DESIERTO

latí­n desertus, despoblado, solitario, lugar árido. Para los israelitas el d. representa la soledad, Dt 32, 10; lugares secos y calientes, Os 13, 5; sitio peligroso, Lm 5, 9. Durante cuarenta años anduvo el pueblo de Israel errante por el desierto, antes de entrar en la Tierra Prometida, Dt 8,-4; etapa esta de la historia de la salvación en la que Yahvéh va formando al pueblo elegido, 1 Co 10, 1-11. En las Sagradas Escrituras se mencionan varios desiertos, entre ellos, el del ® Sinaí­, el ® Négueb, el de ® Sin, el de ® Judea. Juan Bautista, el Precursor, viví­a en el d. de Judea, Mt 3, 1-3; Mc 1, 3-4; Lc 3, 2; Jn 1, 23. Jesús estuvo ayunando cuarenta dí­as y cuarenta noches en el d., donde fue tentado por el demonio, así­ como el pueblo de Israel, cuarenta años, donde fue probado, Mt 4, 1; Mc 1, 12-13; Lc 4, 1-2. Desnudez, significa estado de inocencia, como antes de la caí­da, el hombre y la mujer estaban desnudos en el paraí­so, y no se avergonzaban uno del otro, Gn 2, 25; tras la caí­da, vino el despertar de la conciencia, por el desorden introducido en el mundo por el pecado, y el hombre vio que estaba desnudo y se cubrió, Gn 3, 7. La d. era considerada vergonzosa, como cuando Noé se emborrachó y se desnudó, sus hijos lo cubrieron sin ver su d., Gn 9, 21-23. El altar no debí­a tener gradas, a fin de que no se viera la d. del sacerdote al subir, Ex 20, 26. Dentro de los vestidos de los sacerdotes estaban los calzones, que debí­an usarlos para cubrir la d. desde la cintura hasta los muslos, y así­ prevenir alguna indecencia, Ex 28, 42. Cuando se habla de la prohibición del incesto, de las relaciones sexuales entre consanguí­neos, se usa la expresión †œno descubrirás la d.† de tu madre, de tu hija, de tu hermana, etc., Lv 18, 618; 20, 17-21; igualmente se emplea cuando se prohibe al hombre tener relaciones sexuales con la mujer en menstruación, Lv 18, 19. La d. es signo de pobreza, carencia de todo, Dt 28, 48; Rm 8, 35; 1 Co 4, 11; 2 Co 11, 27. Dentro de las buenas obras para con los semejantes, está vestir al desnudo, Tb 4, 16; Is 58, 7; Ez 18, 7 y 16; Mt 25, 36.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

Se denomina así­ a un territorio estéril, o una región no cultivada apropiada para pastoreo y ocupada por nómadas.
( 1 ) La palabra heb. más común traducida desierto es midhbar, lugar para pastorear (Targun y Vulgata, Num 14:33; Deu 2:8; Jdg 1:16). La palabra puede referirse a pastizales (Psa 65:12; Joe 2:22) o a la tierra desértica de rocas y arena (Deu 32:10; Job 38:26).
( 2 ) Yeshimon, a veces traducida como nombre propio (Num 21:20, Jesimón) se refiere a una región seca o sin aguas (Isa 43:19-20, sequedal).
( 3 ) Aravah, árido, estéril (Isa 33:9; Isa 51:3), cuando se usa con el artí­culo definido denota la llanura del Jordán y el mar Muerto (2Sa 2:29; Eze 47:8) y es traducida Arabá.
( 4 ) Tsiyyah, tierra seca (Hos 2:3).
( 5 ) Tohu, vací­o (Job 12:24) se refiere a desiertos estériles. El gr. eremos es una palabra que cual midhbar arriba se usa con considerable amplitud (Mat 14:13, lugar desierto; Heb 11:38, desiertos).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

Es una región llana o montañosa, que se caracteriza por la escasa precipitación pluvial, poca vegetación, arena en las llanuras y candente sol. Por estas razones, los d. están poco habitados y son zonas desoladas. En el Oriente Medio son abundantes las zonas desérticas. El término hebreo midbar señala una zona de pastos que durante el verano se torna seca, y desaparecen éstos. Como la vegetación no es abundante en los d., los pastores guí­an sus rebaños de un sitio a otro, buscando †œlos pastizales del d.† (Gen 36:24; 1Sa 17:28; Sal 65:12). Pero a veces se usa el término en un sentido amplio, y abarca zonas dentro de las cuales hay varios d. a los cuales se les puede aplicar un nombre más local. Cuando se lee que Moisés fue †œa través del d., y llegó hasta Horeb† (Exo 3:1), se está haciendo referencia a las zonas desérticas que existen entre Canaán y Egipto, incluyendo †¢Sinaí­.

Se mencionan en las Escrituras: El d. de †¢Parán (Num 13:3, Num 13:26); el Arabá (Deu 1:1); el d. de †¢Beerseba (Gen 21:14); el d. de †¢Shur (Exo 15:22); el d. de †¢Sin (Exo 17:1); el d. de †¢Sinaí­ (Exo 19:1); el d. de †¢Zin (Num 13:21); el d. de †¢Etam (Num 33:8); el d. de †¢Moab (Deu 2:8); el d. de †¢Cademot (Deu 2:26); el d. de Bet-avén (Jos 18:12); el d. de Zif (1Sa 23:14); el d. de Maón (1Sa 23:24); el d. de Gabaón (2Sa 2:24), el d. de Tecoa (2Cr 20:20), etcétera.
peregrinación de Israel por el d. es comparada con la llegada a Canaán, poniéndose a la primera como sí­mbolo de la vida en este mundo, con sus dificultades y pruebas, y a la segunda como el destino esperado de abundancia y gozo. El Señor Jesús †œfue llevado por el Espí­ritu al d., para ser tentado por el diablo† (Mat 4:1). Las expresiones de poner una tierra, nación o ciudad, como un d., apuntan a la idea de desolación, hacerlas lugares tristes y sin valor (Isa 27:10; Isa 33:9). La aridez del d. se utiliza para ilustrar el estado de las cosas y las personas sin la presencia del Espí­ritu de Dios (Isa 32:15). En ese d. espiritual surgió Juan el Bautista, una †œvoz que clama en el d.† anunciando el arrepentimiento (Isa 40:3-5; Luc 3:4).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

tip, TIPO LUGA

ver, PEREGRINACIí“N POR EL DESIERTO

vet, (a) Heb. “midbar” y gr. “Eremos”: llanura abierta, no cultivada, donde los animales salvajes vagan en libertad (Jb. 24:5). El desierto es frecuentemente una soledad que llena de pavor, la verdadera imagen de la desolación (Dt. 32:10; Is. 21:1); sin embargo, el desierto también era usado como tierra de pastos (Ex. 3:1). Las alusiones al desierto son numerosas (p. ej., Gn. 16:7; 21:20; 1 S. 17:28; 25:21; Mt. 3:1; Mr. 1:12; Lc. 15:4). (b) Heb. “‘rabah”, llanura o región árida (Is. 35:1, 6; 51:3). Acompañado del artí­culo determinado, este nombre significa la llanura o depresión del Jordán y del mar Muerto (Ez. 47:8; 2 S. 2:29); en este caso se transcribe con el nombre propio geográfico Arabá. (c) Heb. “Y’shimon”, paí­s incultivado y desolado (Sal. 78:40; 106:14; Is. 43:19, 20). Si el artí­culo definido se une como prefijo al nombre, este último se deberí­a traducir por el nombre propio de Jesimón (“desierto” en las revisiones 1960 y 1977 de Reina-Valera; Jesimón en la revisión antigua de 1909). (d) Heb. “H’raboth”, regiones sin cultivar, lugares desolados (Is. 48:21; Sal. 102:7; Ez. 13:4). En tipologí­a el desierto se halla fuera de Canaán y está en contraste con él. El desierto fue el lugar de prueba para los israelitas, y así­ sucede con el cristiano, para humillarlo, y para mostrar lo que hay en su corazón (Dt. 8:2). Tiene que aprender lo que es en sí­ mismo, y conocer al Dios de toda gracia con quien tiene que ver. Hay una necesidad de una dependencia constante o hay fracaso, en tanto que la experiencia se consigue de conocer a Aquel que nunca deja de socorrer. Canaán es, de manera figurada, una posición celestial y de conflicto, que se corresponde con la necesidad de la armadura dada en Ef. 6:11, para mantenerse firmes frente a las asechanzas del diablo. Para esto se tiene que estar consciente de estar muerto y resucitado con Cristo. Es asociación en espí­ritu con Cristo en el cielo. (Véase PEREGRINACIí“N POR EL DESIERTO).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

[302]
Es la superficie arenosa, carente de agua y de fecundidad vegetal, que frecuentemente es aludida en la Escritura, por las caracterí­sticas geográficas y las formas de vida del pueblo elegido.

Debido a ello, a la estancia de Jesús durante 40 dí­as (Mt. 4. 1; Mc. 1. 12) y de Juan el Bautista (Mt. 3.1; Mt. 11.7) y a la primera historia cristiana durante la cual muchos hombres y mujeres se retiraban a la soledad para dedicarse más a Dios, en el lenguaje cristiano posee una connotación de soledad, penitencia, oración y ascesis.

Por otra parte posee cierto sentido también de tránsito doloroso y fatigoso en espera de una tierra nueva, al igual que aconteció con el Pueblo elegido.

Alguna “experiencia de desierto” o perí­odo oportuno de soledad, reflexión y alejamiento de la vida normal Sobre todo con alumnos y catequizando mayores suele resultar muy positivo en los procesos de educación religiosa en personalidades de alguna sensibilidad religiosa. Con todo no es la soledad la que forma, sino el estilo de Jesús orando, la reflexión en comunidad compartiendo, el sentido de penitencia ofreciendo plegarias.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

En la historia de salvación, el camino del pueblo por el desierto, durante cuarenta años, tiene un significado trascendental. A ese “desierto”, a partir del “éxodo” y del camino hacia la tierra prometida, hará referencia toda la historia bí­blica. Allí­ Dios ha declarado que “su pueblo” es su propiedad esponsal (Deut 7,6; 26,18); por esto le manifiesta su voluntad (la ley) y establece con él una Alianza (Ex 24). El desierto es lugar de escucha de la Palabra de Dios y también de prueba para aquilatar la fidelidad a su voluntad.

Tradicionalmente se ha llamado “desierto” a los momentos especiales de oración, especialmente cuando se trata de un tiempo especial de retiro o de Ejercicios espirituales. En un ambiente de silencio y oración, se busca la presencia de Dios, para escuchar su Palabra y para seguir su voluntad.

También se puede hablar de “actitud” de desierto, como apertura a la Palabra y presencia de Dios, desde un corazón que deja de lado ruidos, desórdenes y preocupaciones secundarias. Para conseguir esta actitud, ayudan los momentos de desierto y los lugares de silencio y aislamiento. Lo más importante es que esos momentos y lugares favorezcan la actitud de dejarse guiar por el Espí­ritu Santo, a imitación de Jesús (cfr. Lc 4,1; 9,10; Mt 4,1-11; Mc 6,31). En el desierto florece la oración y el sacrificio, para poder superar las pruebas y tentaciones.

En el “desierto” Dios “recuerda” y renueva la Alianza “le llevaré al desierto y le hablaré al corazón” (Os 2,16; cfr. Jer 2,2). Para adentrarse en este desierto del corazón, como momento de iluminación, es necesaria una actitud de “éxodo” (purificación) y la tendencia o deseo de unión (perfección). Es, pues, una dinámica de historia salví­fica que parte del pasado y transforma el presente enmarcha hacia una plenitud futura.

En la perspectiva cristiana del “desierto”, Jesús invita a “estar con él” (Jn 1,38-39) y se muestra no sólo como Palabra personal del Padre, pronunciada en el amor del Espí­ritu Santo, sino también como “piedra” de la que brota el agua viva (cfr. 1Cor 10,1-13; Ex 17,6; Sab 11,4) y como la “serpiente levantada”, signo eficaz de salvación (Jn 3,14; Num 21,8-9).

El objetivo del “desierto” es, pues, la experiencia de la presencia de Dios, que sigue hablando al corazón y mostrando su voluntad salví­fica. El camino del “desierto” ha sido el de los grandes orantes de la historia de salvación Abraham (Gen 12,1), Moisés (Ex 3,1-6; 19,3-25), Elí­as (1Re 19,1-8), Juan Bautista (Lc 3,2). Jesús consagró esta práctica secular a la luz de la nueva Alianza sellada con su sangre (cfr. Lc 4,1-2.42; 9,18; Jn 6,15; Mc 1,35-39).

El desierto es el camino hacia la “montaña” de las bienaventuranzas (Mt 5,1) y de la transfiguración (Mt 17,1), a fin de que “la claridad de Cristo resplandezca sobre la faz de la Iglesia” (LG 1) y sea efectivamente “sacramento universal de salvación” (LG 48; AG 1).

Referencias Contemplación, discernimiento, Ejercicios, Nazaret, oración, retiro, silencio.

Lectura de documentos Ver referencias.

Bibliografí­a D. BARSOTTI, Espiritualidad del éxodo (Salamanca, Sí­gueme, 1968); A. BONORA, Desierto, en Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica (Madrid, Paulinas, 1990) 426-434; H. CAMARA, El desierto es fértil (Salamanca, Sí­gueme, 1972); C. CARRETTO, Cartas del desierto (Madrid, Paulinas, 1980); Idem, El desierto en la ciudad (Madrid, Edit. Católica, 1979); H. CAZELLES, En busca de Moisés (Estella, Verbo Divino, 1981); F.M. LOPEZ MELUS, Desierto una experiencia de gracia (Salamanca, Sí­gueme, 1994); G. PELLICCIA, etc., Desierto, en Nuevo Diccionario de Espiritualidad (Madrid, Paulinas, 1991) 443-458; F. ROGER, Florecerán tus desiertos (Madird, Studium, 1968); V. SERRANO, Espiritualidad del desierto (Madrid, Studium, 1968).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

El desierto, en sentido general, es sí­mbolo de esterilidad, tierra árida y seca, donde Dios no ejerce su acción fecundante (Lc 15,4), región inhóspita y deshabitada, morada de demonio: (Mt 12,43; Lc 8,29; 11,24). Pero más que esto, el desierto en la Biblia es un lugar de purificación y de conversión a Dios, de austeridad y de despego de la tierra, de reflexión y de oración. El desierto, por el que atravesó el pueblo de Dios tras la salida de Egipto, señala la hora del triunfo y del poder de Dios, manifestado en los prodigios realizados (Jn 3,14-6,31.49) y en la Alianza, que establece relaciones de fidelidad entre Dios y el pueblo. Juan Bautista se preparó en el desierto (Lc 1,80), y en él comienza su predicación (Mt 3,1-3; 11,7; Me 1,3-4; Lc 3,2-4; 7,24). Jesús inicia en el desierto su vida pública (Mt 4,1; Mc 1 12-13; Lc 4,1) y al desierto se retiraba con frecuencia, solo (Mt 14, 13; Mc 1,35.45; Lc 4,42; 5,16; 11,54) o con sus discí­pulos (Mc 6,31-32). En el desierto hizo el milagro de la multiplicación de los panes (Mt 14, 13-21; 15,33; Mc 6,31-44; 8,4; Lc 9,12). El desierto adquiere un profundo sentido teológico, y es no tanto un lugar como una actitud religiosa. La Iglesia peregrina, a imitación de Jesucristo, debe refugiarse en el desierto y vivir en él como de paso en espera de la venida del Señor y camino de la tierra prometida, el nuevo cielo y la nueva tierra que Dios le ha preparado (Ap 12,6.14). -> .

E. M. N.

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

(-> tentaciones). Para un judí­o que vive en el entorno de Jerusalén, el desierto es una experiencia cotidiana: está allí­ mismo, tras el monte de los Olivos o en el descenso del torrente Cedrón. A unas cuantas horas de camino de su casa, el israelita puede hacer una experiencia de lo que significa el desierto. Pero, al mismo tiempo, el desierto ha venido a mostrarse como lugar de experiencia simbólica muy importante para los israelitas.

(1) Antiguo Testamento. El desierto recibe dos sentidos básicos: es un lugar de prueba y castigo por donde los israelitas tienen que vagar durante cuarenta años, para superar su pecado y prepararse para entrar en la tierra prometida, como han puesto de relieve las grandes tradiciones del Pentateuco (sobre todo de Ex, Nm y Lv), que puede interpretarse así­ como guí­a de hombres y mujeres que marchan sin fin por desiertos, buscando la vida; es un lugar de purificación y nuevo nacimiento, para retomar la historia de amor del principio de Israel. El segundo tema, que implica una vuelta al desierto, como medio de purificación y conversión, constituye uno de los motivos básicos de la profecí­a de Oseas, Jeremí­as y el Segundo Isaí­as, (a) Los textos más importantes son los de Oseas: “Pero he aquí­ que yo la atraeré y la llevaré al desierto, y hablaré a su corazón. Y le daré sus viñas desde allí­, y el valle de Acor por puerta de esperanza; y allí­ cantará como en los tiempos de su juventud, y como en el dí­a de su subida de la tierra de Egipto. En aquel tiempo, dice Yahvé, me llamarás Ishi [mi esposo], y nunca más me llamarás Baalí­ [mi Baal]” (Os 2,14-16). El Dios de Oseas se queja porque su pueblo le ha abandonado. Por eso planea llevarla al desierto, lo que significa enamorarla de nuevo: volver al comienzo de un encuentro donde las dificultades eran estí­mulo y germen de amor fuerte. Ha dejado Dios que su esposa le abandone, corriendo el riesgo de perderse. Pero ahora no resiste: piensa que ha llegado el momento del retorno y decide recrear el amor que parecí­a muerto, transformando el valle de Acor o desgracia (cf. Jos 7,24-25) en lugar de gracia esperanzada (= tiqwah). (b) En esa lí­nea se mantiene y avanza Jeremí­as: “Mc acuerdo de ti, de la fidelidad de tu juventud, del amor de tu desposorio, cuando andabas en pos de mí­ en el desierto, en tierra no sembrada” (Jr 2,2). También el Dios de Jeremí­as quiere volver al desierto en amor, recordando y recreando la historia del primer noviazgo con el pueblo, (c) Esos temas culminan con el Segundo Isaí­as que habla de la conversión del desierto en camino de esperanza. Un inmenso desierto separa a los exiliados de Babel y les aparta de su tierra en Palestina. Pero Dios hará que ese desierto se convierta en camino de gracia: “Voz que clama en el desierto: Preparad los caminos de Yahvé… Todo valle sea alzado, y bájese todo monte y collado; y lo torcido se enderece, y lo áspero se allane” (Is 40,3-4). “Abriré en el desierto estanques de aguas, y manantiales de aguas en la tierra seca. Daré en el desierto cedros, acacias, arrayanes y olivos; pondré en la soledad cipreses, pinos y bojes juntamente, para que vean y conozcan, y adviertan y entiendan todos, que la mano de Yahvé hace esto, y que el Santo de Israel lo creó” (Is 41,18-20). Esta imagen de la transformación del desierto en tierra fértil, de encuentro con Dios, constituye uno de los sí­mbolos más importantes de la historia israelita.

(2) Nuevo Testamento. También en el Nuevo Testamento hay diversos tipos de desiertos, (a) Desierto de los celotas. Así­ aparece como lugar de peligros y engaños, donde se esconden y surgen e ilusionan al pueblo los falsos mesí­as (cf. Flavio Josefo, AJ 20,188; BJ 2,59), queriendo comenzar desde allí­ un camino de liberación, como el de los antiguos hebreos, que hicieron con Moisés la travesí­a del desierto. La misma Iglesia antigua ha puesto en guardia a los fieles en contra de estos profetas del desierto: “Si os dijeren: Mirad, está en el desierto, no salgáis…” (Mt 24,26). (b) Desierto de profetas. Juan Bautista. El desierto es un campo de iniciación profética, lugar donde han venido a preparar los caminos del Señor (según Is 40,3), no solamente unos bautistas como Baño* o los esenios* de Qumrán (cf. 1QS 8,14; Mc 1,23), sino el mismo Juan* Bautista (cf. Mc 1,4), como ha destacado Jesús enfáticamente: “¿Qué habéis salido a buscar al desierto…? ¡A un profeta!” (cf. Mt 11,17). (c) Desierto de las tentaciones. Es lugar de prueba, vinculado al mesianismo de Jesús (cf. Mc 1,12; Mt 4,1; Lc 4,1) que se enfrenta allí­ con su tarea, superando así­ el riesgo del pan-poder-milagro. Pero no va para quedarse, “porque el tiempo se ha cumplido”; por eso, deja el desierto de Juan y de las tentaciones y viene a Galilea, para anunciar el evangelio del Reino (cf. Mc 1,14-15). Jesús no será profeta o Mesí­as del desierto, sino de la tierra habitada de Galilea y de Jerusalén. (d) Desierto de las multiplicaciones. La estepa o desierto, entendido como despoblado, puede presentarse como lugar de separación y concentración de grandes muchedumbres, que dejan los pueblos para encontrar a Jesús e iniciar con él un nuevo camino en el que se comparten los panes y los peces de la vida. En esa lí­nea, las multiplicaciones*, es decir, las comidas compartidas de la Iglesia, se sitúan en el desierto, en un lugar al que pueden venir todos (cf. Mc 6,31-35; 8,4 par). Ciertamente, ese lugar desierto puede evocar los valores de un tipo de primavera fecunda y de paraí­so (se recuestan para comer sobre la hierba verde: Mc 6,39). Pero es evidente que significa ante todo un espacio abierto y común donde cesan las distinciones entre aquellos que tienen y no tienen casa. En ese sentido, volver al desierto significa para la Iglesia volver a la experiencia del pan* y de los peces compartidos.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

Ser Iglesia en el desierto significa, ante todo, que la Iglesia busca el desierto y se alimenta del mismo. Sí­ tuviéramos tiempo de explorar estos valles, descubrirí­amos numerosas grutas de ermitaños; numerosas celdas de monjes que a lo largo de los siglos han vivido aquí­. Miles y miles de personas procedentes de toda la cristiandad han venido al desierto para alimentarse de Dios y alimentar a su Iglesia. Y aún hoy la vida monástica continúa en este desierto: el del Sinaí­, los de Egipto y las regiones del monte Athos; cada monasterio pretende retomar la experiencia de la Iglesia en el desierto. También cada uno de nosotros está llamado a alimentarse de momentos de desierto en su propia vida. Ser Iglesia en el desierto significa, además, preocuparnos de todos aquellos que, en el desierto de nuestra sociedad, están tirados en el arcén: pobres, marginados, excluidos, gente que sufre, gente olvidada. Estar en el desierto significa darnos cuenta de aquel que, al margen del camino, está más desesperado que nosotros, más solo que nosotros; significa hacernos prójimos. De hecho, en el desierto, la proximidad parece más inmediata, porque se comprende la necesidad del que está más solo que nosotros. Por tanto, el desierto es Iglesia que se hace prójimo. Finalmente, ser Iglesia en el desierto significa afrontar incluso la persecución, la crí­tica, el fraca so, la impotencia, la debilidad. La Iglesia vive su tentación de soledad, de pobreza, en el desierto de la vida, con la confianza puesta en el pastor que no permite que las ovejas se dispersen y se mueran de hambre. La Iglesia vive en el desierto, con la confianza total en su pastor Jesús que la está conduciendo por los desiertos de la modernidad.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

El desierto, aunque sigue conservando su carácter de lugar desolado, evoca ante todo una época de la historia sagrada: el nacimiento del pueblo de Dios. Dios quiso que su pueblo naciera en el desierto y le prometió una tierra próspera, haciéndo de este modo de la estancia en el desierto un perí­odo privilegiado, pero siempre provisional. Por eso, el simbolismo tan rico del desierto no puede reducirse solamente a una concepción de la soledad o de la huida del mundo.

En el Antiguo Testamento, el desierto es el espacio en que el pueblo nómada toma conciencia de su elección y de la llamada de Dios. Aquí­ Dios actúa para educar al pueblo y para hacer que se convierta en pueblo “suyo” (cf Dt 7, 6: 26,18: Lv 26,12). En el desierto los hebreos tienen que adorar a Dios (Ex 3,17): allí­ reciben la ley y establecen la alianza. El desierto es también el lugar donde Dios pone a prueba al pueblo Y el pueblo se obstina en sus rebeliones contra Dios. Pero, a pesar de su infidelidad, Dios no abandona su proyecto de salvación. El triunfo final permite descubrir en el desierto no tanto el tiempo de la infidelidad del pueblo como más bien la misericordia sin lí­mites de Dios, que siempre lleva a término su designio de salvación.

En el Nuevo Testamento el desierto aparece más de sesenta veces. Las citas más numerosas se encuentran en los sinópticos, en relación con Juan Bautista y con los judí­os (Mt 3,1; 3,3; Mc 1,3.4); luego con Jesús, con los discí­pulos y con el pueblo (Mt 4,1; 14,13. Lc 4,1.42; 5,10; 9,10). También el Espí­ritu, los ángeles, Satanás, los demonios tienen relación con el desierto (Mc 1,12.13; Lc 8,29).

Cristo vuelve a vivir en su vida las diversas etapas de la experiencia de los hebreos; movido por la fuerza del Espí­ritu de Dios, va al desierto para someterse allí­ a la prueba (Mt 4,1-11). A diferencia de sus antepasados, permanece fiel al Padre. Las pruebas en que sucumbieron los hebreos encuentran aquí­ su sentido y las promesas hechas a Israel se realizan en Jesús como el Hijo primogénito.

Así­ pues, de la Biblia se deduce que el desierto como lugar geográfico no puede ser considerado como una condición permanente. El creyente está ligado normalmente a la sociedad de los hombres. La permanencia en el desierto deberí­a servir de preparación para la misión especí­fica Y para el descubrimiento de Dios y dé los demás hombres. Aquel lugar produce la experiencia decisiva para una maduración de las propias opciones y del encuentro recordado con Dios. La nota caracterí­stica del desierto es el movimiento de un recorrido, o una tensión dinámica desde el pasado hacia el futuro, que no quiere decir una espera pasiva, sino una actitud de compromiso hacia las metas fijadas de antemano.

A. Fomkiel

Bibl.: A. Bonora, Desierto, en NDTB, 426 434; AA. VV., Desierto, en NDE, 337-347. D. Barsotti, Espiritualidad del Exodo, Sí­gueme, Salamanca 1968; H. Cámara, El desierto es fértil, Sí­gueme, Salamanca 1972; Y Serrano. Espiritualidad del desierto, Studium, Madrid 1968.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Un fenómeno histórico que se repite: 1. En las diversas culturas étnicas; 2. En la tradición cristiana – II. El desierto en la Biblia: 1. La realidad geográfica; 2. La experiencia histórica; 3. La relectura simbólica; 4. Los esquemas de relectura; 5. Aplicación de los esquemas de relectura al AT: a) Esterilidad/fertilidad, b) Incompletez/completez, c) Desposesión/posesión, d) Camino/meta; 6. La relectura del NT: a) Jesús, tentado en el desierto, b) Jesús, nuestro desierto; 7. Conclusión – III. Espiritualidad del desierto: 1. Dinámica de lo provisional; 2. El desierto, escuela de absoluto; 3. Guí­a para una “jornada de desierto”.

1. Un fenómeno histórico que se repite
El desierto, y cuanto el término evoca, en teorí­a y en la práctica, tiene una destacada incidencia en las diversas culturas, filosofí­as, religiones y espiritualidades étnicas, ya sea como realidad condicionante, ya como libre opción.

1. EN LAS DIVERSAS CULTURAS ETNICAS – La poesí­a árabe de los beduinos preislámicos canta el desafí­o entre el desierto, que rechaza al hombre, y el hombre, que conquista el desierto. El conflicto se resuelve en una admirable simbiosis; en la forma más alta de conquista del desierto por parte del hombre y en la configuración más lograda del hombre por parte del desierto: “Aquí­ el hombre adquiere realmente conciencia de su nada, lo mismo que de la nada absoluta de todas las cosas, en la huida incontenible del tiempo. No hay duda de que el desierto lamina al hombre, como hace con todo lo demás, pero también parece indudable la represalia del hombre, cuya lucidez pone al desnudo al desierto en su realidad esencial, la cual no es otra cosa que la nada; lo único que queda en el desierto… en su individualidad -puesto que…, si la especie continúa viviendo, el animal y la planta mueren- es la piedra, o sea, el vací­o absoluto e irracional. Ciertamente el desierto puede decirle al hombre: para mí­, no eres nada; pero el hombre le responde: ¿y tú?”.

Hay quien con argumentaciones etnológicas atribuye al desierto el descubrimiento de la unicidad de Dios. Obviamente, no es el desierto el que está marcado de monoteí­smo, sino el hombre que, al convertirse en pastor nómada (aunque haya salido de civilizaciones sedentarias, fácilmente salpicadas de sincretismo), desarrolla progresivamente con ayuda del desierto la idea del Dios único; así­ se ha comprobado cientí­ficamente en el pastor oriental antiguo de hace unos tres mil años, lo mismo que en la civilización neopastoril de la América poscolombina. El mismo monoteí­smo hebreo habrí­a sido definitivamente adoptado precisamente en el desierto a través de la educación dialógica, durante cuarenta años, de la “palabra”, que organizó la tribu como nación mediante la ley mosaica. Por otra parte, en el desierto es donde Israel configura su espiritualidad de pueblo elegido como depositario y evangelizador de la revelación, separándose y diferenciándose del estilo de las demás naciones.

A la tradición bí­blico-hebrea apela el anacoretismo individual y comunitario de los esenios, de los terapeutas y de los qumrámicos. El amor al desierto se encuentra en la India (por ejemplo: eremitas de la selva y de la civilización brahmánica), en China, en Asia central, en ífrica, en América. Conocemos anacoretas y ermitaños entre los hindúes, en el Tí­bet; entre los budistas de Ceilán. En las poblaciones nórdicas de Europa, el anacoretismo y el eremitismo mássevero parecí­an casi congénitos en los celtas, especialmente en los escoceses y los irlandeses, los cuales mostraban predilección, respectivamente, por las islas lacustres, fluviales y marinas, o por la soledad del exiliado voluntario. Entre los islamitas, además del misticismo eremí­tico de los su/i, tienen todaví­a fuerte incidencia sociológica y eco-psicológica los condicionamientos del desierto.

No siempre es el desierto entendido geográfica y fí­sicamente, con sus rocas, sus áridas arenas, sus ingentes extensiones desnudas donde todo muere, lo que impone la reflexión y la sensación de la nada del hombre, forzado a buscar con implorante fatiga cualquier oasis o tundra donde la vida ofrezca algo de verde o algún naciente riachuelo. Otros lugares aseguran el elemento esencial del desierto, la soledad que favorece el retiro de la mundanidad, el silencio y la escucha. Como hecho religioso-cultual, entre los egipcios era universalmente conocida, por ejemplo, en Menfis, en Abidos y en otras partes, la reclusión de los adeptos al culto de Serapis, llamados katokoi, los cuales parece que se sentí­an vinculados al recinto sagrado del templo de aquella divinidad hasta que ella los declaraba libres.

Al desierto van los filósofos, en particular los seguidores del estoicismo y del neoplatonismo, para los cuales el desierto erá con frecuencia sinónimo de campo, una especie de “rusticatio” reflexiva. Van al desierto los caudillos carismáticos de pueblos, como Abrahán, Moisés, David, Matatí­as; los profetas del antiguo Israel, Juan Bautista, Jesús el Mesí­as; los profetas de las otras grandes religiones, como Buda, Confucio, Mahoma. Van al desierto cuantos sienten el impacto psicológico, moral y espiritual del mundo frenético. A veces la fuga tiene tonos de desdeñoso desprecio, que lleva a gritar con Horacio: “Odio al vulgo profano, y me alejo de él. ¡Callad!”.

2. EN LA TRADICIí“N CRISTIANA – La atracción del desierto la sintieron de modo original los mí­sticos cristianos; no sólo porque se sentí­an extraños y peregrinos, sin ciudad permanente en la tierra (cf 1 Pe 2,11; Heb 13,14), sino para mejor disponerse a la ciudad “futura” (ib) con la eficací­sima ascesis penitencial, contemplativa y escatológica del desierto. La experiencia bí­blico-espiritual del desierto sigue una evolución histórica, cuyos puntos salientes son los del perí­odo áureo de los “padres del desierto” (s. iv-v), el reflorecimiento con las reformas benedictinas y la proliferación de los mendicantes (xi-xiii), un “renacimiento patrí­stico” en conexión con el renacimiento humaní­stico y con los movimientos reformistas católicos (xv-xviii) con sucesivos retornos que se han hecho más vigorosos en nuestros dí­as.

De la era patrí­stica, basta el ejemplo representativo de Antonio egipciaco (251-356), que llenó la historia del monaquismo antiguo en Oriente y Occidente gracias a la admirable sí­ntesis biográfico-ascética compuesta por Atanasio de Alejandrí­a, el cual tuvo prolongada familiaridad con el santo y con su estilo de vida. Antonio coloca en la base de su ascesis del desierto una tradición popular de profundos motivos bí­blicos y evangélicos. La soledad, el ocultamiento afí­n a la oscuridad, el desierto eran el lugar donde mejor se descubrí­a el conflicto de las pasiones, de las fuerzas oscuras y ocultas que operan dentro de cada hombre, porque se creí­a que aquel conflicto estaba provocado o manejado por el – diablo, el cual andarí­a merodeando por la soledad de los desiertos. Para las almas más decididas y animosas, el desierto se convertí­a en el puesto avanzado de una lucha más comprometida y decidida contra el enemigo del espí­ritu; enfrentarse al enemigo en su baluarte para desalojarlo era la táctica reconocida como más efectiva.

Antonio, siguiendo el ejemplo de Pablo de Tebas, al que la tradición consideraba el primer ermitaño del desierto, libra el combate espiritual primero en los sepulcros y luego en el desierto, donde pasará veinte años atrincherado en un viejo reducto demolido. “Atraviesa una prueba de oscuridad, en el curso de la cual tiene la impresión de ser abandonado por Dios a los poderes demoní­acos; no obstante, persevera, pero en la fe más desnuda. Al término de la prueba, una visión luminosa del cielo le consuela. Entonces no puede menos de expresar esta queja: ¿Dónde estabas? ¿Por qué no te manifestaste desde el principio para hacer que cesaran mis sufrimientos? Mas una voz le respondió: Yo estaba allí­, Antonio; esperaba para verte combatir.

Tras no pocos casos de degradación humana a causa de una soledad forzosa y oprimente o no preparada por un aprendizaje espiritual adecuado, Pacomio (287-347) y Basilio (329-379), que conocí­an también por experiencia la excelencia del retiro y del desierto, organizan la ascesis cenobí­tica, la cual excluye el eremitismo, pero asegura, bajo un régimen de obediencia, el retiro y el desapego del mundo y de la mundanidad, el recogimiento, la soledad del silencio y de la contemplación junto con el trabajo. Hacia finales del siglo iv, Shenute le niega a la vida cenobí­tica la plena perfección de la ascesis cristiana. Reconoce que la vida eremí­tica es difí­cil y arriesgada; exige vocación pertinente y preparación adecuada. Pero la perfección cristiana postula el paso del cenobitismo al eremitismo, como ocurrirá también en las lauras fundadas en Palestina en el s. v por los mejores discí­pulos de Basilio.

Desde el Oriente, especialmente con la lectura de la Vida de Antonio, de Atanasio, traducida al latí­n y ampliamente difundida a partir del s. iv, así­ como con la obra personal de Casiano (360-435), la espiritualidad del desierto se difunde inconteniblemente en Occidente. Uno de sus elementos es el penitencial, llevado a veces hasta lí­mites extremos para la resistencia fí­sica con austeridades rí­gidas e ingeniosas. Hubo varias especies de eremitas: estilitas, emparedados vivos, peregrinos, recluidos, dendritas (o que habitaban dentro del tronco de un árbol), locos por Cristo que tomaban al pie de la letra el dicho paulino: “Somos locos a causa de Cristo” (1 Cor 4,10).

Un renovado fervor de espiritualidad anacorética se observó con las reformas del monaquismo benedictino (camaldulenses, valumbrosanos, verginianos, cistercienses, cartujos y otros) y con las órdenes mendicantes, en su mayorí­a conciliando la vida cenobí­tica con la eremí­tica. Siguiendo el ejemplo de los Padres’, se tejió el elogio de la soledad: “Huye de la gente -escribe Bernardo-, huye también de tus familiares, aléjate incluso de los amigos más í­ntimos… El que desea oí­r la voz de Dios, que se retire a la soledad… Esta voz no resuena en las plazas… un consejo secreto requiere una escucha secreta… Dios no conversa con los que permanecen fuera de sí­ mismos”. Bruno confí­a gozoso en una carta sus experiencias anacoréticas: “Cuántas son las delicias con que la soledad y el silencio del yermo enriquecen a los que lo aman, lo saben sólo quienes han vivido su experiencia…aquí­ el ojo adquiere aquella mirada simple que hiere de amor al Esposo (del alma), permitiéndole aquél, en su pureza, ver a Dios”. El abad Juan Mombaer (ca. 1460-1501), reflexionando sobre las causas de la decadencia de las órdenes religiosas, atribuí­a la perseverancia de los cartujos al si-so-vi, o sea, al silencio, a la soledad y a la visita de inspección’.

La reforma católica llevó a un reflorecimiento de la espiritualidad del desierto. Baste mencionar la reforma camaldulense de Monte Corona, promovida en 1500 por el humanista veneciano Vincenzo Paolo Giustiniani; el movimiento franciscano que se inspira en Pedro de Alcántara y lleva a la creación de conventos llamados “santos desiertos”, donde se permite a los religiosos pasar perí­odos más o menos prolongados en un completo aislamiento del mundo. También los carmelitas organizan en algunos carmelos, llamados “desiertos”, un ascetismo de tipo eremí­tico. Teresa de Avila parece haberse inspirado en este movimiento cuando construyó en el huerto del monasterio de San José un pequeño desierto. Un caso similar, de 1570, es el de las clarisas de Santa Isabel de los Reyes, en Toledo. Eremitorios de este tipo, a los cuales las monjas se retiran al menos periódicamente para tener mayor oportunidad de recogimiento y de penitencia, se conservan todaví­a hoy en las huertas de los monasterios de clarisas de Calabazanos y de Camión de los Condes. Esta lí­nea de reforma para una mayor perfección y una vida contemplativa más recogida la adoptaron las varias “recolecciones” (recoletos), entre las cuales la más conocida es la de los agustinos recoletos.

Desde el siglo xvi al xviii, diversas reformas, fundaciones nuevas e intervenciones de la autoridad eclesiástica demuestran la vitalidad de la ascesis eremí­tica, que se organiza mejor, se institucionaliza y se le presta asistencia. Se multiplican los yermos y eremitorios en todos los paises que permanecen o se hacen católicos: de Francia se dijo que estaba “cubierta de eremitorios”; los habí­a en todos los cantones suizos; en todos los condados ingleses, hasta la reforma anglicana; en todos los principados alemanes; en todas las diócesis de España, Portugal e Italia. “Se puede hablar incluso de su densidad relativa, pues los eremitorios se multiplicaron en los alrededores de las grandes urbes, como antaño en torno a Alejandrí­a, por una especie de compensación vital de la intensidad de la vida social, de las opresiones colectivas y de la inevitable degradación moral de una población caracterizada por el anonimato”. En un censo de 1734, se señalan, en la sola diócesis de Pamplona, 1.286 eremitorios. Para acoger a los eremitas peregrinos, “romipeti”, fray Albenzio Rossi fundó en Roma, hacia 1588, los eremitas de Porta Angelica. C. M. Hofbauer recordaba con nostalgia los eremitorios de los alrededores de Roma, que visitaba cuando iba a la Ciudad Eterna.

En nuestro tiempo, el deseo de buscar a Dios en la soledad inspira nuevamente un número considerable de experiencias individuales y comunitarias. Ejemplos insignes son los literatos Psichari y Saint-Exupéry. Pero el renacimiento debe mucho al ejemplo de Carlos de Foucauld (1858-1916), quien, después de haber vivido algunos años en la trapa y luego al servicio de las clarisas en Nazaret y en Jerusalén, ordenado sacerdote en 1901, se retiró al desierto del Sahara hasta 1916, año en que fue asesinado. Lo que impresionó a los indí­genas musulmanes fue el valeroso desprendimiento de un europeo, según ellos provisto de todo, para compartir la vida primitiva de un habitante condicionado por el desierto. Les asombraba comprobar la total y constante disponibilidad para ser útil al prójimo como “hermano universal”, en contraste con el alejamiento hierático y misterioso de sus marabutos. La verdadera encarnación de lo divino era él, llamado el “marabuto cristiano”.

Muchos, en nuestros dí­as, hombres y mujeres, sienten la llamada del eremitismo estrictamente entendido, tanto individual como organizado. Thomas Merton y otros muchos han escogido la vida del trapense u otra similar. Igualmente, jóvenes universitarias o recién licenciadas miran con simpatí­a la vida de las monjas de clausura más rigurosa, ya sea de tipo tradicional (cartujas, camaldulenses, trapenses, clarisas, carmelitas…), ya de nuevo cuño, como, en Italia, la fundación del ex parlamentario G. Dossetti, también él prófugo voluntario para vivir en soledad en Tierra Santa. Para ayudar a religiosas de vida activa que descubren en un segundo tiempo la vocación claustral, hay institutos que atienden a la vida interior a través de “casas de oración”. Don Orione fundó en 1903, dentro de su “Piccola Opera della Divina Provvidenza”, una rama eremí­tica. En Perusa hay un eremitorio femenino del Magnificat; otro (desde 1926) en Campiello sul Clitunno (Perusa); un tercero, de la Transfiguración, en Spello (Perusa), que alberga, desde 1972, a las “Hermanitas de Marí­a”, fundadas por una ex priora carmelita después de mucho luchar, con acierto y tenacidad, para convencer a los superiores competentes. Hay que mencionar también, en Francia, los eremitas de Marí­a Inmaculada, fundados en 1943; en Canadá, los eremitas de San Juan Bautista, que en 1965 formaron una “sociedad de solitarios” en la isla de Vancouver. En 1974, volviendo a una costumbre del tiempo de Teresa de Avila, se construyó un eremitorio dentro de la huerta de las clarisas de Azille (Francia). Entre los laicos, se puede mencionar el grupo reunido en torno al literato francés (de origen italiano) J. J. Lanza del Vasto, defensor y practicante de la no violencia, como Gandhi, del cual fue discí­pulo. Un significado ecuménico particular ha adquirido la comunidad calvinista de Taizé, que ha reanudado la tradición monástica occidental, adaptándola al hombre de nuestro tiempo. Durante un encuentro, en 1975, en Inglaterra, representantes de las iglesias católica, ortodoxa, anglicana y congregacionista han reconocido que el eremitismo presente en las diversas iglesias constituye un fuerte vinculo de unidad. La llamada de la soledad para templar el espí­ritu se verifica en la práctica de los retiros mensuales, de los ejercicios espirituales, del mes ignaciano, de los “cursillos” ofrecidos a todas las categorí­as de cristianos, así­ como en la costumbre de pasar determinados perí­odos en claustros y conventos.

Es preciso referirse a la Biblia para encontrar en la palabra de Dios los contenidos esenciales relativos a la experiencia del desierto, a fin de trazar luego una espiritualidad que responda a las exigencias de nuestro tiempo I~infra, 1111.

G. Pelliccia
II. El desierto en la Biblia
1. LA REALIDAD GEOGRíFICA – LOS desiertos que atravesaron los hebreos no eran completamente yermos o deshabitados. Alguna fuente, lluvias estacionales y buenas cisternas permití­an la formación de pequeños centros habitados, comunicados entre sí­ por caminos de caravanas. En torno a los oasis era posible la crí­a de animales de tamaño pequeño. Además, en Palestina eran y son raras las extensiones de arena. Las zonas más desfavorecidas son macizos calcáreos, a los que sólo les faltan las precipitaciones atmosféricas para que puedan ser fértiles. En todo caso, gracias a la abundante caí­da de rocí­o, también están cubiertos de un poco de yerba. Los textos bí­blicos, según los cuales los desiertos son salvajes (Dt 32,10), están privados de vegetación (Dt 8,5; Os 2,3: Is 41,19; 51,13; Jer 2,24), son áridos (Ez 13,19; Os 13,5; Is 35,1.6; 41, 18s; 43,19s), tenebrosos (Jer 2,6.31), poco seguros (Sal 55,8; Lam 5,9) y se encuentran habitados por seres horribles (Is 13,21; 30,6; Jer 2,24), presentan ciertos rasgos más imaginarios que reales, como sucede normalmente en el caso de tradiciones tan antiguas y confiadas a la memoria popular.

2. LA EXPERIENCIA HISTí“RICA – ¿Cómo concibió el pueblo hebreo el paso de sus antepasados a través del desierto y qué lecciones sacó de él? Ateniéndonos a los datos del texto (si bien la reconstrucción histórica exigirí­a matizaciones), el viaje tuvo lugar en tres etapas: desde Egipto al Sinaí­, desde el Sinaí­ a Cades, desde Cades al Jordán.

Los israelitas, después de atravesar el Mar Rojo, se dirigen hacia el desierto de Sur. Caminan tres dí­as sin encontrar agua. Cuando, finalmente, encuentran un pozo, sus aguas son tan amargas, que le llaman Mara (amargura). Comienzan entonces a murmurar, lo cual harán periódicamente (contra la sed, Ex 17,3; Núm 20,2; contra el hambre, Ex 16,2; Núm 11,4s; contra los peligros de guerra, Núm 14,7s). También en Mara comenzó la larga serie de pruebas (Ex 15,25). A veces Yahvé tienta a Israel para hacer que conozca el fondo de su propio corazón (Ex 16,4; 20,20; Dt 8,2.16; 13,4); a veces Israel tienta a Yahvé para ver hasta qué punto se extiende su poder (Ex 17,2.7; Núm 14,22). Desde Mara, Israel llega a Elim. Nuevas murmuraciones. El pueblo se arrepiente de haber corrido el riesgo de la aventura: “¡Ojalá hubiéramos muerto por mano de Yahvé en Egipto, cuando nos sentábamos junto a las ollas de carne y comí­amos pan hasta saciarnos!” (Ex 16,3). El pueblo conoce el maná y Yahvéle revela su gloria enviándole una nube de codornices. En la etapa siguiente, Refidim, los israelitas tienen más sed que nunca y reclaman agua. En esta localidad, que desde entonces se llamará Meribá y Massá (lucha y tentación), Moisés hace brotar agua de la roca. También en Refidim la oración de Moisés obtiene la victoria sobre los amalecitas.

Tres meses después de la salida de Egipto, los hebreos llegan al desierto del Sinaí­. Aquí­ tiene lugar el gran encuentro entre Yahvé y su pueblo. Israel se convierte en “propiedad de Yahvé, en reino de sacerdotes y en un pueblo santo” (Ex 19,5-6). La tradición vincula al episodio del Sinaí­ lo esencial de la legislación social y religiosa de Israel (Ex 20 hasta Núm 10,10). Visión teológica que constituye un desafí­o a la historia, pero que traduce a su modo el arraigo de toda la fe yavista en la realidad de la alianza.

Núm 10,11-12.16 cuenta luego la etapa que conduce al desierto de Farán. El texto relata que Yahvé iba delante de las columnas bajo la forma de una nube (Núm 10,34). Mas el pueblo, en su depresión, vuelve a pensar otra vez en las comodidades que ha perdido dejando la jaula dorada de Egipto: “Nos acordamos… ahora nuestros ojos no ven más que maná” (Núm 11,5-6). Escuchados para desventura suya, ven caer a sus pies una nube de codornices chirriantes. Una indigestión mortal hiere a los que se dejan llevar de la gula. Después de Massá y Meribá, llegan a Qibrot Ha Tava (tumba de la avidez). Las rebeldí­as de Israel terminan formando un mapa geográfico del pecado.

Desde el mismo desierto de Farán sale una patrulla a explorar el paí­s de la promesa (Núm 13,Iss). Este se presenta magní­fico bajo todos los aspectos; pero sus habitantes son demasiado temibles y la comunidad, falta de fe, se niega a avanzar. Por eso, el castigo: ningún adulto de la generación actual, exceptuando a Caleb y a Josué, entrará en la tierra prometida.

Los capí­tulos 20-22 de los Números parecen un calco de Ex 17. Una vez más los hebreos manifiestan libremente su pesar por haber abandonado Egipto (Núm 20,4; cf Ex 16,3). Moisés repite el gesto que hace brotar agua de la roca (20,10; cf Ex 17,5). Edom ocupa el puesto de los amalecitas (cf Ex 17,8-16) y ataca a Israel (Núm 20,14-21). El c. 21 habla de la plaga de las serpientes quese abate sobre los hebreos culpables de haber repetido su lamentación: “¿Por qué nos habéis hecho salir de Egipto?” (Núm 21,5). Después de algún choque con los amorreos (Núm 21,25) y con los moabitas (Núm 22; cf, sin embargo, Dt 2,29), Israel pasa el Jordán bajo la guí­a de Josué (Jos 3).

3. LA RELECTURA SIMBí“LICA – La relectura realizada dentro de la tradición bí­blica ofrece este particular: no es nunca una simple visión retrospectiva. No se trata de glorificar o de llorar un pasado nacional. En la sucesión de los acontecimientos, el pueblo advierte las constantes de Dios y del hombre. Exodo-desierto-entrada en la tierra son una estructura de vida para todo creyente. Aquí­ hay un misterio de salvación válido para todos los sucesivos “hoy”: “Ojalá hoy oyerais su voz. No endurezcáis vuestro corazón como en Meribá, como el dí­a de Masá en el desierto, cuando me probaron vuestros padres, me tentaron aunque habí­an visto mis obras” (Sal 95,8s). El AT conoce incluso una especie de ritual del recuerdo. Todos los años, el 15 del mes séptimo, Israel debe adoptar las condiciones de vida del desierto: “Durante los siete dí­as habitaréis en tiendas… para que vuestros descendientes sepan que yo hice habitar en tiendas a los hijos de Israel cuando los saqué de la tierra de Egipto” (Lev 32,42s; cf Dt 16,13-17).

El principio de la relectura, válido ya en el AT, se impone aún más en el NT. Así­ el autor de la Carta a los Hebreos toma a su vez el Sal 95 y lo aplica al mensaje evangélico: “De nuevo, Dios fija un dí­a, un `hoy’… Esforcémonos, pues, por entrar en este reposo, para que nadie sucumba imitando este ejemplo de desobediencia” (Heb 4,7.11).

Calificamos la relectura de simbólica por dos motivos: 1) La mirada de la fe descubre en el acontecimiento pasado una validez de aplicación que rebasa sus lí­mites empí­ricos de tiempo y espacio: Egipto es figura de la esclavitud bajo el pecado; el desierto corresponde al itinerario espiritual de la conversión; la tierra prometida tiene como equivalente el estar con Cristo en el tiempo presente y en el mundo que vendrá. San Pablo expresa todo esto en los términos siguientes: “Quien (Dios) nos rescató del poder de las tinieblas y nos trasportó al reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención y remisión de los pecados” (Col 1,13s); 2) La relectura serefiere a acontecimientos cuya figura pertenece al mundo del sí­mbolo: hambre-sed-pan-agua-caminar, etc., son todos ellos términos que ofrecen niveles de significado superpuestos y correlativos: fí­sico, psí­quico y espiritual. Por ejemplo: hambre de pan, hambre de afecto, hambre de Dios. Cada término puede recordar o ser signo del otro. Cuanto más está arraigado el sí­mbolo en la experiencia genuinamente humana, tanto más se convierte en colectivo y universal. En este sentido, la Biblia habla al hombre de todos los tiempos y de todos los lugares.

Hemos de indicar ahora los diferentes esquemas según los cuales se ha realizado la relectura, sobre todo en el AT. En efecto, el tema del desierto se presta a dar vida a un grupo frondoso de significados, estructurados en forma de simples oposiciones. La relectura del NT quedará unificada en torno a los temas cristológicos.

4. LoS ESQUEMAS DE RELECTURA – Hoy las ciencias del lenguaje nos enseñan que, para individuar los valores de un término, es preciso ver a qué otros términos se contrapone habitualmente. Por lo que se refiere al desierto, comprobamos las antí­tesis siguientes: a) esterilidad / fertilidad: el desierto, tierra quemada, se opone a la tierra cultivada; b) incompletez/completez. Así­ como el mar, ateniéndonos a la cosmologí­a bí­blica, es lo que queda del abismo primordial después de la separación de las aguas (Gén 1), así­ el desierto es un residuo de la estepa desolada que existí­a antes de plantar el edén (Gén 2). El desierto, exactamente como el mar, es, pues, un sí­mbolo del caos en oposición al cosmos ordenado. Una variante del tema incompletez/completez es el binomio: indiferenciación inicial / transformación: el desierto es la imagen de los comienzos absolutos, del tiempo en que aún era todo posible. Visto bajo este aspecto, reviste un valor positivo y será imagen de la juventud, del noviazgo, etcétera; c) desposesión / posesión: el desierto es el lugar de las privaciones. ¿Cuál es la cualidad de los sentimientos que se manifiestan en la condición de desposesión: lamentos estériles o repliegues sobre uno mismo, o bien voluntad de conquista para llegar a una existencia mejor?; d) camino / meta: el desierto, a duras penas soportable, no invita a la permanencia, sino a buscar una mansión estable. A lo largo de este eje de significados se articulan los temas de guí­a, peligro, resistencia encontrada, etc.

5. APLICACIí“N DE LOS ESQUEMAS DE RELECTURA At. AT – a) Esterilidad/fertilidad. El Sal 104 muestra que toda vida proviene de Dios. Si éste retira su aliento, la vida recae en la nada (Sal 104,29). Pues bien, según Núm 20,5, el desierto es un lugar inhóspito, “que no admite semillas, que no tiene viñas, ni higueras, ni granados, y donde ni hay agua para beber”; un lugar, en suma, que no parece haber tenido parte en la bendición de Dios y que, por tanto, alberga a los poderes demoní­acos (Dt 8.15; cf Núm 21,4s; Is 30,6). Paradójicamente, en esta tierra quemada y árida es donde Dios se muestra más cerca al que le ama: “Tus vestidos no se gastaron sobre ti ni se hincharon tus pies durante esos cuarenta años. Reconoce, pues, en tu corazón que Yahvé, tu Dios, te corrige a la manera como un padre lo hace con su hijo” (Dt 8,4s; cf 29,4).

El desierto, naturalmente estéril, es a propósito para manifestar la potencia vivificadora de Dios. A este respecto, los hebreos percibieron la acción providente de Dios sobre todo en el maná, “el pan del cielo” (Sal 105,40). El maná habí­a que recogerlo cada mañana, exceptuando el sábado (Ex 16,20). Esta disposición intenta sugerir que el pueblo no posee autonomí­a alguna de vida frente a Dios. Su dependencia es entera y constante, y no se refiere, además, sólo a los bienes materiales: “No sólo de pan vive el hombre, sino de cuanto procede de la boca de Yahvé” (Dt 8,3).

b) Incompletez/completez. El pensamiento hebreo no razona en términos de ser y no ser, sino que opone más bien orden y desorden, caos y cosmos. Este modo de ver las cosas, menos filosófico que el pensamiento griego, concede, en compensación, mayor puesto a la historia. Entre el desorden inicial y el cumplimiento escatológico de lo creado hay lugar para una acción transformadora. En esta perspectiva presenta sobre todo el Deuteroisaí­as (Is 40-55) la redención como cumplimiento de la creación. Los grandes sí­mbolos del caos son el mar y el desierto. Yahvé libra una batalla simbólica contra estos elementos. Entre los restantes textos, ls 51,9-11 agrupa abismo primordial, mar y desierto: “¡Despierta, despierta; ví­stete de fuerza, brazo de Yahvé; despierta como antaño en los dí­as de las generaciones antiguas! ¿No eres tú el que hendió a Rahab y traspasó al Dragón? ¿No eres tú el que secó el mar, las aguas del gran abismo, el que trocó en camino las honduras del mar para que pasaran tus redimidos? Así­ volverán los liberados de Yahvé y vendrán a Sión entre gritos de júbilo” (Cf también ls 63,13s). Es un solo y mismo Dios el que dividió las aguas del abismo, del mar Rojo, y el que ahora traza un camino en el desierto (ls 43,19). Para expresar esta identidad, el profeta ha superpuesto las imágenes. El mar ha ocupado el puesto del caos y el desierto ha sustituido al mar. La equivalencia entre desierto y mar, en cuanto sí­mbolos del caos, explica también otra imagen del Deuteroisaí­as. Según ls 41,18s, Yahvé hará brotar en el desierto cuatro especies de agua (rí­os, fuentes, estanques, manantiales) y hará crecer siete tipos de árboles (cedros, acacias, mirtos, olivares, cipreses, olmos, terebintos). Los páramos estériles se transformarán en un paraí­so terrestre. Semejante oráculo no hay que tomarlo al pie de la letra, como si se tratara de la visión anticipada del estado futuro de una zona geográfica. El lenguaje es simbólico. La redención realiza la perfección que Dios ha planeado desde el principio (cf ls 45,18s).

En cambio, otras varias imágenes del libro de Isaí­as describen el juicio escatológico. Por ejemplo, ls 34-35. El dí­a de su venganza, Yahvé tirará sobre Edom “la cuerda del caos y la plomada del vací­o” (Is 34,11). Hienas, gatos salvajes y ví­boras “heredarán” el paí­s y en él “morarán” (Is 34,11.17). Yahvé les “repartirá” la tierra (Is 34,17). Los términos clave de la entrada de Israel en la tierra prometida son referidos a los animales que toman posesión de las ruinas (heredar: Lev 20,24; Núm 13,30; 21,24; Dt 1,8; 2,21.31, etc.; morar: Sal 37,29; 69,37; distribuir: Jos 14,5; Núm 26,53.56). El castigo es a un tiempo anticreación y antiéxodo.

Las relecturas de la tradición del desierto no son uniformes. Junto a una valoración pesimista, que ve en los cuarenta años de peregrinación una larga serie de rebeldí­as, existe una valoración completamente positiva: el tiempo del desierto corresponde al noviazgo de Israel con Yahvé. El éxodo es la edad de oro de la historia de la salvación: “Me he acordado de ti, del cariño de tu juventud, de tu amor de novia cuando me seguí­as por el desierto, por una tierra yerma” (Jer 2,2). Este modo de ver las cosas forma parte del esquema indiferenciación/transformación. La historia no es más que el desarrollo progresivo de inmensas posibilidades iniciales. Cuanto más avanza Israel, más se endurece, más se enfrí­a. Hay que relacionar con este esquema de relectura la teologí­a de Oseas de retorno al desierto.

Para Oseas, el retorno al desierto no significa condena de la cultura y del progreso. En realidad, el pueblo, al hacerse sedentario, se ha dejado arrastrar al sincretismo religioso. No tiene ya la energí­a espiritual necesaria para convertirse. Necesita una juventud nueva, capacidad de volver a comenzarlo todo. Tal es precisamente el sentido de la vuelta al desierto en este profeta. Un espí­ritu de fornicación tiene a Israel prisionero (5,4). Hay que quitarle al pecador la ocasión de pecar. Hay que lanzarlo a un nuevo éxodo, a una nueva historia de la salvación experimentada personalmente. Más que de un castigo, se trata de hacerle revivir la serie de los acontecimientos salví­ficos, a fin de devolverle su pureza inicial: “La atraeré y la guiaré al desierto, donde hablaré a su corazón… Allí­ me responderá de nuevo, como en los dí­as de su juventud, como en el dí­a en que salió de Egipto” (Os 2,16.17). Israel, una vez convertido, será nuevamente capaz de poseer su tierra sin ser poseí­do por ella.

e) Desposesión/posesión. Uno de los efectos que produce la desposesión es el de colocar al hombre frente a los propios deseos. ¿De qué naturaleza son las nostalgias que surgen en su corazón, cuando siente la privación? Israel, despojado de la comodidad, se inclina, por un lado, a cantar las alabanzas de la antigua prisión (Núm 11,5), y, por otro, a denigrar la tierra prometida, el don de Dios (Núm 13,32; 14,36). Ante la dificultad, el pueblo se siente tentado a caer en un abatimiento mortal (Núm 14,2) o, peor aún, a dar marcha atrás hacia Egipto (Núm 14,3). En efecto, la esperanza viene a faltar cuando no se alimenta ya de la fe. La fe pierde su propia audacia cuando el hombre no desea otra cosa que la satisfacción de las necesidades inmediatas. Pues bien, el desierto le enseña la jerarquí­a de los valores: “Te he humillado y te he hecho sentir hambre para alimentarte luego con el maná, desconocido de tus mayores, para que aprendieras que no sólo de pan vive el hombre, sino de cuanto procede de la boca de Yahvé” (Dt 8,3). Sólo Dios cuenta de veras; sin él todo el resto es nada. Dt 8-11 extiende este tipo de espiritualidad a todo el que vive en la abundancia. Para vivir ricos sin perderse es precisa una espiritualidad del desierto. Cuando Israel haya tomado posesión del paí­s y viva en un perfecto bienestar, habrá de conseguir no olvidarse de Dios, el cual es infinitamente más grande que sus dones: “Acuérdate de Yahvé, tu Dios; él es quien te ha dado esta fuerza y fe ha procurado este poder” (Dt 8,18). Cualquiera que sea el bienestar adquirido, la fe sigue apoyándose solamente en Dios.

d) Camino/meta. El último esquema que debemos examinar es el del camino como opuesto a la meta. Los temas que vienen aquí­ naturalmente a cuento son los de Dios como guí­a y pastor, y el de los obstáculos del camino.

Cuarenta años de peregrinación por el desierto han habituado a Israel a “caminar con Dios” (Miq 6,8). Caminar significa llevar continuamente consigo sin dejarlo atrás el objeto de la propia esperanza, creer que uno es conducido hacia un paí­s feliz (Dt 8,7-10) y que todos los caminos de Dios, por sinuosos que sean (Dt 2,Is), conducen a él.

Uno de los textos que trasladan más netamente el éxodo al plano espiritual es ls 58, que tiene como objeto el ayuno verdadero. El ayuno no consiste en atormentar el cuerpo, sino en hacer pedazos todo egoí­smo: en romper las cadenas, en soltar los lazos, en quebrantar los yugos, en distribuir el pan. A quien se ha liberado de sí­ mismo, Dios se le hace presente como la columna de la nube en el desierto: “Yahvé será tu guí­a siempre, en los desiertos saciará tu hambre… serás como un huerto regado, cual manantial de agua, de caudal inagotable” (Is 58,11). El hombre, al salir de sí­ mismo y colocarse bajo la guí­a de Dios, se hace capaz de construir la ciudad. Is 58,12 prosigue: “Reedificarás las viejas ruinas… Serás llamado ‘tapiador de brechas'”. Las etapas del éxodo, paso del desierto-tierra prometida, se trasladan al plano espiritual.

Las dificultades del camino (hambre, sed, enemigos) sirven para recordar que la salvación no se consigue permaneciendo pasivos, sino que entraña siempre un aspecto dinámico. La prueba profundiza la fe, al tiempo que revela más manifiestamente la gloria de Dios, “su grandeza, la fuerza de su brazo tenso” (Dt 11,2). Lo progresivo de la salvación y su carácter dinámico se revelarán de modo más neto aún en el NT. La Iglesia en camino hacia una salvación todaví­a futura es la Iglesia del desierto (Ap 12).

6. LA RELECTURA DEL NT – Según el AT, los acontecimientos escatológicos están ligados al desierto (Is 35,1ss; 40,1; 41,19; 51,3, etc.). El tiempo de la salvación se anuncia simbólicamente bajo la imagen de un remodelamiento de la creación entera. También Juan el Bautista sabe que debe ser una voz que grita en el desierto para preparar el camino al Señor y allanar sus senderos (Mt 3,3; Mc 1,3; Lc 3,4-6). A su vez, también Jesús se sabe vinculado al desierto; en realidad, no para permanecer allí­, sino para caracterizar así­ toda su actividad ulterior (Mt 4,1-11; Mc 1,12s; Le 4,1-13).

a) Jesús, tentado en el desierto. Jesús, tentado en el desierto, se coloca bajo el signo de las relecturas realizadas ya por el Deuteronomio: aa) “No sólo de pan vive el hombre, sino de cuanto procede de la boca de Yahvé” (Dt 8,3); bb) “No tentéis a Yahvé, vuestro Dios” (Dt 6,16); “teme a Yahvé, tu Dios, sí­rvele a él y jura en su nombre” (Dt 6,13). Lo absoluto de Dios, su santidad y su unicidad, tales son los tres principios que Jesús coloca en la base de su mesianismo. Jesús será al mismo tiempo Hijo del hombre y Siervo paciente. Gloria y cruz están indisolublemente unidas. Al triple pecado del pueblo del éxodo -deseo de satisfacción inmediata, poner a Dios a prueba, idolatrí­a- opone Jesús una triple renuncia: muerte de sí­ mismo, confianza, adoración. Siempre que durante su ministerio se retire a “un lugar desierto” (Mc 1,35.45; 6,46; Le 4,42; 5,16; 9,10), lo hace para dar a Dios solo la gloria de sus milagros y para renovar en profundidad la elección hecha de una vez por todas en el desierto. Jesús es el Hijo del hombre, y no puede ser un rey que alimenta y favorece los caprichos de un pueblo (Jn 6,15; 18,36).

b) Jesús, nuestro desierto. Los “signos” del cuarto evangelio tienen esto en común: están destinados todos a conseguir una profundización de significado. Así­, el agua, convertida en vino, significa el paso a una nueva alianza (Jn 2). Jesús es la vida verdadera (Jn 15), la luz del mundo (Jn 8,12), el pan bajado del cielo (Jn 6). En una perspectiva análoga de profundización, Juan emplea varias veces los temas del éxodo y los espiritualiza. Por lo demás, entre su evangelí­o y el Pentateuco existen anillos intermedios; por ejemplo, el Libro de la Sabidurí­a, compuesto unos cincuenta años antes de Cristo, en la diáspora hebrea de Alejandrí­a. Una lectura paralela del cuarto evangelio y de la Sabidurí­a resulta particularmente instructiva.

Según la Sabidurí­a, la acción providente de Dios se ha revelado en las grandes pruebas del desierto, que son la sed, el hambre, la oscuridad, la amenaza constante de la muerte. A decir verdad, estos distintos peligros no se consideran en absoluto bajo su aspecto de fenómenos naturales, sino como elementos constitutivos del drama del éxodo, y se los ve, por tanto, como una dimensión de la historia de la salvación. Se trate de una dependencia literaria o de la utilización de una tradición común, el cuarto evangelio toma punto por punto la materia elaborada por el Libro de la Sabidurí­a.

En su sed, los hebreos invocaron al Señor. “Les fue dada agua de una roca escarpada, y remedio de su sed de una dura piedra” (Sab 11,4). A través de este signo, Israel reconoció la mano del Señor (Sab 11,14). A esto corresponde en la tradición de Juan el signo de Caná. Jesús cambia el agua en vino. De ese modo “manifestó su gloria y creyeron en él sus discí­pulos” (Jn 2,1-11). Volvamos al Libro de la Sabidurí­a. En el desierto, el Señor dio a su pueblo “alimento de ángeles, un pan del cielo preparado sin fatiga” (Sab 16,20). En el evangelio de Juan, Jesús se llama “pan vivo bajado del cielo” (Jn 6,51). Sabidurí­a: la noche de la partida de Egipto el Señor asegura a los suyos la presencia de una columna resplandeciente que habrá de servirle de guí­a (Sab 18,1-3). San Juan: en el episodio del ciego de nacimiento, Jesús aparece como la “luz del mundo” (Jn 8,12; cf 9,9; 1,4; 12,36). Sabidurí­a: la serpiente de bronce es “signo de salvación universal” (Sab 16,6s). Su contrapartida en Jn 3,14 es el Hijo del hombre levantado (cf 12,32.34) en la cruz (Jn 19,37), causa de salvación eterna para todo hombre que cree. Si durante el éxodo la palabra de Dios salvó a Israel (Sab 16,12), de ahora en adelante Cristo mismo será “resurrección y vida” (Jn 11,25x). “Todo el que vive y cree en mí­ no morirá para siempre” (Jn 11,26). Para decirlo en pocas palabras, el ministerio de Jesús, la salvación que él trae, son imágenes del éxodo. El es en su misma persona el lugar de nuestro paso al Padre.

En 1 Cor 10,5s, san Pablo, a su vez, explicita ulteriormente la tipologí­a del éxodo. Paso del mar y maná son figuras del bautismo y de la eucaristí­a. Vivimos el tiempo de la Iglesia bajo el velo de los sacramentos (cf Ap 12). No basta recurrir a los sacramentos para ser salvados; todos los padres atravesaron el mar, todos estuvieron bajo la nube, todos bebieron la misma agua espiritual; pero la mayor parte de ellos no agradó a Dios y sus cuerpos yacen en el desierto (1 Cor 10,1-5). No es posible agradar al Señor y ceder a las tentaciones que sedujeron a los padres: concupiscencia, murmuraciones, desconfianza en Dios. En la continuación del capí­tulo, san Pablo desarrolla lo que podrí­a ser una auténtica espiritualidad del desierto: usar de manera correcta los sacramentos (1 Cor 10,14-22), hacer todas las cosas no para satisfacción propia, sino para la gloria de Dios (10,31), esforzarse en agradar a todos, no buscar el interés particular, sino el del mayor número posible de personas (10,33); en conclusión, sustituir la avidez y la concupiscencia por la voluntad de servir. En este nivel y en la prolongación del pensamiento paulino vemos identificarse la espiritualidad del desierto con el misterio pascual: morir a uno mismo a fin de vivir para el Señor; despojarse de todo para poseer el Todo, con la clara conciencia de que un plan por el estilo no procede de la voluntad humana, sino de la comunión con Cristo: “Ya no vivo yo, pues es Cristo el que vive en mí­” (Gál 2,20). En el NT Cristo adopta con toda evidencia el puesto del desierto: lugar donde Dios se hace presente (Jn 14,7), paso obligado para entrar en la gloria (14,6), alimento y fuerza durante el largo itinerario que lleva a la meta: Cristo, “camino, verdad y vida” (Jn 14,6).

7. CONCLUSIí“N – Nuestro estudio ha demostrado que la concepción bí­blica del desierto no es en absoluto ascética. El desierto no es la fuga de la tentación (allí­ se es más tentado que en ningún sitio). También la búsqueda de un rincón propicio al recogimiento es un aspecto marginal. Jesús se retira al desierto ante todo para sustraerse al mesianismo demagógico que las turbas, bajo la dirección de Satanás, intentan imponerle. Mientras que las muchedumbres y Satanás intentan hacer que Dios coincida con el querer del hombre, Jesús quiere que el desierto sea el sí­mbolo del espacio infinito que separa a Dios y al hombre pecador. Esta distancia sólo es superada a través del lento camino de la fe. El desierto, esencialmente transitorio, vivido como sí­mbolo o como realidad fí­sica, es una escuela de absoluto. Esto es lo que hoy puede legitimar el retirarse al desierto de algunos como signo e invitación dirigida a la comunidad eclesial entera. Esto es lo que impone a todos la espiritualidad del desierto como disponibilidad a dejarse conducir por el Espí­ritu, en solidaridad con el pueblo de los creyentes.

R. Lack
III. Espiritualidad del desierto
La luz que la palabra de Dios ha proyectado sobre la experiencia del desierto indica las pistas que se han de recorrer para que ésta responda al plan divino y sea saludable para los cristianos de nuestro tiempo.

1. DINíMICA DE LO PROVISIONAL – La primera evidencia que se desprende de la Biblia es que el desierto, como lugar geográfico y como postura de separación de la sociedad humana, no puede considerarse como una condición permanente. El desierto “no tiene nada que ver con una mí­stica de la fuga de los hombres… Considerando la historia de los creyentes, hay que inculcar con fuerza este aspecto provisional del desierto. Si ha habido errores y desviaciones en la interpretación del desierto bí­blico, están presentes y se han dejado sentir siempre que se ha querido hacer del desierto la situación definitiva y duradera del creyente. El creyente está destinado a la comunidad, a la Iglesia, a la sociedad de los hombres. Debe caminar durante algún tiempo por el desierto, a fin de prepararse a la misión, al contacto con los demás’. Para el pueblo elegido, el desierto representó siempre el “tiempo intermedio” entre la esclavitud y la tierra prometida; después de la infidelidad debe volver al desierto, no como ideal de vida (al estilo de los recabitas, que pretendí­an vivir como beduinos por reacción contra la civilización, considerada como un mal), sino como lugar de paso y de purificación, a fin de insertarse en una situación de justicia (cf Os 2,16-22). Para Abrahán, Moisés, Elí­as y para el mismo Jesús. la permanencia en el desierto se inserta plenamente en su misión; forma parte de un itinerario espiritual como momento fuerte de maduración de las propias opciones y de encuentro con Dios. Como todo tiempo intermedio, el desierto se caracteriza por una tendencia dinámica del pasado hacia el futuro, que no es una expectación pasiva, sino la construcción del término hacia el cual se tiende. Dejando a un lado las vocaciones especiales a la vida eremí­tica, “signo” de la dimensión escatológica de la Iglesia en camino hacia “nuevos cielos y nueva tierra” (2 Pe 3,13), el desierto es lugar de tránsito muy oportuno para quienes, inmersos en una actividad pastoral y social, desean orientar su propia vida según el plan de Dios y obrar auténticamente para la salvación de los hermanos. La oración solitaria se convierte para todo creyente -como para el Hermanito de Jesús-en “la consumación de su vocación apostólica, que supone la muerte a sí­ mismo y una gran disponibilidad interior a la caridad de Jesús, de modo que toda la vida esté dominada por la idea de la salvación de los hombres”. Nada, pues, hay más ajeno a la verdadera concepción del desierto que considerarlo como lugar de quietud y relax, de sustracción a los compromisos humanos y de suspensión de la solidaridad con el pueblo de Dios. El desierto no es una casa para habitar en ella, sino un espacio que se ha de atravesar para realizar con la mediación del ambiente geográfico una fuerte experiencia espiritual que haga más verdadera la relación con Dios y con los hermanos.

2. EL DESIERTO, ESCUELA DE ABSOLUTO – No hay que confundir el desierto con los retiros comunes, donde se dispone previamente de una serie de medios (conferencias, oraciones litúrgicas o comunitarias, coloquios espirituales…) para renovar o templar el espí­ritu. Como afirma R. Voillaume, “el desierto es más que un lugar de retiro, ya que por su extensión y por su aspereza tiene valores propios… Lleva en si el signo de la pobreza, de la austeridad, de la sencillez más absoluta; el signo de la total impotencia del hombre, que descubre su debilidad porque no puede subsistir en el desierto y se ve obligado a buscar su fuerza y su amparo en Dios solo… El desierto es una tentativa de avance desnudo, desasido de todo apoyo humano, en la carencia de todo sustento terrestre, incluso espiritual, para encontrar a Dios… Los dí­as en el desierto son un ensayo, una tentativa llena de confianza para pedir a Dios que venga a buscarnos, en nuestra impotencia, para llevarnos hasta él. Lo que es esencial en el desierto es el desasimiento total y la paciente y callada espera de Dios en la inactividad de nuestras potencias”.

El desierto lleva consigo una ruptura con el propio habitat; se deja el mundo normal de las relaciones sociales y de las comodidades para encontrarse solos en un ambiente elemental, donde se despiertan las necesidades esenciales y se deben abandonar las ficticias. Como Israel en el desierto, el cristiano está llamado a demostrar su fe en el único Señor, a depender sólo de él, a poner en él toda su seguridad. No sólo debe pacificar su espí­ritu apagando los deseos inútiles y acallando el lamento de la esclavitud, sino también elegir lo Absoluto, relativizar los otros valores y rechazar los í­dolos.

Por eso el desierto es un periodo de prueba y de tentación, durante el cual el cristiano de hoy debe intentar realizar definitivamente el paso de la jungla de la ciudad secular e industrial, es decir, del desierto construido por el hombre, donde tantas realidades son idolatradas, al desierto del encuentro con el Dios auténtico, a fin de desenmascarar a los demonios camuflados de dioses. Nuestro mundo está “lleno de aspirantes al papel de Dios. Todos quieren proponerse como criterio absoluto. El poder, la ley, el orden, el dinero, la propiedad, el mercado, la productividad, el consumo, la libertad, la ciencia, el partido, el Estado, la Iglesia, la ideologia, la Weltanschauung. Cualquier cosa, aunque sea buena, en la medida en que pretende trascender al hombre y establecerse por encima de él como tribunal inapelable… se corrompe en í­dolo, en dios mundano, en potencia mentirosa y a menudo homicida”.

Desocupado el corazón de í­dolos, se siente que sólo Dios cuenta; él es el Absoluto, el Señor de la vida, el dador de la salvación. Dios pone en situaciones difí­ciles, a fin de que se manifiesten las verdaderas intenciones del hombre y de que éste experimente su bondad paterna: “Acuérdate del camino que Yahvé te ha hecho andar durante cuarenta años a través del desierto, con el fin de humillarte, probarte y conocer los sentimientos de tu corazón… Luego, te alimentó con el maná… para que aprendieras que no sólo de pan vive el hombre, sino de cuanto procede de la boca de Yahvé… Reconoce, pues, en tu corazón que Yahvé, tu Dios, te corrige a la manera como un padre lo hace con su hijo” (Dt 8,2-5). En el desierto, Dios se convierte en Cristo en maná que nutre y en agua viva que quita la sed (Jn 6,48-51; 7,37); pero en él precisamente el Absoluto se manifiesta como amor que atrae a sí­ en una comunión í­ntima y con una alianza perpetua: “Pero he aquí­ que yo la atraeré y la guiaré al desierto, donde hablaré a su corazón… Entonces te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en la justicia y el derecho, en la benignidad y en el autor…” (Os 2,16.21). El desierto se convierte así­ en un tiempo de revelación de Dios y del hombre, de renovación de la alianza, de restauración de la justicia y de la santidad.

3. GUíA PARA UNA “JORNADA DE DESIERTO” – Los Hermanitos de Spello [supra I,2] proponen algunas orientaciones, fruto de la experiencia y, por lo mismo, sencillas y eficaces. que convendrá tener presentes para vivir concretamente la espiritualidad del desierto: “El que desee hacer una jornada de desierto debe hacerla con el espí­ritu de imitar a Jesús, el cual, de vez en cuando, se retiraba ‘a lugares desiertos’ a orar”.

“Luego no es tanto el deseo de reposo y de soledad lejos de los hombres y de su estrépito lo que empujaba a Jesús al desierto, sino más bien la sed de estar cara a cara con Dios, su Padre, en su función de adorador y de salvador. Este deseo de intimidad con Dios es el único que debe impulsarnos a buscar y a amar la soledad”.

“El deseo pone al hombre frente a sí­ mismo, inerme y privado de todas sus fuerzas, potencias y hábitos de sida, para enfrentarse con la presencia de Dios en el mayor despojamiento posible. En una jornada de desierto no se encuentra normalmente la presencia especial de la eucaristí­a y de las funciones litúrgicas. Por eso será preciso esforzarse en buscar la presencia de Dios ‘en nosotros’ y también en la naturaleza que nos rodea”.

“Cuando partes para una jornada de desierto, dite a ti mismo que Dios te llenará de su presencia en la medida en que tu debilidad respete la soledad y también en la medida de tu valor para perseverar en la oración. Si te faltaren estas disposiciones fundamentales de esperanza y de disponibilidad a los dones de Jesús, puedes estar bien seguro de que otros muchos espí­ritus malos vagarán en torno a ti en la soledad’. Basta leer la Sagrada Escritura para convencerse de este serio peligro”.

“Por lo demás, entre las pocas cosas que debes llevar contigo para una jornada de desierto cuida de no olvidar la Biblia, que contiene todos los ejemplos de quienes estuvieron enamorados del desierto: Moisés, Elí­as, Jonás, Juan Bautista, cada uno con su actitud espiritual propia. Verás que en todos estos ejemplos y, como culminación, mucho más en el ejemplo de Jesús en el desierto, el ayuno ocupa un lugar importante. No lo olvides. En una jornada de desierto, acaso este ayuno sea el único elemento positivo, una cosa conquistada, aunque todo lo demás te parezca a veces algo vago. Este ayuno en el desierto es el signo de que Dios es lo más grande…”.

“No vaciles, además, en servirte de otros signos concretos para fijar tu atención: fabricación de pequeñas cruces rústicas, coronas; coger flores para adornar la capilla del eremitorio… Estas pequeñas actividades son muy apropiadas, si van acompañadas de jaculatorias, como la de la famosa `oración de Jesús’ de los mí­sticos orientales: ‘Jesús, soy pecador, ten piedad de mí­’. Finalmente, recuerda que el desierto es siempre un lugar de tránsito y que hay siempre un retorno más fuerte y más sereno hacia los hombres, a los que no podrás olvidar ni siquiera durante tu desierto. La última nota, finalmente, es que este desierto transitorio postula otro: aquel en el que Jesús restituyó su alma al Padre”.

“Ojalá una jornada de desierto reavive en ti el deseo de morir mártir por él y con él, y… que esto llegue mañana, como escribí­a el hermano Carlos de Jesús unos dí­as antes de morir”. [Ejercicios espirituales VI, 2, a].

S. De Fiores
BIBL.,-AA. VV., Prier dans la ville, Cerf. Parí­s.-AA. VV., Nuevas experiencias de oración en la vida religiosa, en “Confer”, 73 (1977).-AA. VV., Espiritualidad del Exodo. Marova, Madrid 1969.-Barsotti, D, Espiritualidad del Exodo, Sí­gueme, Salamanca 1968.-Cámara, H, El desierto es fértil, Sí­gueme, Sala-manca 1972.-Carretto, C, Cartas del desierto, Paulinas, Madrid 1980″.-Carretto. C. El desierto en la ciudad, Ed. Católica, Madrid 1979.-Cazelles, H, En busca de Moisés, Verbo Divino, Estella 1981.-Hueck Doherty, C. de, Pustinia, Narcea, Madrid 1979.-Placa, A. JRiordan, B. P, Desert silence: a way of prayer for an unquiet age, Living Flame Press, Nueva York 1977.—Peiffer, C. J, Espiritualidad monástica, Monte Casino, Zamora 1976.-Serrano, V, Espiritualidad del desierto, Studium, Madrid 1968.

S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad

SUMARIO: I. Antiguo Testamento: 1. ¿Idealización del desierto? 2. Experiencia del éxodo: a) Geografí­a espiritual, b) Las aguas de Mará, c) El maná y las codornices, d) El agua de la roca; 3. Sentido del perí­odo del desierto; 4. Finitud y libertad. II. Nuevo Testamento: 1. Jesús tentado en el desierto; 2. El desierto-salvación.

La experiencia monástica desde la antigüedad, la literatura patrí­stica y luego, paulatinamente, una serie innumerable de escritos espirituales han cristalizado en un cliché teológico-espiritual relativo al “desierto”, bien en sentido real, bien en sentido metafórico, como “lugar” de encuentro con el absoluto, como escuela de ascesis y de oración. Los Hermanitos de Spello, por ejemplo, enseñan cómo pasar una “jornada en el desierto”. El “desierto” se ha convertido también en sinónimo de eremitismo o de retiro espiritual. Esta indicación basta para comprender toda la fuerza evocativa, para la espiritualidad cristiana, del tema del desierto. Pero ¿cómo nos presenta la Biblia la experiencia del desierto?
I. ANTIGUO TESTAMENTO. 1. ¿IDEALIZACIí“N DEL DESIERTO? El AT utiliza varios términos para hablar del desierto, es decir, el lugar contrapuesto a la tierra cultivada o rica en pastos, habitada por el hombre y transformada por su trabajo. El desierto es un “lugar” no humanizado. Sin embargo, los desiertos de los que habla la Biblia no estaban totalmente deshabitados, bien porque habí­a en ellos oasis o bien por las abundantes lluvias de otoño y de invierno, que hací­an crecer un poco de hierba y permití­an a los beduinos un poco de pasto. Por otra parte, en Palestina no hay grandes extensiones de arena. Para muchos textos bí­blicos, lo que está en primer plano es el desierto asociado al perí­odo del éxodo y de la entrada en la tierra de Canaán.

Lo que es caracterí­stico del lenguaje bí­blico del desierto es la asociación del desierto con el caos primordial. Efectivamente, en el desierto reina “la soledad rugiente de la desolación”(Deu 32:10), sí­mbolo del castigo de Dios que lo reduce todo a “una desolación, árida como el desierto” (Sof 3:2). El desierto es la morada de las fieras, de los búhos, de las avestruces y de los sátiros (Isa 13:21); lugar frecuentado por los perros salvajes, por las hienas y por el demonio de la noche, Lilit (Isa 34:14). El desierto es una región árida, esto es, sin vida (Lev 16:22; cf Isa 53:8; Eze 37:11), porque carece de agua, fuente de vida. Es un lugar terrible y espantoso, en donde sólo viven serpientes venenosas y escorpiones; lugar de sed y sin agua (Deu 8:15). El desierto es también en donde el Creador planta para el hombre el jardí­n de Edén, con abundancia de agua y de vida (Gén 2:814); la acción creadora divina es vista como una victoria sobre el desierto inhabitable, sobre el caos primordial.

De los pasajes citados no se saca ciertamente la impresión de que Israel idealizase el desierto. Al contrario, éste mantiene en el AT una connotación negativa. Sin embargo, en ese desierto interviene Dios con amor en favor de su pueblo (Deu 32:10; Jer 31:12; Ose 9:10) para vincularlo consigo, lo guí­a para que pase seguro a través de la prueba (Deu 8:15; Deu 29:4; Amó 2:10; Sal 136:16; etc.), lo lleva sobre sus espaldas lo mismo que un padre cargado con su hijo.

El desierto fue el perí­odo del enamoramiento: “Esto dice el Señor: Me he acordado de ti, en los tiempos de tu juventud, de tu amor de novia, cuando me seguí­as en el desierto, en una tierra sin cultivar” (Jer 2:2). Pero esto no significa que el desierto fuera el “tiempo ideal”, como si dijéramos: ¡Israel estaba afligido y Dios se enamoró de él! Lo que hace recordar con nostalgia ese “momento” no es tanto la belleza o el atractivo del desierto, sino más bien la experiencia del amor de Dios. Quizá la atribución a los profetas anteriores al destierro de una idealización del perí­odo del desierto dependa de una opción incorrecta y basada en prejuicios, según la cual los profetas se habrí­an opuesto a cualquier forma de culto y habrí­an deseado una “fe desnuda” (cf Amó 5:2127).

También /Oseas añora un retorno al desierto; pero para expresar el deseo de un nuevo comienzo de la historia de Israel, que se habí­a contaminado de los cultos cananeos (Ose 2:1419). Dice el Señor: “Pero yo la atraeré y la guiaré al desierto, donde hablaré a su corazón” (Ose 2:16). Para Amós, Oseas y Jeremí­as el desierto no es un ideal de vida nómada a la que aspiren contra la forma de vivir urbana o campesina. Ellos se distinguen con claridad de la secta de los recabitas (Jer 35). Por lo demás, la Biblia nunca muestra “pasión” alguna por el tipo de vida nómada en el desierto. Era Caí­n el que soñaba con el ideal nómada, e Ismael, Esaú, los amalecitas, los madianitas y los quenitas, poblaciones todas ellas no israelitas.

El desierto es un lugar de paso hacia la tierra prometida: “La guiaré al desierto, donde hablaré a su corazón. Luego le restituiré sus viñas; haré del valle de Acor una puerta de esperanza, y ella me responderá como en los dí­as de su juventud” (Ose 2:1617). El desierto no es la meta ni el ideal, sino el paso de la esclavitud a la libertad. “Exodo-desierto-tierra” designa una experiencia que el pueblo puede repetir en su historia: “Ha hallado gracia en el desierto el pueblo escapado de la espada (éxodo). Israel se dirige a su descanso (la tierra). De lejos el Señor se le ha aparecido. Con amor eterno te he amado, por eso te trato con lealtad. Te construiré de nuevo y serás reconstruida” (Jer 31:23). El esquema arquetí­pico éxododesiertotierra subyace a toda la predicación del DéuteroIsaí­as.

2. EXPERIENCIA DEL EXODO. Fijemos nuestra atención de manera especial en la experiencia del desierto tal como nos la presenta el libro del /Exodo.

a) Geografí­a espiritual. En Exo 15:22 se dice: “Moisés hizo partir a los israelitas del mar Rojo. Avanzaron hacia el desierto de Sur”. Luego, “la comunidad partió de Elim y llegaron al desierto de Sin” (Exo 16:1). Una tercera etapa: “La comunidad de los israelitas partió del desierto de Sin por etapas, según les ordenaba el Señor, y acamparon en Rafidí­n” (Exo 17:1). Finalmente, el pueblo de Israel llegó “al desierto de Sinaí­, donde acamparon. Israel acampó frente a la montaña” (Exo 19:2). Por Núm 10-13 sabemos que la marcha continúa desde el Sinaí­, a través de varias etapas, hasta el desierto de Farán. Luego el pueblo llega a Cades, un oasis en el desierto, donde murió Marí­a, la hermana de Moisés (Núm 20:1). Desde allí­ emprende de nuevo el camino hacia Canaán.

La geografí­a, en una primera lectura, parece clara y precisa; pero tras un examen más detenido resulta muy enigmática. ¿Qué trayecto siguió el grupo de Moisés después de la salida de Egipto? Es imposible responder con certeza, ya que el texto bí­blico actual refleja las diversas experiencias de diferentes grupos en diversos perí­odos. Por eso serí­a posible, partiendo de unos datos bastante vagos, intentar diversas reconstrucciones del itinerario realizado. Por otra parte, los textos no son de fácil interpretación y algunos lugares son desconocidos, imposibles de identificar.

Hay, sin embargo, una etapa muy importante y bien conocida: la estancia en el oasis de Cades, en una región semidesierta situada en los confines del Negueb; de allí­ partió el intento fallido de “conquistar” el paí­s de Canaán por el sur (Núm 1314).

Dada la oscuridad de las indicaciones geográficas y su difí­cil identificación, hay que decir que para los autores bí­blicos el perí­odo del desierto, más que un recuerdo preciso de hechos bien documentables, representaba una época ejemplar, un lugar simbólico. Allí­ Yhwh se reveló como salvador de las aguas mortales de Egipto (Exodo) y guió a su pueblo a las aguas de la vida nueva que él querí­a dar a Israel.

El desierto se convierte entonces en metáfora de la vida. Para los libros de Exodo, Números y Deuteronomio el desierto, más que una descripción detallada desde el punto de vista histórico-geográfico, es un cuadro de la existencia y de los problemas del pueblo de Israel. Detrás del sí­mbolo hubo ciertamente una serie variada y múltiple de experiencias de diversos grupos en diferentes perí­odos, que nosotros no podemos reconstuir con certeza y para la cual es inútil buscar soluciones. En los relatos sobre el desierto y sobre el Sinaí­, Israel intentó captar el misterio histórico de su propia existencia, es decir, el hecho de ser y la forma de seguir siendo el pueblo de Yhwh. Lo que es visto como algo permanente para el pueblo de Dios es narrado como acontecimiento singular y único.

b) Las aguas de Mará. Es el episodio que se narra en Exo 15:22-26. Mará significa “amarga”, del hebreo mar. En aquel lugar las aguas no eran potables por causa de su amargor. El pueblo “murmura”; invoca al Señor, que señala un madero capaz de endulzar las aguas.

Las aguas de aquel sitio eran “amargas”; el término “amargo” no evoca solamente un “mal sabor”, sino que sugiere la idea de unas aguas que pueden producir la enfermedad y la muerte. Intentemos comprenderlo bien. En aquel sitio tienen lugar dos hechos: a) Dios le da al pueblo una ley y un derecho (“Allí­ el Señor dio al pueblo leyes y estatutos”: v. 25a); b) Dios prueba la fidelidad del pueblo (“y lo sometió a prueba”: v. 25b). El versí­culo 26 aclara el nexo entre estos dos hechos: “Les dijo: `Si verdaderamente escuchas la voz del Señor, tu Dios, y haces lo que es recto a sus ojos, prestas oí­dos a sus mandatos y observas todos sus estatutos, no enviaré sobre ti ninguna de las plagas con que castigué a los egipcios, porque yo soy el Señor, tu salvador’ “. Si Israel se esfuerza por cumplir la ley dada por Dios, se curará. Porque Dios envió enfermedades a los egipcios, pero quiere ser un médico para su pueblo.

Se da, por tanto, una conexión entre el don de la ley y el don del agua dulce: si Israel observa la ley divina, su vida no se verá amenazada por aguas venenosas y mortales, sino que saciará su sed con agua dulce. Se presenta a Yhwh como el médico de Israel, su pueblo, no en el sentido de que lo libere solamente de enfermedades “espirituales”, sino en el sentido concreto de sanar de las enfermedades y de dar la salud fí­sica. Leamos Exo 23:25-26 : “Si serví­s al Señor, vuestro Dios, él bendecirá tu pan y tu agua; y yo alejaré de ti toda enfermedad. En tu tierra no habrá mujer que aborte, ni mujer estéril; colmaré el número de tus dí­as”. La salud es uno de los bienes concedidos por la bendición divina. Hay que advertir que aquí­ no se trata de la salud en sentido metafórico ni de la salud del individuo, sino de la salud de la comunidad israelita, a la que van dirigidas las prescripciones de Ex 20-23. Si la sociedad israelita es obediente a las normas dadas por Yhwh, será una sociedad sana, en contraste con las sociedades corrompidas y enfermas de este mundo.

El libro del Deuteronomio expresa muy bien esta acción médica divina para con la sociedad israelita, siempre que se construya sobre la base de sus leyes: “Por haber escuchado estos mandamientos, haberlos guardado y puesto en práctica, el Señor, tu Dios, mantendrá contigo la alianza y la misericordia que juró a tus padres. Te amará, te bendecirá, te multiplicará: bendecirá el fruto de tus entrañas y el fruto de tu suelo, tu trigo, tu mosto, tu aceite, las crí­as de tus vacas y las de tus ovejas, en favor tuyo. Serás bendecido sobre todos los pueblos. No habrá en ti ni en tus ganados macho ni hembra estéril. El Señor alejará de ti toda enfermedad y no te enviará ninguna de las malignas plagas de Egipto, que tú bien conoces, sino que las descargará sobre tus enemigos” (Deu 7:12-15).

La condición para recibir la bendición es escuchar la voz de Yhwh. Si una sociedad como la que quiere Yhwh escucha su voz y la pone en práctica, entonces Yhwh la “cura” y le da la salud.

En el desierto Israel se ve sometido a la prueba; un peligro mortal cae sobre él. ¿Será capaz de confiar en Dios escuchando y guardando su palabra? El pueblo “murmuró” y gritó al Señor. La “murmuración” no es un indicio de rebeldí­a, sino que tiene aquí­ un sentido positivo. Se trata de una protesta legí­tima, de un lamento contra una situación insostenible y “amarga”. Este episodio es un ejemplo de cómo Dios escucha el grito de su pueblo, que viene “de lo profundo”, esto es, del “desierto”. El camino hacia la salvación, hacia la libertad y hacia el gozo pasa a través de la prueba del desierto, del peligro de muerte. Pero la salvación viene de la atención a Dios y de la observancia de su propuesta de vida.

c) El maná y las codornices. En el desierto el pueblo sacia su hambre con el maná y con las codornices. Se trata de dos fenómenos naturales de la pení­nsula del Sinaí­, pero que tienen lugar en regiones diferentes. El maná del Sinaí­ es la secreción de dos insectos que viven en los tamariscos, que se encuentran casi por todas partes en la pení­nsula del Sinaí­; pero los insectos productores del maná viven solamente en el Sinaí­ central. Las codornices emigran en otoño desde Europa hacia el Sinaí­; después de atravesar el mar Mediterráneo están tan exhaustas que se caen a tierra y pueden capturarse fácilmente. El fenómeno de las codornices interesa a la zona de la costa noroeste de la pení­nsula del Sinaí­. Se trata de dos fenómenos que experimentaron en su viaje a través del desierto algunos grupos que más tarde concluyeron formando el pueblo de Israel. En el relato bí­blico que hoy poseemos esos grupos tienen una significación simbólica de todo Israel.

Vuelve a aparecer también aquí­ el tema de la “murmuración”, siempre con un sentido positivo. Efectivamente, se dice: “Por la mañana veréis la gloria del Señor, porque él ha oí­do vuestras murmuraciones contra el Señor” (Exo 16:7). El pueblo se encuentra angustiado en medio de una grave dificultad y se queja ante Moisés: “Nos habéis traí­do a este desierto para hacer morir de hambre a toda esta muchedumbre” (Exo 16:3). Una vez más se trata de una prueba “a fin de probar (al pueblo) si camina según mi ley o no” (Exo 16:4). Dios les concede el maná; pero algunos del pueblo, en contra de la orden divina, van a recogerlo incluso en dí­a de sábado, y merecen por ello el reproche de Yhwh: “¿Hasta cuándo os resistiréis a observar mis mandatos y mis leyes?” (Exo 16:28). Dios da la seguridad de obtener el pan de cada dí­a; pero no hay que buscar una seguridad para el mañana: dí­a tras dí­a el pueblo encuentra el maná y no tiene que angustiarse por el mañana. Además, Israel tiene que observar las leyes divinas, en primer lugar la del sábado, que nos enseña a reconocer que el pan cotidiano es un don de Dios.

Dios quiere una sociedad no angustiada y que no busque el pan con apasionamiento. Leemos en Sal 78:18-20 : “Provocaron a Dios en su interior pidiéndole manjares a su antojo; hablaron contra él y se dijeron: `¿No será Dios capaz de aderezar una mesa en el desierto? El partió la roca, saltaron las aguas y brotaron los torrentes; ¿no podrá proporcionarle el pan y procurar carne a su pueblo?”‘ El salmo interpreta los hechos del éxodo desde el punto de vista del pueblo, y no de Dios. Israel no ha tenido confianza en su Dios, no se ha fiado de su poderosa providencia. Por el contrario, deberí­a haberse dirigido confiadamente a Dios, lo mismo que los cristianos: “Danos hoy nuestro pan de cada dí­a”.

d) El agua de la roca. Otro episodio de la vida del desierto se nos narra en Exo 17:17. El pueblo estaba “sediento” (v. 3). Pero no encontraba agua para beber (v. 1). Entonces vuelve a protestar contra / Moisés diciendo: “¿Por qué nos has sacado de Egipto para hacernos morir a nosotros, a nuestros hijos y nuestros ganados?” (v. 3). La protesta del pueblo es perfectamente legí­tima, puesto que no es más que un grito dirigido a Dios para que le ayude. Efectivamente, el pueblo tiene confianza en que Yhwh le ayudará, mientras que Moisés intenta descalificar la protesta del pueblo sosteniendo que sus murmuraciones son una tentación a Dios: “¿Por qué os querelláis conmigo? ¿Por qué tentáis al Señor?” ¡ Moisés interpreta las crí­ticas que se hacen contra su ministerio como si fueran crí­ticas dirigidas contra Dios mismo!
¿Cuál es la respuesta de Dios? El no se preocupa de las crí­ticas dirigidas contra Moisés, sino que se declara más bien en favor de su pueblo. En efecto, Dios le encarga a Moisés que dé al pueblo lo que exige con toda justicia. No se advierte la preocupación por defender un cargo, el de Moisés, sino la de proveer a las necesidades del pueblo en su camino hacia la libertad. Y en Masá y Meribá Dios se revela como el salvador del pueblo sediento.

Se trata de un rib, es decir, de un proceso entablado entre la base (el pueblo) y la jerarquí­a (Moisés). El nombre de Meribá se deriva precisamente de ese término hebreo. Allí­ el pueblo israelita reclamó sus derechos frente a Moisés, que tuvo que asumir la responsabilidad de proveer a las necesidades de su pueblo en el desierto.

El versí­culo de E. 17,7 parece ser un añadido hecho por el redactor final del t Pentateuco, tomado del relato paralelo de Núm 20:113. El relato de Núm 20 pone el acento en los pecados de Moisés y de Aarón; es decir, encierra una fuerte crí­tica contra los responsables de la comunidad, que llegan incluso a dudar de sí­ mismos y de Dios: “¿Podremos nosotros hacer brotar agua de esta roca?” (Núm 20:10). En Exo 17:7 se busca un equilibrio con lo que se dijo en Núm 20, atribuyendo una parte de culpa al pueblo, que es entonces el que duda: “Y dio a aquel lugar el nombre de `Masá’ y `Meribá’ -prueba y querella- por la querella de los israelitas y porque pusieron a prueba al Señor diciendo: `¿Está el Señor en medio de nosotros o no?”‘ Al obrar así­, el redactor final del Pentateuco intenta decirnos que tanto los dirigentes como el pueblo pecaron contra Yhwh, pero igualmente que Dios intervino para dar agua a su pueblo.

Según Exo 17:1, el episodio tuvo lugar en Rafidí­n, la última etapa antes de llegar al Sinaí­, en donde Dios dio a su pueblo la ley (en hebreo tórah). Pero en el versí­culo 6 la roca sobre la que Moisés tuvo que golpear para hacer que saliera agua es el Horeb, un nombre que se le da al monte Sinaí­. Así­ pues, en donde se le dio la tórah es donde el pueblo recibe también el don del agua vivificante.

La asociación entre el don del /agua y el don de la tórah es significativa. Recordando Deu 8:23 nos preguntamos: ¿de qué vive el hombre? La respuesta es bien sabida: el hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios, es decir, de la tórah. El hombre tiene necesidad de las dos cosas: del pan y de la palabra de Dios.

¡Pero no toda sed puede verse saciada por la tórah! La verdad es que Dios da el agua junto con la tórah en el monte Horeb. Por consiguiente, tampoco nosotros podemos ofrecer al mundo la tórah en lugar del agua o el agua en lugar de la tórah; hemos de dar las dos juntamente. La tórah no puede ser un sustitutivo del agua ni el agua un sustitutivo de la tórah. En efecto, los hombres tienen necesidad tanto del pan material como del pan y del agua de la “palabra”. La libertad puede existir de verdad y auténticamente sólo en donde los hombres tienen el pan o el agua de la palabra de Dios. Sin el pan o el agua y sin la tórah, la existencia humana es solamente desierto árido y espantoso.

3. SENTIDO DEL PERIODO DEL DESIERTO. Una interpretación global del perí­odo del desierto es la que nos ofrece Deu 8:26 : “Acuérdate del camino que el Señor te ha hecho andar durante cuarenta años a través del desierto con el fin de humillarte, probarte y conocer los sentimientos de tu corazón y ver si guardabas o no sus mandamientos. Te ha humillado y te ha hecho sentir hambre para alimentarte luego con el maná, desconocido de tus mayores; para que aprendieras que no sólo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca del Señor. No se gastaron tus vestidos ni se hincharon tus pies durante esos cuarenta años. Reconoce en tu corazón que el Señor, tu Dios, te corrige como un padre hace con su hijo. Guarda los mandamientos del Señor, tu Dios; sigue sus caminos y respétale”.

En este pasaje se nos da una interpretación teológica de la experiencia del desierto. Dios es un educador. A través de las pruebas del desierto, Israel tiene que aprender cuál es el comportamiento debido con su Dios. La mirada hacia atrás, hacia la época del desierto, tiene que hacer comprender igualmente a los interlocutores del libro del Deuteronomio del siglo vi a.C. que también su situación presente es un “desierto”, es decir, una prueba en la que Israel tiene que demostrar si verdaderamente ve a Yhwh como a aquel de quien recibe todo bien y si está dispuesto a guardar sus mandamientos. El “bienestar” no es una empresa o una conquista de Israel ni una cosa lógica y que vaya por sí­ misma. Sigue siendo un “milagro” de Yhwh, incluso en la tierra prometida. En otras palabras: Israel tiene que aprender la lección del desierto: solamente una sociedad que escucha la palabra de Yhwh y la pone en práctica es una sociedad sana y viva. Una sociedad que intenta construirse sin referencia alguna a Dios, con solas sus fuerzas, es una sociedad enferma, que va al encuentro de mil corrupciones y enfermedades, es decir, que no sale del desierto.

El desierto es una prueba para saber si Israel cree de verdad en Dios: “El Señor, vuestro Dios, quiere probaros para ver si realmente le amáis con todo vuestro corazón y con toda vuestra alma” (Deu 13:4).

4. FINITUD Y LIBERTAD. El desierto es un lugar árido y estéril. Según Núm 20:5 el desierto es un “lugar maldito, un lugar en el que no se puede sembrar nada; que no tiene viñas, ni higueras, ni granados y donde ni siquiera hay agua para beber”. El desierto es el lugar en que la actividad humana no puede producir; es el sí­mbolo de la esterilidad y de la muerte. Por consiguiente, es el sí­mbolo de la finitud y de las limitaciones humanas; pero al mismo tiempo es el lugar de la fuerza vivificadora de Dios, que da el agua y el maná juntamente con su palabra. En el desierto Israel aprendió que no es posible una existencia humana si no se deja alimentar por Dios. Por eso el desierto es la prueba de la fe.

Pero en el desierto Israel tiene también la oportunidad de aprender a caminar con su Dios hacia la libertad. Egipto era una sociedad que hací­a esclavos, aun cuando diera la posibilidad de saciar todos los dí­as el hambre sin necesidad de preocuparse por el mañana. Era además una sociedad enferma, llena de “llagas”, es decir, corrompida y corruptora, que en definitiva conduce a la muerte (cf la muerte de los primogénitos).

Los israelitas añoran a veces aquel pasado, porque “¡se estaba mejor cuando se estaba peor!”. Por eso mismo le decí­an a Moisés: “¡Ojalá hubiéramos muerto por mano del Señor en Egipto, cuando nos sentábamos junto a las ollas de carne y comí­amos pan hasta saciarnos!” (Exo 16:3).

Yhwh liberó a su pueblo de la esclavitud de Egipto, es decir, de una sociedad y de una cultura que esclavizaba y explotaba a los hombres sin darles la salvación. Egipto era realmente una sociedad enferma, que llaga tras llaga no sabí­a otra cosa más que producir la muerte. En el desierto Yhwh reúne a su pueblo, le da el pan que necesita y una ordenación social (la tórah), porque quiere hacer que nazca una nueva sociedad que obedezca a la voz de Dios y que por eso esté sana y viva. Yhwh es el médico de Israel.

El ideal al que quiere conducir la prueba del desierto es la libertad. Pero la libertad tiene que “conquistarse” a través de la prueba, del riesgo y del sufrimiento. Más aún; la libertad es un don de Dios, que no puede convertirse en realidad humana más que a través de la responsabilidad y de la disponibilidad de los hombres. Israel tiene que saber además que no ha entrado nunca de forma definitiva en la tierra prometida, ya que su vida sigue estando “en el desierto”, es decir, es una vida limitada y puesta a prueba.

II. NUEVO TESTAMENTO. En tiempos del NT los esenios de Qumrán habí­an situado el centro de su comunidad en el desierto. Para los esenios el desierto no era tampoco la morada ideal, definitiva, sino solamente un medio, una especie de “rito de paso”. Tampoco /Juan Bautista, que probablemente mantuvo ciertos contactos con Qumrán, propuso una mí­stica del desierto; lo que él hace no es invitar a retirarse al desierto, sino enviar a cada uno de nuevo a su trabajo después del rito del bautismo y de la conversión de sus pecados (Luc 3:10-14).

1. JESÚS TENTADO EN EL DESIERTO. Jesús fue impulsado por el Espí­ritu al desierto para ser tentado (Mat 4:1-11 y par). La tentación es superada mediante la entrega de sí­ mismo a Dios y a su palabra (cf las citas de Deu 8:3; Deu 6:16; Deu 6:13). Lo mismo que para Israel, también para Jesús el desierto es el lugar de la prueba. La fidelidad de Jesús en la prueba transforma además el desierto en un lugar paradisí­aco: “Viví­a entre las bestias salvajes, pero los ángeles le serví­an” (Mar 1:13).

Varias veces, durante su vida pública, Jesús se retiró a “un lugar desierto” para rezar o para huir del fanatismo mesiánico de la gente (cf Mat 14:13; Mar 1:35.45; Mar 6:31; Luc 4:42). Pero en estos pasajes no se trata ya del propio y verdadero “desierto”. Jesús se refugia en algún lugar solitario.

En los evangelios no vuelve ya a aparecer el tema del desierto. Con Jesús ha venido ya la hora de la salvación definitiva; ya no hay escasez de agua, ni de comida, ni de luz, ni de paz, ni de prosperidad. Jesús da el agua viva; él es el pan del cielo, él es la luz del mundo, él es nuestra paz, él es el camino, la verdad y la vida. ¡El desierto ha dejado de existir! Jesús multiplica los panes “en un lugar desierto” (Mat 14:13-21 y par): de esta manera transforma el desierto en un lugar de prosperidad y de abundancia. Lo que aconteció a Israel durante su permanencia en el desierto “les sucedió para que escarmentaran, y fue escrito como aviso para nosotros, que vivimos en los tiempos definitivos” (1Co 10:11). Jesucristo es nuestro éxodo, nuestro “desierto”, nuestra tierra prometida. Para el cristiano, la “espiritualidad del desierto” no puede significar más que búsqueda de Jesucristo como “camino, verdad, vida” (Jua 14:6), para atravesar el “terrible desierto” que es el mundo y llegar a la tierra prometida de la vida eterna.

2. EL DESIERTO-SALVACIí“N. En Heb 3:8-11 el desierto sigue siendo el lugar de la desobediencia y de la rebelión contra Dios. Mas el NT fue poco a poco realizando cierta idealización y simbolización del desierto como lugar de gracia, de prodigios y de milagros (Heb 7:36), de asistencia de Dios (Heb 13:18), de revelación de las palabras de vida (Heb 7:38), de presencia de Dios en medio de su pueblo (Heb 7:44). Pero en realidad es la salvación de Dios -no el desierto como tal- lo que se exalta.

El judaí­smo desarrolló igualmente la convicción de que el mesí­as se aparecerí­a en el desierto. Así­ pensaba aquel egipcio que condujo al desierto a cuatro mil guerrilleros (Heb 21:38). Así­ se explica la advertencia de Mat 24:26 : “Si os dicen que está en el desierto, no salgáis”.

Parece también estar presente en l Apo 12:6 una visión del desierto como lugar de refugio ante la espera de la llegada del mesí­as: “Y la mujer (la Iglesia) huyó al desierto, donde tiene un lugar preparado por Dios, para ser alimentada allí­”. Lo mismo ocurre en Apo 12:14 : “Pero dieron a la mujer dos alas de águila real para volar al desierto, el lugar donde es alimentada por un tiempo, dos tiempos y medio tiempo lejos de la vista de la serpiente (Satanás)”. En este texto, volar al desierto no significa otra cosa más que refugiarse en Dios, bajo su protección.

BIBL.: COATS G.W., Rebellion of Israel in the Wilderness, Nashville 1968; LACK R., Desierto, en Nuevo Diccionario de Espiritualidad (a cargo de S. de Fiores y T. Goffi), Ed. Paulinas, Madrid 19893, 339345; STOCK A., The Way in the Wilderness: Exodus, Wilderness and the Moses Themes in the OT and New, Nueva York 1969; TALMON S., midbar, en Theologisches Wdrterbuch zum Alten Testament IV, Stuttgard 1983, 660695; TESTA E., II deserto come ideale, en “Liber Annuus Franc.” 7 (1956) 552; THOMAS Ch., LEON DUFOUR X., Desierto, en Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Barcelona 1980, 226-229.

A. Bonora

P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, San Pablo, Madrid 1990

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica

El término hebreo para desierto (midh·bár) en general se refiere a una tierra poco poblada, sin cultivar. (Jer 2:2.) Puede incluir dehesas (Sl 65:12; Jer 23:10; Ex 3:1), cisternas (2Cr 26:10), casas y hasta algunas ciudades (1Re 2:34; Jos 15:61, 62; Isa 42:11.) Aunque a menudo designa simplemente tierras de matorrales y estepas de hierba, también puede aplicar a las regiones sin agua a las que puede considerarse verdaderos desiertos. Para designar estas zonas de forma más especí­fica, se utilizan otros términos hebreos, y a menudo se hace un paralelo poético entre estos y midh·bár. (Sl 78:40; Jer 50:12.)
La palabra yeschi·móhn denota un yermo natural o un desierto. (Sl 68:7; Isa 43:19, 20.) Al parecer es un término que indica mayor aridez que midh·bár, como en la expresión †œdesierto árido, vací­o y aullador [yeschi·món]†. (Dt 32:10.) Cuando se utiliza con el artí­culo definido, se refiere a zonas desérticas especí­ficas. (Nú 21:20; 1Sa 23:19, 24; véase JESIMí“N.)
Por otra parte, la palabra `ara·váh se emplea con referencia a zonas áridas y estériles, como las del †œotro lado del Jordán desde Jericó† (Nú 22:1), llanuras desérticas que pudieran ser el resultado bien de una deforestación y falta de conservación y cultivo apropiados, bien de sequí­as prolongadas, condiciones que convertirí­an el terreno productivo en yermos infructí­feros. (Isa 33:9; Jer 51:43.) Acompañada del artí­culo definido, la palabra hebrea también denota una parte especí­fica de la Tierra Prometida. (Véanse ARABí; ARABí, VALLE TORRENCIAL DEL.) Otro término, tsi·yáh, designa cualquier †œregión árida† y se utiliza en paralelo con las palabras mencionadas con anterioridad. (Sl 107:35; Isa. 35:1.)
En la Biblia no eran frecuentes las regiones que, aun pudiendo ser consideradas desérticas, fuesen comparables al desierto sahariano, con sus grandes extensiones de dunas movedizas. Por lo general, eran llanuras áridas o semiáridas casi sin árboles, mesetas rocosas o valles secos y desolados encerrados entre altas montañas y picos pelados. (Job 30:3-7; Jer 17:6; Eze 19:13.)
Dios guió a la nación de Israel en su éxodo de Egipto al desierto situado junto al mar Rojo, y Faraón pensó que se hallaban desorientados. (Ex 13:18-20; 14:1-3.) Al otro lado del mar Rojo, Israel pasó durante el resto de los cuarenta años de un desierto a otro, entre los que estuvieron los de Sur, Sin, Sinaí­, Parán y Zin (Ex 15:22; 16:1; 19:1; Nú 10:12; 20:1), acampando a veces en oasis, como en Elim, con sus doce manantiales de agua y setenta palmeras (Ex 15:27), y en Qadés. (Nú 13:26; Dt 2:14; MAPA, vol. 1, pág. 541.)
La Tierra Prometida, que formaba parte de la llamada Media Luna Fértil, se extendí­a como un brazo de tierra bien cultivada, limitada al O. por el mar Mediterráneo, y al E. y al S., por vastas regiones desérticas: el desierto siroarábigo y la pení­nsula del Sinaí­, respectivamente. (Ex 23:31.) Dentro de los lí­mites del paí­s habí­a desiertos más pequeños, como, por ejemplo, el de Dotán, justo al S. del valle de Jezreel, donde los hermanos de José lo echaron en la cisterna (Gé 37:17, 22); el desierto de Judá, con ciertas secciones alrededor de las ciudades de Zif, Maón y En–guedí­, desiertos en los que David se escondió de Saúl (Jue 1:16; 1Sa 23:14, 24; 24:1), y regiones desérticas al lado oriental del Jordán, que confluí­an con el desierto siroarábigo. (Nú 21:13; Dt 1:1; 4:43.) Gran parte de la gran hendidura (llamada actualmente El Ghor), por la que fluye el rí­o Jordán, es básicamente tierra desértica.
Aunque muchas de las regiones desérticas mencionadas en la Biblia son hoy zonas áridas completamente yermas, hay indicios de que algunas no fueron siempre así­. En su obra The Geography of the Bible (1957, pág. 91), Denis Baly dice que †œdesde tiempos bí­blicos, el tipo de flora y su distribución debe haber sufrido muchos y grandes cambios†. El equilibrio ecológico original, que permití­a que el suelo, el clima y la vegetación conformasen un ambiente estable en el que habí­a muy poca erosión, se vio roto por la tala de bosques que nunca se replantaron. Con la desaparición del arbolado, el suelo quedó desprovisto de sombra y de un sistema de raí­ces que lo sujetara, y se vió expuesto a la acción destructora del calor abrasador del verano y al azote de las lluvias invernales: el sol coció la tierra, el viento la arrastró, los cambios extremados de temperatura la cuartearon y la lluvia se llevó la capa fértil. Según investigaciones arqueológicas, muchas zonas hoy desertizadas por completo eran antes †œdehesas, praderas y oasis en los que habí­a manantiales y donde las lluvias ocasionales y buenas medidas para la conservación del agua hicieron posible el asentamiento de pequeñas ciudades y el abastecimiento de importantes rutas comerciales†. (The Interpreter†™s Dictionary of the Bible, edición de G. A. Buttrick, 1962, vol. 1, pág. 828.) Aún hoy, muchas de esas zonas desérticas se cubren en la primavera de un espeso manto de pastos, que hacia el fin del verano se agosta y se abrasa debido al calor y la sequí­a.

Condiciones imperantes en el desierto sinaí­tico. Aunque es muy probable que en tiempos antiguos las condiciones de algunas zonas desérticas fuesen más benignas que en la actualidad, Moisés dijo que la travesí­a del pueblo de Israel por el Sinaí­ fue por un †œdesierto grande e inspirador de temor, con serpientes venenosas y escorpiones y con suelo sediento que no tiene agua† (Dt 1:19; 8:15; GRABADOS, vol. 1, pág. 542); era †œtierra de fiebres† (Os 13:5), tierra de hoyo y sombra profunda. (Jer 2:6.) Las regiones más áridas o bien estaban deshabitadas (Job 38:26) o habitadas por gentes que residí­an en tiendas y por grupos nómadas que deambulaban por ellas. (1Cr 5:9, 10; Jer 3:2.) Eran tierras de zarzales, abrojos, lotos espinosos y matorrales de acacias espinosas. (Gé 21:14, 15; Ex 3:1, 2; Jue 8:7; Ex 25:10; Job 40:21, 22.)
Los viajeros fatigados que atravesaban las sendas trilladas (Jer 12:12) podí­an buscar sombra bajo las ramas largas y delgadas de una retama (1Re 19:4, 5), o bajo un enebro de apariencia sombrí­a (Jer 48:6), o junto al tronco torcido de un tamarisco, con su follaje de aspecto plumoso formado por pequeñas hojas perennes. (Gé 21:33.) Las águilas y otras aves de rapiña revoloteaban a gran altura en los cielos sin nubes (Dt 32:10, 11), mientras que las †˜ví­boras cornudas†™ y las †˜culebras veloces†™ se deslizaban sobre las rocas y debajo de los matorrales, las lagartijas se escabullí­an y los grandes varanos se moví­an pesadamente sobre sus patas cortas y fuertes. (Le 11:30; Sl 140:3; Isa 34:15.) Las cabras monteses aparecí­an sobre los peñascos rocosos (1Sa 24:2), los asnos salvajes, las cebras, los camellos y los avestruces buscaban alimento entre la escasa vegetación y hasta se podí­an ver pelí­canos y puercoespines. (Job 24:5; 39:5, 6; Jer 2:24; Lam 4:3; Sof 2:13, 14.) Por la noche, el aullido de los chacales y los lobos se aunaba al ululato de los búhos o al grito ruidoso de los chotacabras, lo que aumentaba aún más la sensación de soledad y desamparo. (Isa 34:11-15; Jer 5:6.) Los que pasaban la noche en una región desértica por lo general se sentí­an poco seguros. (Compárese con Eze 34:25.)
A excepción de algunos oasis, la pení­nsula del Sinaí­ es en su mayor parte un desierto de arena, guijarros y rocas. La vegetación que crece en los uadis es exigua. En la antigüedad el porcentaje de precipitación debió ser mayor y la vegetación, más abundante. Aun así­, los israelitas —quizás unos tres millones— no hubiesen podido sobrevivir en estas áridas regiones sin la protección de Dios, por lo que Moisés les dijo en las llanuras de Moab: †œCuí­date de que no vayas a olvidar a Jehová tu Dios […] que te sacó de la tierra de Egipto, de la casa de esclavos; que te hizo andar por el desierto grande e inspirador de temor, con serpientes venenosas y escorpiones y con suelo sediento que no tiene agua; que hizo salir para ti agua de la roca pedernalina; que te alimentó con maná en el desierto, el cual no habí­an conocido tus padres, a fin de humillarte y a fin de ponerte a prueba para hacerte bien en tus dí­as posteriores†. (Dt 8:11-16.)

El desierto en las Escrituras Griegas Cristianas. Aquí­ el término griego é·re·mos corresponde de manera general con la palabra midh·bár. (Lu 15:4.) Se refiere al marco desértico de la predicación de Juan el Bautista (Mt 3:1) y los lugares solitarios adonde era impelido cierto hombre endemoniado. (Lu 8:27-29.) Jesús ayunó y fue tentado por Satanás en una región desértica después de ser bautizado. (Mt 4:1; compárese con Le 16:20-22.) Durante su ministerio, a veces se retiró al desierto para orar. (Lu 5:16.) Sin embargo, les aseguró a sus discí­pulos que su presencia en el poder del Reino no se producirí­a en algún desierto solitario, sino que se manifestarí­a abiertamente. (Mt 24:26.) El desierto todaví­a tení­a sus propios peligros particulares cuando el apóstol Pablo hizo sus viajes misionales. (2Co 11:26; compárese con Hch 21:38.)

Usos figurados. De las regiones desérticas al E. y al SE. de Palestina procedí­an los impetuosos y tórridos vientos que hoy reciben el nombre de siroco, término árabe (sharquiyyeh) para †œviento del este†. Como estos vientos soplaban del desierto, resecaban mucho el ambiente, absorbiendo la humedad del aire y arrastrando consigo una nube de polvo fino amarillento. (Jer 4:11.) Estos vientos suelen presentarse en otoño y primavera, y en esta última estación pueden arruinar la vegetación y las cosechas. (Eze 17:10.) Jehová predijo con referencia a Efraí­n, tribu representativa del reino septentrional apóstata: †œEn caso de que él mismo […] muestre fructificación, un viento del este […] vendrá. De un desierto sube, y secará su pozo y agotará su manantial. Ese saqueará el tesoro de todo objeto deseable†. Este devastador viento del este, procedente del desierto, simbolizó el ataque asirio desde el E. contra Israel, que culminó en el saqueo y el exilio del reino septentrional. (Os 13:12-16.)
Las regiones desérticas, caracterizadas por estar poco habitadas y, por consiguiente, poco atendidas y cultivadas, se utilizaban para representar los resultados destructivos de una invasión enemiga. Debido a la infidelidad de Judá, los ejércitos de Babilonia convertirí­an †˜sus ciudades santas en un desierto, Sión en un verdadero desierto, Jerusalén en un yermo desolado†™ (Isa 64:10), aun sus huertos y campos cultivados llegarí­an a tener la apariencia de un desierto. (Jer 4:26; 9:10-12.) Sus prí­ncipes, que habí­an sido como majestuosos cedros de un bosque, serí­an talados. (Jer 22:6, 7; compárese con Eze 17:1-4, 12, 13.) Por otro lado, en retribución por su odio y oposición al reino de Dios, las naciones enemigas, como Babilonia, Egipto, Edom y otras, tení­an que pasar por una experiencia similar. Se señaló en especial a Babilonia como la que llegarí­a a ser †œun desierto falto de agua y una llanura desértica†, deshabitada, olvidada en su desolación. (Jer 50:12-16; Joe 3:19; Sof 2:9, 10.)
Por otra parte, la restauración de Judá después del exilio de setenta años serí­a como si se convirtiera un desierto en un jardí­n edénico, con huertos fructí­feros y campos productivos, regados por arroyos y rí­os, cubierto de cañas, árboles frondosos y flores, todo lo cual harí­a que pareciese que la tierra se regocijaba. (Isa 35:1, 2; 51:3.)

Personas. Cuando se hacen referencias similares con relación a personas, se cumplen sobre todo en sentido espiritual, no literal. Así­, el que confí­a en los hombres más bien que en Jehová se asemeja a un árbol solitario en una llanura desértica, sin ninguna esperanza de †˜ver el bien†™. Sin embargo, el que confí­a en Jehová es como †œárbol plantado junto a las aguas†, fructí­fero, exuberante, seguro. (Jer 17:5-8.) Este tipo de sí­miles también permite imaginar lo que constituí­a una región desértica.

†œDesierto del mar.† Algunos comentaristas han interpretado que la expresión †œdesierto [midh·bár] del mar†, mencionada en Isaí­as 21:1, se refiere a la parte meridional de la antigua Babilonia. Cuando los rí­os Eufrates y Tigris se desbordaban cada año, esta región llegaba a ser como un †˜mar desierto†™.

En Revelación. En el libro de Revelación el término †œdesierto† se utiliza en un sentido doble: para representar la soledad y el refugio al que acude para protegerse de sus atacantes la mujer simbólica que da a luz al niño rey (Rev 12:6, 14), y para representar el lugar donde habitan las bestias salvajes relacionadas con la mujer simbólica, †œBabilonia la Grande†, que cabalga sobre la bestia salvaje de siete cabezas. (Rev 17:3-6, 12-14.)

Fuente: Diccionario de la Biblia

A. NOMBRE eremia (ejrhmiva, 2047), primariamente soledad, lugar deshabitado; en contraste con pueblo o ciudad. Se traduce “desierto” en Mat 15:33; Mc 8.4; 2Co 11:26; “desiertos” en Heb 11:38: No siempre denota una región yerma, carente de vegetación; se usa frecuentemente de un lugar sin cultivar, pero apto para pastos.¶ B. Adjetivo eremos (e[rhmo”, 2048), usado como nombre, tiene el mismo significado que eremia; en Luk 5:16 “lugares desiertos”; en 8.29: “desiertos”. Como adjetivo, denota: (a) en referencia a personas, “abandonado”, desolado, privado de los amigos y familiares, p.ej., de una esposa abandonada por su marido (Gl 4.27: “desolada”); (b) igualmente de una ciudad, como en el caso de Jerusalén (Mat 23:38 “desierta”); de lugares deshabitados, “desierto” (p.ej., Mat 14:13,15; Act 8:26; Mc 1.35). Véanse DESOLADO, LUGAR.

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

La significación religiosa del desierto se orienta diferentemente según que se piense en un lugar geográfico o en una época privilegiada de la historia de la salvación. Desde el primer punto de vista es el desierto una tierra que no ha bendecido Dios: allí­ es rara el agua, como en el huerto del paraí­so, antes de la lluvia (Gén 2,5), la vegetación raquí­tica, la habitación imposible (Is 6, 11); hacer de un paí­s un desierto es hacerlo semejante al caos de los orí­genes (Jer 2,6; 4,20-26), lo que me-recen los pecados de Israel (Ez 6,14; Lam 5,18; Mt 23,38). En esta tierra infértil habitan *demonios (Lev 16, 10; Lc 8,29; 11,24), sátiros (Lev 17,7) y otras *bestias maléficas (Is 13,21; 14,23; 30,6; 34,11-16; Sof 2,13s). En resumen, en esta perspectiva el desierto se opone a la tierra habitada como la *maldición a la *bendición.

Ahora bien, y tal es el punto de vista bí­blico dominante, Dios quiso hacer pasar a su pueblo por esta “tierra espantosa” (Dt 1,19), para hacerle entrar en la tierra en la que fluyen leche y miel. Este acontecimiento va a transformar el simbolismo precedente. Si el desierto sigue conservando el carácter de lugar desolado, sobre todo evoca una época 0e la historia sagrada : el nacimiento del pueblo de Dios. El simbolismo bí­blico del desierto no puede, pues, confundirse con tal o cual mí­stica de la *soledad o de la fuga de la civilización; no enfoca una vuelta al desierto ideal, sino un paso por el tiempo del desierto, análogo al de Israel.

AT. I. EN MARCHA HACIA LA TIERRA PROMETIDA. A diferencia de los re-cuerdos ligados con la salida de Egipto propiamente dicha, los que con-ciernen al paso por el desierto sólo fueron idealizados tardí­amente. Las tradiciones, en su forma actual, muestran a la vez que fue un tiempo de prueba para el pueblo y hasta de apostasí­a, pero en todo caso un tiempo de gloria para el Señor. Tres elementos dominan estos recuerdos : el designio de Dios, la infidelidad del pueblo, el triunfo de Dios.

1. El designio de Dios. El paso por el desierto está regido por una intención doble. Es un *camino expresamente escogido por Dios, aun-que no era el más corto (Ex 13,17), porque Dios querí­a ser el guí­a de su pueblo (13,21). Luego, en el desierto del Sinaí­ es donde los hebreos deben adorar a Dios (Ex 3,17s = 5, lss); de hecho, en él reciben la *ley y concluyen la *alianza que hace de aquellos hombres errantes un verdadero *puebllo de Dios: se lo puede incluso computar (Núm 1,lss). Dios quiso, por tanto, que su pueblo naciera en el desierto; sin embargo, le prometió una tierra, haciendo así­ de la permanencia en el desierto una época privilegiada, pero provisional.

2. La infidelidad del pueblo. El camino de Dios no tení­a nada comparable con la buena tierra de *Egipto, en la que no faltaban alimento y seguridad; era el camino de la fe pura en el que guiaba a Israel. Ahora bien, desde las primeras etapas murmuran los hebreos contra la disposición del Señor: ni seguridad, ni agua, ni carne… Esta murmuración corre por todo lo largo de los relatos (Ex 14,11; 16,2s; 17,2s; Núm 14,2ss; 16,13s; 20,4s; 21,5), suscitada tanto por la primera como por la segunda generación del desierto. El motivo es claro: se echa de me-nos la vida ordinaria ; por penosa que fuera en Egipto, se la preferí­a a esta vida extraordinaria confiada únicamente al cuidado de Dios; vale más una vida de esclavos que la muerte que amenaza, el pan y la carne más que el insí­pido *maná. El desierto revela así­ el corazón del hombre, incapaz de triunfar de la prueba a que se le somete.

3. El triunfo de la misericordia divina. Pero si Dios deja perecer en el desierto a todos los que se han *endurecido en su infidelidad y en su falta de confianza, no por eso abandona su designio, sino que saca bien del mal. Al pueblo que murmura le da un alimento y un agua maravillosos ; si debe *castigar a los pecadores, les ofrece también medios inesperados de salvación, como la serpiente de bronce (Núm 21,9). Es que Dios hace siempre resplandecer su santidad y su gloria (20,13). Esta se mostrará sobre todo cuando con Josué entre en la *tierra prometida un verdadero pueblo. Este triunfo final permite ver en el desierto no tanto la época de la infidelidad del pueblo cuanto el tiempo de la misericordiosa fidelidad de Dios, que previene siempre a los rebeldes y hace que prospere su designio.

II. RETROSPECCIí“N SOBRE EL TIEMPO DEL DESIERTO. El pueblo, instalado en la tierra prometida, no tardó en transformarla en un lugar de prosperidad idolátrica e impí­a, con tendencia a preferir los dones de la alianza a la alianza del donador. Entonces el tiempo del desierto aparecerá como privilegiado y se aureolará de la gloria divina.

1. Invitación a la conversión. Con el tema de la *memoria actualiza el Deuteronomio los acontecimientos del desierto (Dt 8,2ss.15-I8): tiempo maravilloso de la solicitud paternal de Dios; el pueblo no pereció, pero fue puesto a prueba a fin de que reconociera que el hombre no vive sólo de pan, sino de todo lo que sale de la boca de Dios. Así­ también la sobriedad del culto en el tiempo del desierto invita a Israel a no contentarse con una piedad formalista (Am 5,25 = Act 7,42). Y viceversa, el recuerdo de las desobediencias es un llamamiento a la conversión y a la confianza en solo Dios: no tener ya dura la cerviz ni tentar a Dios (Sal 78,17s.40; Act 7, 51), adaptarse con paciencia al ritmo de Dios (Sal 106,13s), contemplar el triunfo de la misericordia (Neh 9; Sal 78; 106; Ez 20). ;Por lo menos hoy no tienten a Dios! (Sal 95,7ss).

2. Mirabilia Dei. Ni aun recordando estas infidelidades se pensaba en presentar como un *castigo la permanencia en el desierto. Y menos todaví­a recordando las maravillas que marcaron el tiempo de los desposorios de Dios con su pueblo: es el tiempo idí­lico del pasado por oposición al tiempo presente de Canaán. Así­ Elí­as, al ir al Horeb, no va sólo a buscar un refugio en el desierto, sino el lugar de aprovisionamiento (1Re 19). Puesto que los castigos no bastan para hacer que vuelva la *esposa infiel, Dios va a conducirla al desierto y hablarle al corazón (Os 2,16), y será de nuevo el tiempo de los desposorios (2,21s). Los dones pasados se embellecen en las memorias: el *maná se convierte en un *alimento celeste (Sal 78,24), un *pan de sabores variados (Sab 16,21). Ahora bien, estos dones son también prenda de una presencia actual, pues Dios es fiel. Es un padre amoroso (Os 11), un *pastor (Is 40,11; 63, 11-14; Sal 78,52). En atención a esta época en que el pueblo vivió tan cerca de Dios, ¿cómo no tener plena confianza en aquel que nos guí­a y nos alimenta (Sal 81,11)?

2. El desierto ideal. Si el tiempo del desierto es un tiempo ideal, ¿por qué no prolongarlo sin cesar? Así­ los rekabitas viví­an bajo la tienda, a fin de manifestar su reprobación de la civilización cananea (Jer 35). Esta mí­stica de la fuga al desierto tiene su grandeza, pero en la medida en que se aislara del acontecimiento concreto que la originó, tenderí­a a degenerar en una evasión estéril: Dios no nos ha llamado a vivir en el desierto, sino a atravesar el desierto para vivir en la tierra prometida. Por lo demás, el desierto conserva su valor *figurativo. La salvación esperada por los deportados de Babilonia es concebida como un nuevo *éxodo: el desierto florecerá bajo sus pasos (Is 32,15s; 35,Is; 41,18; 43,19s). La salvación del fin de los tiempos se presenta en ciertos apocalipsis como la transformación del desierto en *paraí­so; el Mesí­as aparecerá entonces en el desierto (cf. Mt 24,26; Act 21,38; Ap 12,6.14).

NT. 1. CRISTO Y EL DESIERTO. Mientras que las comunidades esenias, como la de Qumrán, promoví­an una separación de la ciudad y se refugiaban en el desierto, *Juan Bautista no quiere consagrar una mí­stica del desierto. Si proclama en él su mensaje, es para revivir el tiempo privilegiado y una vez que el agua ha renovado los corazones, enví­a de nuevo a los bautizados a su trabajo (Le 3,10-14). El desierto no es sino una ocasión de convertirse con miras al Mesí­as que viene.

1. Cristo en el desierto. Jesús quiso revivir las diferentes etapas del pueblo de Dios. Así­, como en otro tiempo los hebreos, es llevado por el Espí­ritu de Dios al desierto para ser allí­ sometido a la prueba (Mt 4, 1-11). Pero, a diferencia de sus padres, supera la prueba y permanece fiel a su Padre, prefiriendo la palabra de Dios al pan, la confianza al milagro maravilloso, el servicio de Dios a toda esperanza de dominación terrena. La prueba que habí­a fracasado en los tiempos del éxodo, halla ahora su sentido : Jesús es el Hijo primogénito, en el que se cumple el destino de Israel. No es imposible que en el relato de Marcos (Mc 1,12s) se lea el tema del paraí­so recobrado.

2. Cristo, nuestro desierto. En el transcurso de su vida pública utilizó sin duda Jesús el desierto como refugio contra las muchedumbres (Mt 14,13; Mc 1,45; 6,31; Lc 4,42), propicio a la oración solitaria (Mc 1,35 p); pero estos gestos no entran directamente en el simbolismo del desierto. En cambio, Jesús se presenta como quien realiza en su persona los dones maravillosos de otro tiempo. Es el agua viva, el pan del cielo, el camino y el guí­a, la luz en la noche, la serpiente que da la vida a todos los que la miran para ser salvos; es finalmente aquel en quien se realiza el conocimiento í­ntimo de Dios por la comunión de su carne y de su sangre. En cierto sentido se puede decir que Cristo es nuestro desierto : en él hetnos superado la prueba, en él tenemos la comunión perfecta con Dios. Ahora ya el desierto como lugar y como tiempo se ha realizado en Jesús: la figura cede a la realidad.

II. LA IGLESIA EN EL DESIERTO. LOS simbolismos del desierto siguen desempeñando un papel en la inteligencia de la condición de la Iglesia. Esta vive oculta en el desierto hasta el retorno de Cristo que pondrá fin al poder de Satán (Ap 12,6.14). Sin embargo, el sí­mbolo está en relación más estrecha con su trasfondo bí­blico cuando Jesús multiplica los panes en el desierto a fin de mostrar a sus discí­pulos, no ya que hay que vivir en el desierto, sino que se ha inaugurado un tiempo nuevo, en el que se vive maravillosamente de la palabra de Cristo (Mt 14,13-21 p).

Pablo se sitúa en la misma perspectiva. Enseña que los acontecimientos que tuvieron lugar en otro tiempo se produjeron para nuestra instrucción, la instrucción de los que hemos llegado al fin de los *tiempos (1Cor 10,11). Bautizados en la nube y en el mar, somos alimenta-dos con el pan vivo y abrevados con el agua del Espí­ritu que brota de la *roca; y esta roca es Cristo. Nada de ilusiones: vivimos todaví­a en el desierto, pero sacramentalmente. La figura del desierto es, pues, indispensable para comprender la naturaleza de la vida cristiana.

Esta vida permanece bajo el signo de la prueba en tanto no hayamos entrado en el *reposo de Dios (Heb 4,1). Así­, acordándonos de los acontecimientos de otro tiempo, no *endurezcamos nuestros corazones ; nuestro “hoy” está seguro del triunfo, porque somos “partí­cipes de Cristo” (3,14), que permaneció fiel en la prueba.

-> Camino – Demonios – Agua Prueba – Exodo – Soledad.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

En la Escritura las palabras vertidas “desierto”, “yermo”, o “páramo” incluyen no sólo los desiertos estériles constituidos por dunas de arena o rocas, que encienden la imaginación popular en cuanto a lo que es un desierto, sino también las zonas esteparias y las tierras de pastoreo adecuadas para el ganado.

La palabra heb. más común es miḏbār, palabra ya bien atestiguada en los relatos épicos cananeos de Ugarit (s. XIV a.C., retrocediendo hacia orígenes más antiguos) en la forma mdbr (Gordon, Ugaritic Manual, 3, 1955, pp. 254, Nº 458). Este vocablo puede indicar pastizales de pastoreo (Sal. 65.12; Jl. 2.22), adecuados para apacentar ovejas (cf. Ex. 3.1), a veces abrasados por las sequías estivales (Jer. 23.10; Jl. 1.19–20), como también zonas desoladas formadas por rocas y arena (Dt. 32.10; Job 38.26). Lo mismo se aplica al gr. erēmos en el NT; nótese que al “desierto” de Mt. 14.15 (°vp “lugar solitario; °nbe despoblado”) no le falta “mucha hierba” (Jn. 6.10).

El heb. yešı̂môn, traducido a veces como nombre propio “Jesimón” (°vm), se usa para desiertos relativamente pelados en Judea en 1 S. 23.19, 24; 26.1, 3. El desierto visto desde Pisga (Nm. 21.20; 23.28; cf. Dt. 34.1ss) indudablemente incluía las gredosas tierras desérticas a ambos lados del canal del Jordán antes de desembocar en el mar Muerto, las laderas del Pisga y su cadena que se prolonga hacia el valle del Jordán, y tal vez los bordes del desierto de Judea del otro lado, detrás de Jericó y al N y al S de Qumrán. Para referencias generales, cf. Dt. 32.10; Sal. 107.4; Is. 43.19. Además de su uso como nombre propio para el largo valle hendido desde el mar Muerto hasta el golfo de Ácaba, el término ˓arāḇâ puede usarse como sustantivo común para estepa o monte bajo donde los animales salvajes tienen que buscar su alimento (Job 24.5; Jer. 17.6), o para el desierto inhóspito (Job 39.6 en paralelo con tierras salitrosas). Las palabras ṣiyyâ, “tierras secas” (Job 30.3; Sal. 78.17) y tōhû, “páramo” (Job 6.18; 12.24; Sal. 107.40) se refieren también a zonas desérticas estériles e inhabitables.

Bibliografía. G. Camps, “Desierto”, °EBDM, t(t). II, cols. 863–867; G. A. Smith, GHTS; AHWB, pp. 17ss.

K.A.K.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico

Las palabras hebreas traducidas en la Biblia de Douay por “desierto” o “silvestre”, y usualmente interpretadas por la Vulgata como desertum, “soledad”, u ocasionalmente eremus, no tienen el mismo tono de significado que la palabra en español desierto. La palabra silvestre, que se usa más frecuentemente que desierto para nombrar la región del Éxodo, se aproxima más cercanamente al sentido del hebreo, aunque no lo expresa del todo. Cuando hablamos del desierto nuestros pensamientos son naturalmente llevados a tales lugares como el Sahara, un gran desierto de arena, incapaz de vegetación, imposible como lugar de residencia para el hombre, y donde no se halla ser humano excepto cuando marcha de prisa a través de él tan rápido como puede. Ninguna de esas ideas está unida a las palabras hebreas para desierto. En hebreo se usan principalmente cuatro palabras para expresar la idea:

Contenido

  • 1 ”Midbar”
  • 2 `Arabá
  • 3 Horbah
  • 4 Jeshimon
  • 5 Desiertos Bíblicos

”Midbar”

MDBR, midbar, la palabra más general, proviene de la raíz DBR dabar, “llevar” (ganado a pastar) [cf. alemán Trift de treiben]. Por lo tanto entre otros significados de midbar está el de extensiones de pastos para los rebaños. Así en Joel 2,22: “los bellos parajes del desierto brotan”, o literalmente “ya reverdecen los pastizales del desierto”. Así, también, el desierto no estaba necesariamente inhabitado. Así en Isaías 42,11 leemos: “Alcen la voz el desierto (midbar) y sus ciudades, las explanadas en que habita Quedar”, o más bien, “los pueblos que habitan en Quedar”, no es que hubiese en el desierto ciudades habitadas por una población estable. Los habitantes eran en su mayoría nómadas, pues el desierto no era un lugar regularmente cultivado, como los campos y jardines de los distritos civilizados ordinarios. Más bien era una región en la que había pastos, no ricos, pero suficiente para las ovejas y cabras, y más abundante después de la temporada de lluvias. El desierto se consideraba también como la morada de bestias salvajes—leones (Eclesiástico 13,19), asnos salvajes (Job 24,5), chacales (Mal. 1,3), etc. No estaba fertilizado por corrientes de agua, sino que habían fuentes (Gén. 16,7), y en algunos lugares había cisternas para recoger agua de lluvia. Midbar es la palabra usada generalmente en el Pentateuco para el desierto del Éxodo; pero en las regiones del Éxodo se distinguen varios distritos como el desierto de Sin (Éx. 16,1), el desierto de Sinaí (Éx. 19,1), el desierto de Sur (Éx. 15,22), el desierto de Sin (zin) (Núm. 13,21), etc. Además, se utiliza para otros distritos, como en Palestina occidental para el desierto de Judá (Jueces 1,16), y de nuevo en el este para el desierto de Moab (Deut. 2,8).

`Arabá

`RBH, derivado de la raíz “’arab”, “estar árido”, es otra palabra para desierto, la cual parece expresar más de una de sus características naturales. La palabra significa una estepa, una planicie desértica; y transmite la idea de una extensión de país árida, improductiva y desolada. En pasajes poéticos se utiliza en paralelismo con la palabra midbar. Así en Isaías 45,1: “Que el desierto [midbar] y el sequedal se alegren, regocíjese la estepa [‘arabah] y florezca como flor”, cf. también Jer. 17,6, etc. Aunque la Los Setenta a menudo traduce la palabra por eremos, a menudo utiliza otras variantes, como ge dipsosa y elos. La Vulgata emplea las palabras solitudo, desertum. Muy a menudo la palabra “’arabah” tiene meramente un sentido geográfico, así se refiere a la extraña depresión que se extiende desde la base del Monte Hermón, a través del valle del Jordán y el Mar Muerto, hasta el Golfo de Acabá. Así, también, están las estepas de Moab (Núm. 22,1), la llanura de Jericó (Josué 4,13), etc, en referencia a los distritos desolados relacionados con estos lugares.

Horbah

CHRBH (chorbah), se deriva de la raíz CHRB harab, “dejar yermo”, y es traducida en Los Setenta por las palabras eremos, eremosis, eremia. En la Vulgata se hallan las variantes ruince, solitudo, desolatio. En el Salmo 102(101),7 aparece una extraña traducción. La palabra en griego es oikopedon y en la Vulgata domicilium; y el pasaje en que ocurre la palabra es traducido en la Biblia de Douay: “Soy como un cuervo nocturno en la casa”. San Jerónimo, sin embargo, en su traducción del Salmo directamente del hebreo, emplea la palabra solidudinum, la cual parece más correcta: “Soy como un cuervo nocturno del yermo”. El lexicón de Gesenio da como el primer significado de horbah “sequedad”; luego como segundo significado “una desolación”, “ruinas”. Una combinación de estos sentidos parece haber sido la razón por la cual en los libros poéticos la palabra se usa como desierto. La palabra conlleva la idea de ruina o desolación causada por tierras hostiles, como cuando Dios dice de Jerusalén (Ezequiel 5,14): “Haré de ti una desolación”; o cuando el salmista, refiriéndose al castigo infligido por Yahveh dice (Sal. 9-10,7): “Se consumen los enemigos, todo es desolación por siempre”.

Jeshimon

YSHYMUN (jeshimon), derivada de YSHM, jasham, “estar desolada”. Era considerado como un lugar sin agua, así en Isaías 43,19: “Pongo ríos en el desierto [jeshimon]. Era un yermo, un lugar inculto. En los pasajes poéticos se usa como paralelo de midbar, cf. Deut. 32,10; Sal. 78(77),40 (heb.): “Cuántas veces le provocaron en el desierto [midbar], y le irritaron en aquellas soledades [jeshimon]!” Frecuentemente se usa para designar la tierra inculta del Éxodo. Además de esos usos, parece que cuando se usa con el artículo a menudo ha asumido la fuerza de un nombre propio. En tales casos se refiere a veces al desierto del Éxodo (cf. Sal. 78(77),40; 106(105),14—heb. etc.). Parte de la tierra yerma cerca del Mar Muerto es llamada el jeshimon; y al noreste del mismo mar hay un lugar llamado Bet Hayesimot (cf. Núm. 33,49), donde se dice que acamparon los israelitas al final del recorrido. Estas son las principales palabras usadas para desierto en la Biblia. Sin embargo, hay otras menos frecuentes, sólo una o dos de las cuales se puede mencionar aquí: tal como tohu, usada en Gén. 1,2: “la tierra estaba vacía”. En Deut. 32,10 se usa en paralelismo con midbar, y en el Salmo 107(106),40 se refiere directamente al desierto. Otra palabra es çiyyah, la cual significa literalmente sequedad, pero se refiere a veces al desierto; así ‘areç çiyyah, “tierra de sequía”, o “desierto” (Oseas 2,5).

Desiertos Bíblicos

Se puede decir aquí una palabra los principales desiertos mencionados en la Biblia. Tal vez el más interesante es el del Éxodo. En el Pentateuco esta región es tratada en su conjunto como “el desierto”, pero, por regla general, se hace referencia a partes especiales como el desierto de Sin, el desierto de Sinaí, el desierto de Cadés, en el desierto de Parán. Se han escrito libros para debatir la geografía de esta región. Baste decir que comprende el terreno sobre el que los israelitas viajaron desde el cruce del Mar Rojo hasta su llegada a la Tierra Prometida. Nosotros no entramos en la cuestión planteada por los críticos modernos en cuanto a si la geografía del Éxodo tenía diferentes significados en diferentes partes del Pentateuco. El desierto de Judá, también juega un papel importante en la Biblia. Se encuentra al oeste de la “’arabah”, del Jordán y el Mar Muerto. A él pertenecen los desiertos de Engadí, el de Técoa y el de Jericó, cerca de la ciudad del mismo nombre. Al este de Palestina están los desiertos de Arabia, de Moab, y el desierto de Idumea, cerca del Mar Muerto. Se nos dice (Éxodo 3,1) que Moisés alimentó a los rebaños de Jetró, y los llevó a las partes interiores del desierto. Este desierto estaba en la tierra de Madián, cerca del Mar Rojo, y en ella estaba el Monte Horeb, que San Jerónimo dice era el mismo que el Sinaí. El desierto al que David huyó de Saúl (cf. 1 Samuel 23,14) fue el desierto de Zif, que se encuentra al sur del Mar Muerto y de Hebrón. San Juan el Bautista vivió y enseñó en el desierto de Judea, al oeste del Jordán y el Mar Muerto, cerca de Jericó. Por último, la escena de la tentación de Cristo (Mateo 4,1-11), de la cual San Marcos añade (1,13): “Estaba con las fieras”, fue más probablemente en el “’arabah” al oeste del Jordán, pero esto es sólo especulación.

Bibliografía: SMITH, Historical Geography of the Holy Land (Londres, 1897); CHEYNE, Encyclopedia Biblica (Londres, 1899); HASTINGS. Dict. of the Bible; VIGOUROUX, Dict. de la Bible.

Fuente: Howlett, James. “Desert (in the Bible).” The Catholic Encyclopedia. Vol. 4. New York: Robert Appleton Company, 1908.

http://www.newadvent.org/cathen/04749a.htm

Traducido por Luz María Hernández Medina.

Fuente: Enciclopedia Católica