dios, que caracterizará a la conclusión de la historia.

Además de esta interpretación correcta de la apocatástasis, la historia de la teologí­a registra otra que es inconciliable con la fe cristiana: la llamada origenista. El gran teólogo alejandrino Orí­genes, influido por la perspectiva neoplatónica, manifiesta la esperanza de que al final de los tiempos desaparecerán tanto el pecado como sus efectos, entre ellos la condenación de los hombres y de los ángeles.

En contra de un infierno eterno, Orí­genes considera posible pensar en una duración limitada del castigo del pecado: el infierno durará sólo el tiempo suficiente para la purificación. La apocatástasis, entendida a la manera de Orí­genes, fue condenada por el sí­nodo Constantinopolitano del 543, por el II concilio de Constantinopla del 553 (Y concilio ecuménico); a lo largo del tiempo, fue recogida por algunas sectas y – por algunos teólogos.

G. M. Salvati

Bibl.: P. Siniscalco, Apocatástasis, en DPAC. 1, 168- 169; J Loosen, Apokatastasis, en LTK. 1, 78-712; F Mussner – H. Cruzel, Apocatástasis, en SM. 1, 329-332.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

1. La palabra viene de un término griego, que expresa, lo mismo que el verbo correspondiente, la curación de un enfermo, la devolución de un bien sustraí­do, de un desterrado o de un rehén, la nueva ordenación de un estado, el retorno de los astros a sus posiciones anteriores. Pero esa restauración no es necesario que se produzca, forzosamente; puede tratarse también del cumplimiento de una promesa hecha libremente. El sentido astronómico está integrado en la doctrina filosófica del “gran año”, o en la del “eterno retorno”: cuando los astros hayan recuperado sus posiciones de antaño, comenzará un nuevo ciclo de la historia del mundo, que reproducirá el anterior.

2. El Nuevo Testamento emplea la palabra en sentidos varios. Así­, designa la renovación espiritual, esperada de Elí­as, pero llevada a cabo por el Bautista, para preparar la venida del Mesí­as (Mc 9, 12). El texto esencial se halla en el discurso de Pedro después de la curación del cojo de nacimiento. El retorno glorioso de Cristo tendrá lugar “en los tiempos de la apocatástasis de todas las cosas de que antiguamente habló Dios por boca de sus santos profetas” (Act 3, 21). ¿Se trata de un retorno (de una restauración espiritual) de Israel o de la realización de las profecí­as que predicen la gloria escatológica de Jerusalén (Is 60)? Otros textos se mueven en el mismo plano (Rom 5, 18; 11, 32; 1 Cor 15, 22-28; Ef 1, 10; Col 1, 20; Jn 17, 21ss): Cristo instaura la unidad final de la humanidad y la entrega así­ a su Padre.

3. Empleado por los gnósticos valentinianos, el término recibirá en Orí­genes el siguiente sentido. Al fin de los tiempos, la humanidad recobrará en Cristo aquella unidad que poseí­a al principio, de acuerdo con la hipótesis de la preexistencia de las almas. Bajo un triple aspecto cabrí­a calificar de herética esta opinión. Primero, según ella, el cuerpo glorificado ha de experimentar una disolución definitiva, de modo que los resucitados existan como espí­ritus puros; segundo, los demonios y los condenados recuperarán el estado de gracia, y, tercero, en ella se presupone la concepción panteí­sta de la unidad con Dios. Mas, si bien ciertos textos de Orí­genes llevan en germen estos tres pensamientos, sin embargo otros textos suyos hablan en contra y, por eso, habida cuenta del carácter puramente hipotético de su doctrina de la preexistencia, no se le puede acusar de haber sostenido claramente una tesis heterodoxa acerca de la a. Difí­cil es también medir el grado de asentimiento que concede a dicha doctrina, pues ella no es fácil de conciliar con otros puntos de su pensamiento. También la doctrina de la a. de Gregorio de Nisa admite interpretaciones parecidas. Pero una doctrina claramente herética de la a. aparece por primera vez en los origenistas posteriores, así­ en Evagrio Póntico y en Esteban bar Suraili (-> origenismo).

4. El problema tampoco es extraño a la teologí­a contemporánea. La exégesis que Barth hace en su Dogmática de las consecuencias de la traición de Judas, parece implicar en cierto modo la opinión doctrinal de una salvación universal. Barth sostiene que, si se afirma la necesidad de la a., no se respeta la libertad de la gracia divina; pero que, quien niega absolutamente la posibilidad de la a., es más injusto todaví­a con la libertad de la gracia divina (cf. BARTH, KD li 2 § 35, passim). En otro texto sobre la filantropí­a de Dios, él pregunta si Col 1, 19 no insinúa que el designio divino es el de salvar de hecho a todos los hombres. Varios teólogos protestantes han intentado probar que la a. es exigida por la Biblia, así­ W. Michaelis.

Según diversos pasajes de las cartas paulinas, la voluntad de Dios es salvar a todos los hombres y reconciliar el mundo en su Hijo (–> salvación, voluntad salví­fica de Dios). Desde la perspectiva de Teilhard de Chardin, cabe desarrollar ulteriormente el pensamiento del Apóstol e integrarlo en la concepción moderna sobre la interdependencia entre la -> gracia y la libertad, por una parte, y la -> evolución del hombre en todos los campos, por otra parte. Pero interviene un segundo factor, que Barth, discí­pulo de Calvino, no tiene en cuenta: la libertad del hombre ha de responder a la libertad de Dios, aceptando su voluntad salví­fica. La negativa humana constituye el pecado. El NT no deja ninguna duda de que esa negativa puede ser tan amplia y consciente, que acarree la pérdida definitiva de la salvación. Mas hemos de tener en cuenta que, si bien la Iglesia pone en juego su infalibilidad en la canonización de los santos, sin embargo nunca ha hecho otro tanto respecto de los condenados. Y, en consecuencia, acerca de un determinado hombre no podemos saber si él está condenado con aquella certeza con que sabemos que un determinado santo se halla entre los bienaventurados. El que la Iglesia canonice, pero no se pronuncie sobre la condenación, es un hecho sumamente esperanzador.

El libre albedrí­o del hombre ocupa lugar tan destacado en el pensamiento de Orí­genes, sobre todo por razón de su polémica antignóstica, que, en su doctrina de la a., no podemos ver otra cosa que una audaz teologí­a de la esperanza. Orí­genes confí­a en que al final la bondad de Dios triunfará sobre la mala voluntad de los hombres, haciendo que su libre albedrí­o se decida por él. Pero el atribuir a Orí­genes una afirmación dogmática de esta concepción, como se la atribuyeron sus adversarios, equivaldrí­a a ponerlo en contradicción con otros puntos de su teologí­a, tan esenciales como el de la a.

Henri Crouzel

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

(Del griego: apokatastasis; en latín: restitutio in pristinum statum, restauración a la condición original).

En la historia de la teología, nombre dado a la doctrina que enseña que llegará un tiempo en que todas las criaturas libres compartirán la gracia de la salvación; especialmente, los demonios y las almas de los réprobos.

San Gregorio Niceno enseñaba explícitamente esta doctrina en más de uno de sus pasajes. En primer lugar, aparece en su “De anima et resurrectione” (P.G., XLVI, cols. 100, 101) donde compara, en lo referente al castigo por el fuego asignado a las almas después de su muerte, con el proceso mediante el cual el oro se refina en un horno, donde se separa la escoria del resto de la aleación. No obstante, el castigo por el fuego no constituye en sí mismo un fin, sino que es un proceso de mejoramiento; la única razón de infligirlo consiste en separar, en el alma, el bien del mal. Más aun, este proceso es en sí mismo doloroso; la agudeza y duración del dolor están en proporción directa con el mal del cual cada alma es culpable; la llama dura mientras sea necesaria para destruir cualquier mal que pueda quedar. En consecuencia, vendrá un tiempo en que todo mal dejará de existir ya que no tiene existencia propia fuera de la voluntad libre, de la cual es inherente; cuando todas las voluntades libres se vuelvan hacia Dios, estarán en Dios, y el mal no podrá ya seguir existiendo. Continúa san Gregorio Niceno diciendo que de este modo se cumplirá la palabra de san Pablo: Deus erit omnia in ómnibus (1 Corintios 15:23, que significa que, al final de los tiempos el mal dejará de existir, ya que, si Dios está en todo, no habrá más lugar para el mal. (cols. 104, 105; cf. col. 152). San Gregorio recurre al mismo pensamiento respecto de la aniquilación del mal, en su “Oratio catechetica”, cap. xxvi; también se encuentra aquí la misma comparación con el fuego que limpia el oro de sus impurezas; de la misma manera, el poder de Dios purgará a la naturaleza de aquello que es preternatural, es decir, el mal. Tal purificación será dolorosa, como lo es una operación quirúrgica, pero la restauración, al final, será completa. Cuando esta restauración haya sido efectuada (he eis to archaion apokatastasis ton nym en kakia keimenon) toda la creación dará gracias a Dios, tanto las almas que no necesitan ser purificadas como aquellas que sí lo necesitan. Sin embargo, no sólo el hombre se verá libre del mal, sino que ocurrirá lo mismo con el demonio, por quien el mal entró en el mundo (ton te anthropon tes kakias eleutheron kai auton ton tes kakias eyreten iomenos). La misma enseñanza se puede encontrar en el “De mortuis” (ibid., col. 536). Bardenhewer justamente observa (“Patrologie”, Friburgo, 1901, pág. 266) que san Gregorio dice lo mismo en otro pasaje también referente a la eternidad del fuego y el castigo de los réprobos, porque el santo entendía esta eternidad como un período de muy larga duración, aunque limitado. Comparemos esto con su “Contra Usurarios” (XLVI, col. 436), en donde se habla de que el sufrimiento de los réprobos es eterno, aionia, y “Orat. Cathechet.”, XXVI (XLV, col. 69), donde el mal, después de un largo período, es aniquilado, makrais periodois. Estas contradicciones verbales explican por qué los defensores de la ortodoxia habrían pensado que los escritos de san Gregorio Niceno pudieran estar inficionados de herejía. San Germán de Constantinopla, que escribió en el siglo VIII, llegó a afirmar que aquellos que sostuvieren que los demonios y los réprobos algún día serían liberados habrían osado “infundir a la más pura y sana primavera de sus escritos (de Gregorio) el veneno negro y peligroso del error de Orígenes, y habrían osado atribuir esta herejía absurda a un hombre famoso tanto por sus virtudes como por su sabiduría” (citado por Photius, Bibl. Cod., 223; P.G. CIII, col. 1105). Tillemont, en sus “Mémoires pour l’histoire ecclésistique” (París, 1703), IX, pág. 602, se inclina por la opinión de que Gregorio se basaba en buenas razones. Empero, debemos aceptar, con Bardenhewer loc.cit.) que la explicación ofrecida por san Germán de Constantinopla no se sostiene. Este era, también, el parecer de Petavio, “Theolog. Dogmat”. (Amberes, 1700), III, “De Angelis”, 109-111.

Efectivamente, la doctrina de la apokatastasis no es sólo propia de san Gregorio Niceno, sino que está tomada de Orígenes, quien, a veces, parece renuente en adoptar decisiones respecto de la cuestión de la eternidad del castigo. Tixeront ha afirmado que en su “De principiis” (I, vi,3) que Orígenes no se atreve a asegurar que los ángeles malos retornarán a Dios tarde o temprano (P.G., XI, col. 168, 169); mientras que en su “Comment. In Rom.”, VIII, 9 (P.G., XIV, col. 1185), declara que Lucifer, a diferencia de los judíos, no se convertirá, ni siquiera al final de los tiempos. Por otra parte, en otros pasajes, Orígenes enseña el apokatastasis, la restauración final de todas las criaturas inteligentes a la amistad con Dios. Tixeront escribe al respecto: “No todos disfrutarán de la misma felicidad, porque en la casa del Padre hay muchas moradas, pero todos podrán alcanzarla. Si las Escrituras, a veces, parecen hablar del castigo de los réprobos como si fuera eterno, lo hacen con el objeto de aterrorizar a los pecadores, para que vuelvan a la buena senda. Siempre es posible, si se observa atentamente, descubrir el verdadero significado de estos textos. Sin embargo, siempre se debe aceptar como principio que Dios no castiga sino para corregir, y que la única finalidad de Su mayor ira es el mejoramiento de los culpables. Así como el médico emplea el fuego y el acero en las enfermedades arraigadas, así Dios usa el fuego del infierno para curar al pecador impenitente. Por lo tanto, todas las almas, todos los seres impenitentes que se han descarriado volverán, tarde o temprano, a la amistad con Dios. La evolución será larga, en algunos casos, incalculablemente larga, pero llegará el momento en que Dios será todo en todos. El último enemigo, la muerte, será destruido, el cuerpo se hará espiritual, el mundo de la materia se transformará, y sólo habrá, en el universo, paz y unidad” (Tixeront, Histoire des dogmes, (París, 1905), I, 304, 305). Deberíamos referirnos al texto palmario de Orígenes como “De principiis”, III, 6,6; (P.G. XI, col. 338-340). Para consultar las enseñanzas de Orígenes en los pasajes referidos al tema, consultar a Huet, “Origeniana”, II, qu. 11, n. 16 (publicado nuevamente en P.G., XVII, col. 1023-26); y Petavio, “Theol.dogmat., De Angelis”, 107-109; también Harnack (Dogmengeschichte” (Friburgo, 1894), I 645-646), quien conecta las enseñanzas de Orígenes en este punto con las de Clemente de Alejandría. Tixeront también escribe muy acertadamente respecto de este tema: “Clemente permite que las almas pecadoras sean santificadas después de la muerte por un fuego espiritual, y que los malvados, del mismo modo, sean castigados por el fuego. Su castigo ¿será eterno? Parecería que no. En la Stromata, VII, 2 (P.G., IX, col. 416), el castigo al que se refiere Clemente, y que sigue al juicio final, obliga a los malvados al arrepentimiento. En el capítulo xvi (col. 541) el autor expone el principio de que Dios no castiga, sino corrige; es decir que todos los castigos de su parte son correctivos. Si se supone que Orígenes ha partido desde este principio para llegar a la apokatastasis – y Gregorio Niceno también—es extremadamente probable que Clemente de Alejandría lo entendiera en el mismo sentido” (Histoire des dogmes, I, 277). Empero, Orígenes no parece haber considerado la doctrina de la apokatastasis como algo que debiera predicarse a todo el mundo, siendo bastante, para la generalidad de los fieles, saber que los pecadores serán castigados. (Contra Celsum, IV, 26 en P.G., XI, col.1332)

Por consiguiente, pues, Orígenes y Clemente de Alejandría fueron los primeros en enseñar la doctrina, que ejerció influencia en su Cristianismo debido al Platonismo, tal como Petavio nos lo ha expresado claramente (Theol. dogmat. De Angelis,106), siguiendo a san Agustín “De civitate Dei”, XXI, 13. Comparar con Janet, “La philosophie de Platon” (París, 1869), I, 603. Además, es evidente que la doctrina abarca una idea puramente natural de justicia divina y de redención. (Platón, República, X, 614b.)

A través de Orígenes la doctrina platónica de la apokatastasis pasó a san Gregorio Niceno y simultáneamente a san Jerónimo, por lo menos durante la época que este santo estuvo imbuido de las teorías de Orígenes. No obstante, es cierto que san Jerónimo lo atribuye solamente a los bautizados: “In restitutione omnium, quando corpus totius ecclesiæ nunc dispersum atque laceratum, verus medicus Christus Jesús sanaturus advenerit, unusquisque secundum mensuram fidei et cognitionis Filii Dei… suum recipiet locum et incipiet id esse quod fuerat” (Comment. In Eph., iv, 16; P.G., XXVI, col. 503). Fuera de esto, san Jerónimo siempre enseña que el castigo de los demonios y de los impíos, es decir de aquellos que no han asumido la Fe, será eterno. (Ver Petavio, Theol. dogmat. De Angelis, 111, 112). Por otra parte, el “Ambrosiaster” parece haber extendido los beneficios de la redención a los demonios, ( Efe., iii, 10; P.L., XVII, col. 382), aunque la interpretación del “Ambrosiaster” a este respecto no está exento de dificultad. [Ver Petavo, pág., 111; también, Turmel, Histoire de la théologie positive, depuis l’origine, etc. (París, 1904) 187.]

Sin embargo, desde el momento en que prevaleció el anti-origenismo, la doctrina de la apokatastasis fue abandonada definitivamente. [[[San Agustín]] protesta más fuertemente que ningún otro escritor contra un error tan contrario a la doctrina de la necesidad de la gracia. Ver, especialmente, su “De gestis Pelagii”, I: “In Origene dignissime detestatur Ecclesia, quod et iam illi quos Dominus dicit æterno supplicio puniendo, et ipse diabolus et angeli eius, post tempos licet prolixum purgati liberabuntur a poenis, et sanctus cum Deo regnantibus societate beatitudinis adhærebunt.” Aquí Agustín alude a la sentencia pronunciada contra Pelagio por el Concilio de Dióspolis en 415 (P.L., XLIV, col. 325). Incluso recurre al tema en muchos pasajes de sus escritos, y en el Libro XXI “De Civitate Dei” se propone sinceramente probar la eternidad del castigo contra el error Platónico y Origenista respecto de su carácter intrínsecamente purgante. Además, señalamos que la doctrina de la apokatastasis estaba en boga en Oriente, no sólo por san Gregorio Niceno sino también por san Gregorio Nacianceno, “De seipso”, 566 (P.G., XXXVII, col. 1010), pero este último, aunque pregunta, no se decide finalmente a favor ni en contra, sino que, más bien, le deja la respuesta a Dios. Köstlin, en “Realencyklopädie für protestantische Theologie” (Leipzig, 1896), I, 617, art. “Apokatastasis” menciona a Diodoro de Tarso y a Teodoro de Mopsuestia como sostenedores de la doctrina de la apokatastasis, pero no cita ningún pasaje en apoyo de esta afirmación. En todo caso, la doctrina fue condenada formalmente en el primero de los famosos anatemas pronunciados en el Concilio de Constantinopla de 543: Ei tis ten teratode apokatastasis presbeuei anatema esto [Ver también Justiniano, Liber adversus Originem, anatemas 7 y 9]. En adelante la Iglesia consideró heterodoxa la doctrina.

Sin embargo, estaba destinada a ser revivida en las obras de algunos escritores eclesiásticos. Sería interesante verificar la afirmación de Köstlin y Bardenhewer de que procede de Bar Sudaili, de Dionisio el Areopagita, de Máximo el Confesor, Escoto Erígena y Amalrico de Bena. Reaparece durante la Reforma en los escritos de Denk (m. 1527), y Harnack no ha vacilado en afirmar que a casi todos los Reformadores les resultaba cara la teoría de la apokatastasis, y que ésta es responsable de la aversión de ellos por la enseñanza tradicional respecto de los sacramentos (Dogmengeschichte, III, 661). La doctrina de la apokatastasis considerada como creencia en la salvación universal se puede encontrar entre los anabaptistas, los hermanos moravios, los cristadelfianos, los protestantes racionalistas y finalmente entre los universalistas profesos. También la han sostenido algunos Protestantes filosóficos como Schleiermacher, y unos pocos teólogos, por ejemplo, Farrar en Inlaterra, Eckstein y Pfister en Alemania, y Matter en Francia. Consult Köstlin, art. Cit., y Grétillut, “Exposé de théologie systématique” (París, 1890), IV, 603.

Transcripción de Elizabeth T. Knuth
Traducción de Estela Sánchez Viamonte

Fuente: Enciclopedia Católica