ESCRITURA

Eze 32:16 eran obra de Dios, y la e era e de Dios
Dan 5:25 la e que trazó es: Mene, Mene, Tekel
Mat 22:29; Mar 12:24 ignorando las E y el poder de
Mar 12:10 ¿ni aun esta e habéis leído: La piedra
Luk 4:21 hoy se ha cumplido esta E delante de
Luk 24:27 en todas las E lo que de él decían
Luk 24:32 ¿no ardía .. cuando nos abría las E?
Luk 24:45 abrió el .. para que comprendiesen las E
Joh 2:22 creyeron la E y la palabra que Jesús había
Joh 5:39 escudriñad las E; porque a vosotros os
Joh 10:35 si .. (y la E no puede ser quebrantada)
Joh 20:9 porque aún no habían entendido la E
Act 8:35 comenzando desde esta e, la anunció
Act 17:11 escudriñando cada día las E para ver si
Act 18:24 varón elocuente, poderoso en las E
Act 18:28 demostrando por las E que Jesús era
Rom 15:4 por la .. de las E, tengamos esperanza
1Co 15:3 que Cristo murió .. conforme a las E
Gal 3:8 la E .. dio de antemano la buena nueva
Gal 3:22 la E lo encerró todo bajo pecado, para
2Ti 3:15 la niñez has sabido las Sagradas E
2Ti 3:16 toda la E es inspirada por Dios, y útil


Se asume generalmente que las formas más primitivas de la escritura eran pictográficas, no fonéticas. Las ideas se registraban por medio de dibujos, o sí­mbolos de sensaciones, antes que por sí­mbolos de sonidos.

Evidentemente la etapa siguiente en la historia de la escritura fue la introducción del fonograma, tipo de signo indicando un sonido. Al principio esto se lograba mediante el principio del jeroglí­fico, vale decir, utilizando objetos que tienen un nombre que suena como el sonido de la palabra que el escritor desea transmitir, aun cuando el significado del objeto representado es enteramente diferente. Los egipcios tienen el crédito de ser los primeros en desarrollar un sistema alfabético de escritura. No obstante ellos no consideraron necesidad alguna de abandonar sus ideogramas, signos determinantes y caracteres silábicos, simplemente porque tení­an letras alfabéticas. Sencillamente usaron los cuatro tipos de signos al escribir su lenguaje.

El origen del alfabeto †œfenicio† se halla en los jeroglí­ficos alfabéticos de las Inscripciones Sinaí­ticas de Serabit el-Khadim (escritos algún tiempo entre 1900 y 1500 a. de J.C.; los cálculos de los eruditos varí­an). La idea para su alfabeto vino de Egipto, pero en lugar de recurrir al ideograma y signos silábicos, ellos se contentaron con sí­mbolos alfabéticos escogidos sobre la base de la acrofoní­a. Es decir, el primer sonido del nombre del objeto representado transmití­a la unidad alfabética deseada.

Durante los siglos que siguieron este tipo sinaí­tico de escritura (o modificaciones del mismo), se cultivó en Canaán para objetos del hogar como dagas, anillos, jarros, ollas, y se han hallado placas con inscripciones breves, mayormente de muy incierta interpretación. Pero una forma de escritura alfabética totalmente diferente asumió gran importancia durante este perí­odo (1800-1400 a. de J.C.), es decir, el alfabeto cuneiforme asociado con Ras Shambra, o Ugarit. A diferencia del cuneiforme de Babilonia y Asiria, esta clase de cuneiforme representaba un alfabeto de 29 o 30 caracteres, todos ellos pertenecientes a consonantes (salvo que tres de ellos indicaban el tipo de vocal aparecido después de aleph, sea a, i [o, e], o u). Este muy primitivo dialecto cananeo (porque el ugarí­tico está mucho más cerca del heb. bí­blico que cualquier otro idioma semí­tico) contení­a varias consonantes que no aparecen en ninguna de las escrituras noroccidentales semí­ticas.

La inscripción en el sarcófago (féretro de piedras) del rey Ahiram es fechada por varias autoridades entre antes de 1250 y hasta 1000 (Dunand abogando por la última fecha, sostiene que la inscripción Shaphatbaal data de siglos antes). Esta escritura tiene el alfabeto de 22 letras, destinado a prevalecer desde entonces en todos los idiomas semí­ticos noroccidentales (fenicio, hebreo, moabita, arameo y sirí­aco). El documento israelita más antiguo que ha sobrevivido en esta escritura es el Calendario Gezer, de cerca del 900 a. de J.C., o unas pocas décadas antes. Es muy probable que Moisés haya usado un tipo protofenicio de escritura antes que cualquier clase de cuneiforme. La próxima inscripción heb. de importancia después del Calendario Gezer, fue la Inscripción de Siloé, grabada en el muro del túnel subterráneo cavado a través del estanque de Siloé probablemente en preparación para el sitio de Jerusalén por Senaquerib en 701 a. de J.C. Aquí­ vemos una tendencia hacia el estilo de escritura de manuscrito de más fluidez, antes que la severa angularidad del estilo monumental.

Después del exilio de Babilonia, la así­ llamada escritura paleohebrea fue retenida para algunos tipos de texto, como los libros del Pentateuco, porque fragmentos de Leví­tico y éxodo han sido descubiertos en las cuevas de Qumrán, fechados según estimación de algunos eruditos hacia fines del cuarto siglo.

Es importante observar que los griegos recibieron el alfabeto de los fenicios y arameos, tal vez por medio del contacto con sus mercaderes. Los grupos tribales helénicos hallaron expresiones escritas para su idioma a través del alfabeto fenicio que proporcionó las primeras 22 letras del alfabeto gr. (es decir, desde alpha hasta tau). Las letras semí­ticas que expresaban sonidos no usados por los griegos fueron adaptadas para expresar vocales.

Este, pues, fue el instrumento escrito que en la providencia de Dios vino a ser usado para transmitir el mensaje de redención que se halla en las escrituras del NT. Los romanos derivaron su alfabeto lat. de la forma occidental del alfabeto gr., omitiendo de él aquellas letras usadas por los griegos orientales que eran innecesarias para expresar los sonidos de la lengua lat. Este es por lo tanto el alfabeto que ha descendido hacia nosotros hasta el presente, derivando al fin de los semitas de la Tierra Santa.

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

Para el año 3000 a. de J.C. , tanto los sumerios de la parte más baja del valle Tigris-Eufrates como los egipcios del Nilo habí­an desarrollado ciertos sistemas de escritura que empezaron con figuras de una especie de escritura pictórica que después se transformaron en sí­mbolos más convencionales. La escritura cuneiforme, o caracteres regulares que fueron grabados en arcilla o piedra por los sumerios y sucesores eran pictóricos en su etapa más temprana. Con el tiempo, sin embargo, lo concreto vino a representar lo abstracto. El disco solar representaba no solamente al sol, sino también los conceptos de dí­a y tiempo. Esta manera de usarlos se llamó ideograma o más correctamente, sí­mbolos de palabras. En su desarrollo más avanzado, los caracteres cuneiformes vinieron a representar el valor fonético de las palabras, sin tener relación con su significado pictórico. Esta última etapa se conoce como fonograma que provee el material del cual un alfabeto se desarrolló.
En su desarrollo final el sistema cuneiforme tení­a algunos caracteres que se designan como polí­fonos, v. g. aquellos con más de un valor fonético. Otros son honófonos, caracteres que representan diferentes objetos pero se pronuncian con el mismo valor fonético. Además, la escritura cuneiforme usó determinativos, sí­mbolos que aparecen antes o después de ciertas palabras sin que se lean. Algunas clases de palabras como deidades, paí­ses, montañas, pájaros y plurales son regularmente indicadas por determinativos. La mayorí­a de ellas se colocan delante de la palabra que están designando; pero algunas, especialmente aquellas de origen sumerio, son colocadas después de la palabra. Un invento más avanzado para salvaguardar la lectura de sí­mbolos ambiguos es el complemento fonético. Por ejemplo, si un sí­mbolo puede leerse como †œdios† o †œcielo†, para ayudar en la lectura se da un complemento fonético en la sí­laba final de la palabra en la que se supone podí­a ser usado como apéndice.
Uno de los ejemplos más antiguos de escritura egipcia es la paleta pizarra de Narmer (Menes), el faraón que unió a Egipto y fundó la primera dinastí­a, de acuerdo con Maneto. En la parte superior de la paleta está escrito el nombre del rey entre dos cabezas de Hator. El nombre de Narmer está escrito usando dos figuras —el n†™ar— pez y el mercincel. La paleta conmemora una victoria del rey sobre la gente del delta egipcio.
Los comienzos de la escritura jeroglí­fica son paralelos a los de la cuneiforme; sin embargo, Egipto fue más conservador en su aproximación al lenguaje. Las inscripciones de jeroglí­ficos más antiguas conocidas presentan esencialmente el mismo método de escritura que las inscripciones fechadas tres mil años más tarde. Junto con esta forma más antigua conocida como jeroglí­ficos o escritura sagrada, los egipcios inventaron dos escrituras cursivas conocidas como escritura hierática y escritura demótica. Los jeroglí­ficos continuaron siendo usados en los monumentos. Los sacerdotes usaron la escritura hierática para copiar ciertas composiciones literarias tales como *El Libro de los Muertos. La escritura demótica, que era la popular comenzó en el tiempo de los Tolomeos. A diferencia del alfabeto cuneiforme que estuvo en uso a través de la fértil media luna, la escritura egipcia fue esencialmente nacional. Véase ALFABETO.

Fuente: Diccionario Bíblico Arqueológico

En el Oriente Medio aparece la e. alrededor de tres mil años a.C. Hay testimonios desde esa época en e. pictográfica, cuneiforme y en jeroglí­ficos. Entre los pueblos semitas fue que se inventó el †¢alfabeto, cuando se dieron cuenta de que podí­an representar mediante signos escritos los fonemas de su lenguaje, que eran unos treinta. Antes de ese desarrollo, el avance más significativo habí­a sido la escritura cuneiforme, para la cual se utilizaban ladrillos o tablillas de barro, haciéndose incisiones en ellos. En ese tipo de escritura cada sí­laba se representaba con un signo. La necesidad de escribir en otras superficies que no fueran el barro condujo a la búsqueda de un método de escritura mediante lí­neas que se trazaban sobre ellas. En algunas ciudades de Israel los arqueólogos han encontrado inscripciones en las cuales se utilizó un alfabeto muy primitivo, que ha sido denominado †œprotocananeo†. A otras que han sido descubiertas en la pení­nsula de Sinaí­ se les denomina †œprotosinaí­ticas†. El alfabeto más antiguo, el fenicio, consta de unas veintidós letras y apareció alrededor del año 1100 a.C. Este fue el adoptado por Israel y otros pueblos. Finalmente hicieron lo mismo los arameos y los griegos. El alfabeto fenicio no tení­a signos para las vocales. éstas fueron introducidas por los griegos. Los egipcios y otros pueblos del Oriente Medio acostumbraban escribir de izquierda a derecha.

En piedra. Los documentos arqueológicos dan testimonio de que la piedra era una superficie muy usada para escribir. Los reyes del Oriente Medio acostumbraban levantar monumentos en los cuales dejaban un registro de sus victorias. Son innumerables las estelas, pirámides, columnas, etcétera, donde se encuentran estas leyendas. El pueblo de Israel no se distinguió en esta actividad al principio.
Diez Mandamientos fueron escritos en piedra en tiempos de Moisés, pero esto representa más bien una excepción. La prueba de ello es que para la construcción del †¢templo fue necesario buscar obreros para trabajar la piedra (2Sa 5:11). Como el territorio de Israel fue escenario de muchas invasiones, guerras y destrucciones, no se encuentran en él muchas inscripciones monumentales.

En barro. Este material, por su abundancia, era el más utilizado en Mesopotamia, especialmente en forma de tablilla o de ladrillo. Los arqueólogos han encontrado †¢bibliotecas enteras ( †¢Hammurabi). No hay referencias bí­blicas especí­ficas acerca de este tipo de escritura, a menos que las palabras de Eze 4:1 se refieran a ello (†œTú, hijo de hombre, tómate un adobe, y ponlo delante de ti, y diseña sobre él la ciudad de Jerusalén†).

En papiro. Esta planta era muy abundante en el Nilo y en algunos pantanos en Israel. El tallo, de forma triangular, se cortaba en largas tiras, las cuales se poní­an sobre una superficie plana, unas junto a otras, con dos capas superpuestas horizontal y verticalmente. Luego se aplicaba presión sobre ellas para que se mezclaran, resultando una capa muy homogénea que se secaba al sol. Este material ofrecí­a una superficie excelente para la e. Durante muchos siglos el papiro fue utilizado ampliamente para todo tipo de documentos hasta la introducción del papel, que vino de China entre los siglos VII y X d. C.

En pieles de animales. En el Oriente Medio era común la utilización de pieles de ovejas, cabras y ternero para escribir sobre ellas. Generalmente se usaba el lado del pelo, pero en caso necesario se escribí­a de ambos lados (Eze 2:10). Los griegos desarrollaron un tratamiento a las pieles que facilitaba la e. en las dos caras. Al producto así­ obtenido se le dio el nombre de †¢pergamino, por haber sido, según la tradición, inventado en la ciudad de †¢Pérgamo. No hay referencias bí­blicas sobre el uso de pieles para fines de e. Los documentos más antiguos con este material que se han encontrado en Israel son los manuscritos del mar Muerto. †¢Qumrán.

En sellos. Los reyes y funcionarios públicos acostumbraban labrar un sello personal, generalmente en forma de anillo, en el cual se incluí­a alguna figura y el nombre del dueño, con indicación del cargo. Estos sellos se utilizaban para certificar la posesión de algún objeto o indicar su procedencia. Si se trataba de cerámica, el sello era puesto antes de poner el barro en el fuego. †¢Jezabel ordenó la muerte de †¢Nabot escribiendo unas cartas en nombre de †¢Acab †œy las selló con su anillo† (1Re 21:8). Se han encontrado muchos sellos en yacimientos arqueológicos en Israel.

En alfarerí­a. Es abundantí­sima la cantidad de documentos arqueológicos que se han encontrado en piezas de alfarerí­a, ya sea objetos completos o en trozos que fueron utilizados como superficie para escribir. Inscripciones que indican el nombre del propietario del objeto son frecuentes. También para señalar alguna medida de capacidad en recipientes. Los arqueólogos llaman †œostraca† a los trozos de cerámica usados como superficie para escribir. La palabra †œostracismo† viene del hecho de que entre los griegos se usaban esos trozos de cerámica para votar si alguien debí­a ser enviado al exilio. Habí­a que escribir en ellos el nombre del individuo. Por su escaso valor, este material era utilizado para asuntos que no fueran muy importantes, o cuando no habí­a papiro disponible, o por causas de apremio circunstancial. †¢Ostraca.

En metal. Diversos objetos y joyas recibí­an inscripciones, generalmente con el nombre del dueño, o con una dedicatoria. La †¢mitra de oro del sumo sacerdote israelita llevaba una inscripción que decí­a: †œSantidad a Jehovᆝ (Exo 28:36-38). Se han encontrado palabras escritas sobre plata, plomo y bronce. En †¢Qumrán se encontró un rollo de cobre con una lista contentiva de unos tesoros que se habí­an escondido por todo Israel.

En madera. En estatuas, sarcófagos y diversos enseres se hací­an inscripciones. Una referencia bí­blica sobre esto es el caso de la †¢vara de Aarón (-10). El profeta Ezequiel escribió sobre madera un oráculo sobre la futura unión de Israel y Judá (Eze 37:16-23).

En cera. Se tomaba un trozo de madera sobre el cual se poní­a cera. Este método permití­a que la superficie fuera usada muchas veces, pues se podí­a borrar lo escrito. Esto fue lo que utilizó †¢Zacarí­as, el padre de Juan el Bautista, cuando para escribir el nombre (†œPidiendo una tablilla, escribió, diciendo: Juan es su nombre† [Luc 1:63]).

En marfil. Este material, usado con fines decorativos, sirvió también como superficie para escribir. En algunas piezas de marfil se escribí­an letras que serví­an para facilitar su ensamblaje posterior. También son comunes las dedicatorias a dioses.

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

tip, ABEC

ver, AMARNA, ABRAHAM, CREACIí“N, ALFABETO

vet, La primera mención de escritura en la Biblia aparece con ocasión de la derrota de Amalec (Ex. 17:14). Moisés habí­a sido instruido en toda la sabidurí­a de los egipcios, y en todos sus antiguos monumentos hallamos escritura. Otras menciones dan también evidencia de un antiquí­simo uso de la escritura. Los aztecas registraban sus leyes, ritos, y tení­an un complejo sistema de cronologí­a. Los escritos mejicanos parecen una colección de dibujos. Los chinos, que afirman haber tenido la escritura desde tiempo inmemorial, con genealogí­as innumerables, guardan sus registros en sus 80.000 caracteres, para los que tienen 214 radicales. Tanto el relato como el libro de Job son considerados como de suma antigüedad. Allí­ se habla no sólo de escritura, sino de un libro: “¡Quién me diese ahora que mis palabras fuesen escritas! ¡Quién me diese que se inscribiesen en un libro; que con cincel de hierro y con plomo fuesen esculpidas en piedra para siempre!” (Jb. 19:23, 24). Esto último se refiere a esculpir sus palabras en una roca, y rellenarlas con plomo. La escritura sobre piedra se practicaba en el antiguo Egipto. Un ejemplo es el obelisco de Cleopatra, ahora en Londres. Notable fue el descubrimiento de la piedra de Rosetta. El hecho de tener escrito el mismo texto en egipcio, demótico y griego posibilitó el descifrado de los jeroglí­ficos egipcios. Los registros escritos más antiguos hasta ahora descubiertos se hallaron en Uruk, al sur de Babilonia. Allí­ se hallaron unos sellos cilí­ndricos, y tabletas de arcilla escritas con ideogramas cuneiformes. Los semitas babilónicos, herederos de la cultura sumeria, adoptaron la escritura cuneiforme (de “cunneus”, latí­n, especie de estilete con el que se hací­an marcas sobre tabletas de arcilla húmeda). Las excavaciones efectuadas en Mesopotamia han sacado a la luz innumerables tabletas de arcilla cocida escritas de esta forma. Las tabletas de Tell el-Amarna, en número de trescientas, demuestran que se empleaban también en Egipto para las relaciones diplomáticas (ver AMARNA). Otros descubrimientos de gran importancia han sido los de Ras Shamra en Ugarit, al norte de Siria (1929-1937) y los de Ebla, en Tell Mardikh (1964-1973). En el de Ebla se han hallado las tabletas escritas con un alfabeto “protohebreo” anterior a Abraham (véanse ABRAHAM, última sección, y CREACIí“N). Por otra parte, F. Petrie descubrió, a principios de siglo, documentos escritos en alfabeto protosemí­tico que se remontan al siglo XV a.C., en la pení­nsula del Sinaí­, en Serabit el Kadem. Que se hallaran en el mismo paí­s donde Moisés recibió la orden de escribir no deja de ser un dato sumamente significativo. Los israelitas pudieron haber tenido al principio un sistema de jeroglí­ficos. Todos los alfabetos han sido relacionados por Gesenio con el fenicio. Se afirma generalmente que el alfabeto fenicio se derivó del hierático egipcio. Del fenicio se derivaron el alfabeto hebreo arcaico, de éste el samaritano, y luego el moderno hebreo cuadrado. Sin embargo, esta conexión es puesta por otros en tela de juicio. El doctor Poole, escribiendo en anteriores ediciones de la Enciclopedia Británica, decí­a que si el alfabeto fenicio se hubiera derivado del egipcio, sus nombres describirí­an los signos originales. En cambio, “alef” significa un buey, no un águila; “bet”, una casa, no un pájaro; “guí­mel”, un camello, no un cesto. No se halla ninguna coincidencia entre ambos. Se puede señalar que el mismo Dios escribió los Diez Mandamientos en las piedras que El entregó a Moisés. En las “diez palabras” se halla todo el alfabeto hebreo, a excepción de la letra “tet”. La escritura es una actividad tan abstracta que no se ha sabido de ningún pueblo en estado de barbarie que diera inicio a ningún sistema de escritura sin haber visto muestras de este maravilloso arte. Es bien conocido el caso de un misionero que una vez escribió en un trozo de madera el nombre de un utensilio que necesitaba, y se lo dio a un jefe, pidiéndole que lo llevara a su mujer. El hombre le preguntó qué le tení­a que decir. No le tení­a que decir nada: sólo llevarle la madera. Se la llevó, y quedó asombrado cuando la esposa del misionero tiró el trozo de madera, y le dio la herramienta. Estaba más allá de su capacidad de comprensión que unas marcas en un trozo de madera pudieran ser portadoras de un mensaje. Era para él un profundo misterio: colgó el trozo de madera alrededor de su cuello, y contaba frecuentemente la maravilla que habí­a hecho. Pero nosotros estamos tan familiarizados con la escritura que no consideramos que se trate de nada misterioso. Sin embargo, hay cosas muy profundas implicadas en ella. Nuestros pensamientos tienen que ser expresados en palabras, nuestras palabras están compuestas de fonemas. Cada uno de estos fonemas, en el sistema alfabético, está representado por una o más letras. Estas traen a la mente el mismo sonido, la misma palabra al ser encadenadas rápidamente en el proceso de lectura, lo que lleva a la mente del que lee los mismos pensamientos que pasaban por la mente del escritor. ¿No se trata la escritura de un don maravilloso de Dios? (Véase también ALFABETO.)

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

[552]
Es la trascripción en grafemas de diversos tipos, los datos, pensamientos o sentimientos que laten en la mente humana.

Surgió en las culturas mesopotámicas (babilónicas, caldeas, asirias) hacia el 3000 antes de Cristo en formas ideográficas (cuneiforme en Mesopotamia), jeroglí­fica, demótica, sacerdotal en Egipto. También en Oriente surgieron diversos alfabetos como el sánscrito que hicieron posible multitud de modelos en los que se depositaron los libros religiosos y profanos del Oriente.

Experimentó un incremento portentoso hacia el VIII, cuando los fenicios usaron la forma abreviada de los fonogramas (que fueron 24). De ella nacieron los diversos alfabéticos fonográficos, (unos 200 conocidos), algunos de los cuales, el griego, el latino, el árabe, fueron soporte de casi todos los documentos y libros cultos de la antigüedad.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

La Biblia los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento

Algunas religiones tienen su “Escritura” o “Escrituras”, donde se conserva la comunicación (“revelación”) de Dios. La Escritura de cada religión intenta responder a los deseos más profundos de la humanidad. Los cristianos disponemos de las Escrituras del Antiguo Testamento (del pueblo de Israel) y las del Nuevo Testamento. Los “libros” en que se contienen las Escrituras constituyen la “Biblia”. En esos libros de la Escritura se contiene la revelación escrita bajo la inspiración del Espí­ritu Santo y se narra y explica la Alianza de Dios con su Pueblo.

Las Escrituras que tenemos los cristianos están en la “Biblia” (conjunto de 73 libros). La comunidad eclesial, guiada por sus pastores, ha reconocido estos libros como auténticos (“canónicos”), es decir, portadores de la Palabra de Dios. Es, pues, la Tradición Apostólica de la Iglesia la garante de la autenticidad de la Escritura, que es siempre carente de error. Según San Pablo, estas “Escrituras” sostienen “la esperanza” de los creyentes (cfr. Rom 15,4).

Palabra revelada por Dios y su interpretación

La Palabra de Dios, que se fue comunicando (“revelando”) a través de la historia, por medio de personas y de acontecimientos, ha sido recogida por autores “inspirados por el Espí­ritu Santo” (2Pe 1,21). Siendo Palabra de Dios, la Escritura no tiene ningún error y es portadora de una eficacia salví­fica; es Escritura “inspirada por Dios” (2Tim 3,16). Dios es la causa principal, que respeta la libertad y las caracterí­sticas del instrumento humano, haciendo que comunique fielmente la revelación, sin ningún error en cuanto al mensaje salví­fico (cfr. DV 11-13).

La Escritura contiene la revelación, pero redactada con una ayuda especial del Espí­ritu Santo. Tiene a Dios como verdadero autor. Los escritores inspirados son instrumentos libres, que no pierden sus caracterí­sticas de psicologí­a, cultura, mentalidad, etc. Sus expresiones humanas tiene valor relativo y no están exentas de limitaciones. Los modos de hablar y de exponer el pensamiento (por ejemplo, con estilo semí­tico), sin contener ningún error en cuanto al mensaje salví­fico, pueden ser “géneros literarios”.

La interpretación de la Escritura (por medio de la “exégesis” y “hermenéutica”) busca descubrir lo que Dios quiere decir por medio de los autores sagrados. Se presta atención al modo de pensar y de expresarse (“géneros literarios”), pero, sobre todo, “hay que tener muy en cuenta el contenido y la unidad de toda la Escritura, la Tradición viva de toda la Iglesia, la analogí­a de la fe” (DV 12). El sentido literal equivale al significado directo de las palabras. El sentido espiritual tiene en cuenta las realidades y acontecimientos de que hablan las palabras todo se refiere a Cristo (sentido alegórico), invitando a una vida santa (sentido moral) y señalando una vida futura en el más allá (sentido anagógico). Cualquier interpretación de la Escritura está sometida al “juicio definitivo de la Iglesia, que recibió de Dios el encargo y el oficio de conservar e interpretar la Palabra de Dios” (ibí­dem).

La eficacia evangelizadora de la Escritura

La Escritura contiene la Palabra “viva y eficaz” (Heb 4,12), que suscita la fe en Jesús, Dios y hombre, Salvador, muerto y resucitado, para transformar la vida humana en vida divina, hacia el Padre, por Cristo y en el Espí­ritu Santo (cfr. Ef 2,18). La comunidad eclesial, interpelada por la Escritura, queda urgida a convertirla en oración, vida nueva y misión universal.

Referencias Alianza, Antiguo Testamento, exégesis, historia de salvación, inspiración, Nuevo Testamento, Palabra de Dios, revelación, salvación.

Lectura de documentos DV 9-26; CEC 50-141.

Bibliografí­a L. ALONSO SCHÖKEL, La Palabra inspirada (Barcelona, Herder, 1969); A. ARTOLA, J.M. SANCHEZ CAROA, Biblia y Palabra de Dios (Estella, Verbo Divino, 1994); T. CITRINI, Escritura, en Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica (Madrid, Paulinas, 1990) 515-543; A. ROBERT. A. FEUILLET, Introducción a la Biblia (Barcelona, Herder, 1967); P. GRELOT, La Biblia, Palabra de Dios (Barcelona, Herder, 1968); V. MANNUCCI, La Biblia como Palabra de Dios (Bilbao, Desclée 1985); (Pontificia Comisión Bí­blica), La interpretación de la Biblia en la Iglesia (1993); K. RAHNER, Inspiración de la sagrada Escritura (Barcelona, Herder, 1970).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

SUMARIO: I. Canonicidad y canon de la Biblia: 1. La Biblia como libro y como problema teológico: a) El canon y la canonicidad, b) El libro y los libros, c) El dogma del canon como acto de fe en la unidad de la Biblia, d) Tradición y canon; 2. Historia del canon bí­blico: a) Periodización, b) El cuerpo de las Escrituras de Israel, c) Las Escrituras antiguas en la Iglesia de los orí­genes, d) Las nuevas Escrituras cristianas, e) El discernimiento patrí­stico del canon, f) El debate moderno sobre el canon y la canonicidad; 3. El problema teológico actual: a) Valor de los criterios de canonicidad, b) í­ndole del juicio de canonicidad, c) Acerca del sentido del AT como Escritura cristiana, d) Canon y ecumenismo. II. Inspiración: 1. El problema; 2. El dato: a) El testimonio bí­blico, b) La identificación moderna del tema y el dogma católico, c) La humanidad del libro sagrado y el carisma hagiográfico; 3. La interpretación teológica: a) La interpretación por esquemas conceptuales, b) La interpretación económica, c) Inspiración y revelación. III. Texto: 1. Los hechos; 2. Texto e inspiración. IV. Verdad (inerrancia) de la Escritura: 1. La inerrancia contra la sospecha de error; 2. La inerrancia como problema de verdad.

I. CANONICIDAD Y CANON DE LA BIBLIA. 1. LA BIBLIA COMO LIBRO Y COMO PROBLEMA TEOLí“GICO. a) El canon y la canonicidad. La entidad teológico-literaria que llamamos Biblia, tal como es reconocida en la Iglesia católica romana, consta de 73 escritos, que se distinguen en dos grupos mayores: AT (46) y NT (27). El número de los escritos recibidos en el /judaí­smo es de 24. Se trata, obviamente, sólo de las Escrituras que llamamos nosotros AT, exceptuando siete libros (Tob, Jud, 1 y 2Mac, Sab, Si, Bar) y de algunas secciones de Est y Dan. El cómputo no resulta obvio a causa de algunas agrupaciones o, viceversa, subdivisiones de libros. El uso de las Iglesias protestantes coincide con el judí­o para el AT; con el de las otras confesiones cristianas para el NT.

El elenco de las Escrituras reconocidas (y, por metonimia, su conjunto, el libro) se llama canon, es decir, regla, norma. La lista es norma eclesiástica para la aceptación de las Escrituras; éstas a su vez son norma divina para la Iglesia y para su fe. De esta manera, canonicidad es ante todo la normatividad de la Biblia para la fe y para la Iglesia; derivada, y más formalistamente, la pertenencia de un escrito al canon bí­blico.

b) El libro y los libros. Norma y elenco: por un lado, y ante todo, el libro, la Biblia, es visto por la fe como realidad unitaria; pero desde el punto de vista de la estructura literaria, de la ubicación histórica y de los contenidos teológicos, se presenta vario, múltiple y desigual. “El libro” es a la vez los libros (biblia, de donde Biblia es un plural); por no hablar de que, dentro de gran parte de estos escritos, se replantea el problema de esta unidad completa. Así­ pues, el problema teológico del canon es, por un lado, el del reconocimiento de la canonicidad de los escritos, y por tanto de la determinación de su elenco; y, por otro, es el problema de la unidad de la Biblia dentro de la multiplicidad de las Escrituras. El condiciona intrí­nsecamente la posibilidad misma de la Biblia de hacer de norma autorizada de nuestra fe. No podrí­a ser norma sino de palabra, tanto si no fuese posible individuar qué escritos forman parte de ella como si por falta de toda lógica interna se convirtiese en un centón sin sentido y acaso contradictorio.

A los escritos bí­blicos les une en primer lugar precisamente el mismo carácter formal de su canonicidad o autoridad canónica, que no se ha de entender sólo en el sentido positivo, y a la postre extrí­nseco e infundado, de un reconocimiento de orden eclesiástico. La Iglesia sabe que no puede decidir los términos de la Biblia y su autoridad libremente, sino que sólo puede reconocerlos sin duda y con seguridad. La canonicidad de la Biblia o, en otras palabras, su misma biblicidad es un hecho objetivo, que precede a nuestra fe, aunque está orientado a ella. Es por definición por este aspecto, en cuanto formal, por el que la Biblia es ella misma y una. Desde el punto de vista, por así­ decir, material, esta unidad de la Biblia toma cuerpo, sin embargo, en una tradición de fe, cuya compleja andadura histórica justamente ella, la Biblia, expresa. Si se prescinde deesta referencia a lo concreto, histórico y material, la formalidad canónica de los escritos bí­blicos aparecerí­a con el rostro desfigurado por el formalismo.

c) El dogma del canon como acto de fe en la unidad de la Biblia. La afirmación de la canonicidad de la Biblia significa entonces, en concreto, un acto de fe en la capacidad de este criterio formal de hacer de coágulo alrededor de la cual aquella historia, aquella tradición, con estos escritos que la expresan y que componen el canon bí­blico, puede ser correctamente interpretada. Un acto de fe, en otros términos, en el hecho de que la Biblia es la palabra autorizada que interpreta con un juicio último y según Dios la historia de la tradición en la que ha nacido; más aún, nuestra misma historia en cuanto está en continuidad con aquélla. La Biblia dice el sentido que tienen según Dios la historia de Israel y la historia de Jesús, la historia de la Iglesia de los orí­genes y, a partir de ahí­, nuestra historia. En esta función y desde esta perspectiva, el dogma del canon desemboca en la capacidad de la multitud de palabras y testimonios bí­blicos de ser una palabra y un testimonio.

La referencia a nuestra historia es necesaria. La Biblia no existe para sí­ misma, sino para nosotros. Si bien cada uno de los escritos que la componen ha tenido un origen determinado y destinatarios primitivos muy distintos de nosotros, por otro lado están abiertos a un empleo ulterior por parte nuestra; y, en particular, está orientada a ese empleo su colección, que los configura como canon. También la llamada a la fe en sentido estricto es necesaria. La Biblia no se presenta sólo como una hipótesis historiográfica y teológicamente plausible de interpretaciones de la tradición en que nació y en la que es leí­da, sino como su lectura auténtica y propiamente divina. Sólo así­ puede representar para la fe una norma en su género absoluta; esto es lo que se expresa con la doctrina de la inspiración [/abajo, II].

d) Tradición y canon. Así­ pues, en relación con la tradición de los orí­genes y con el momento actual, la oposición Biblia-tradición, que constituyó un capí­tulo mayor de la controversia entre catolicismo y protestantismo, aparece radicalmente insostenible. Si es insostenible una oposición (perspectiva tendencial clásica del protestantismo), por razones del todo análogas es insostenible una yuxtaposición (perspectiva tendencial clásica del catolicismo postridentino). El problema real (porque hay un problema real; difí­cilmente surgen y se perpetúan controversias de estas dimensiones sin un problema real) es el de establecer los términos de una relación en todo caso necesaria. La Biblia existe en la tradición, y no tendrí­a sentido sino dentro de ella y con vistas a ella. También las tradiciones religiosas diversas de la hebreo-cristiana tienen sus libros sagrados. También las tradiciones de orden profano tienen con frecuencia textos fundamentales, que definen no solamente sus desarrollos accidentales, sino su identidad profunda (cf las constituciones de los Estados modernos). La tradición viva, no como alternativa a la Biblia, sino como historia del pueblo de los creyentes (cf DV 8), es el único lugar en el que la Biblia se puede conservar y es posible reproponer su palabra.

Pero la Biblia es afirmada como canónica no sólo por la tradición y en la tradición, sino también para la tradición de la /fe. Esto significa que la tradición da testimonio de la Biblia como norma que la trasciende. El juicio con el que se enuncia la canonicidad de la Biblia y se identifica elcanon expresa la í­ndole no inmanentista de la fe y de la tradición de la fe. El juicio sobre la canonicidad y sobre el canon es momento intrí­nseco de la autoconciencia del pueblo de Dios precisamente como pueblo que pertenece a Dios y no a sí­ mismo. Por eso el desarrollo de la conciencia de la fe respecto al canon, en el AT y en el NT, forma parte de modo decisivo del desarrollo de la conciencia de la alianza en el pueblo de la antigua y de la nueva alianza, desarrollo estimulado por la / revelación de Dios antes que por la meditación de los creyentes, la cual en todo caso no es autónoma. En cuanto a la Iglesia posapostólica, se debe compartir la afirmación de Cullmann, según la cual la posición del canon por parte de la Iglesia es un acto de humildad. Sin embargo, desde un punto de vista católico no se puede aceptar que esta humildad ofrezca el rostro dialéctico de la negación del valor de la tradición en oposición a la sola Escritura. Por el contrario, la tradición, al reconocer el canon bí­blico (la Biblia como canon), al paso que afirma la autenticidad de su fe, confiesa la necesidad de la Biblia para el mantenimiento de esta fidelidad. En qué términos se ha de pensar esta necesidad de la Biblia y qué consecuencias se derivan de ahí­ para la /hermenéutica bí­blica, es precisamente la pregunta que es justo y fructuoso que se haga la reflexión teológica.

Para responder a esta pregunta no ayudan sólo los términos abstractos en los cuales enuncian la teologí­a y el dogma eclesiástico la í­ndole sagrada y canónica (concilio Tridentino: DS 1504; Vaticano I: DS 3006; 3029) de la Biblia. Testimonio significativo e importante de la fe respecto a la Biblia es la praxis de la Iglesia y de la misma teologí­a. Se comprueba el retorno, constante en el curso de los siglos, a las Escrituras como punto de referencia autorizada y autentificadora para la predicación y la oración, litúrgica e individual; para la reflexión teológica, para la orientación espiritual, para el discernimiento y las reformas eclesiales. En la misma Biblia encontramos enunciado este panorama de funciones: “Pues toda Escritura divinamente inspirada es útil para enseñar, para reprender, para corregir, para educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, dispuesto a hacer siempre el bien” (2Ti 3:16-17; cf 2Pe 1:19; Qo 12,11). Y el Vaticano II dicta: “(La Iglesia), juntamente con la sagrada tradición, las ha tenido siempre (las Escrituras), y las sigue teniendo, como regla suprema de su fe… Así­ pues, es menester que toda la predicación eclesiástica, así­ como la religión cristiana misma, se nutra y rija por la Sagrada Escritura” (DV 21). “La sagrada teologí­a estriba, como en fundamento perenne, en la palabra de Dios escrita, juntamente con la sagrada tradición, y en ella se robustece firmí­simamente y constantemente se rejuvenece… Con la misma palabra de la Escritura se nutre saludablemente, y santamente se vigoriza también el ministerio de la palabra, es decir, la predicación pastoral, la catequesis y toda la instrucción cristiana, en que la homilí­a es menester que tenga lugar preeminente” (DV 24).

2. HISTORIA DEL CANON BíBLICO. El canon bí­blico nació en una tradición de fe, o en todo caso en el plexo histórico de una pluralidad de tradiciones. Al final (y ciertamente ya durante su desarrollo, a pesar de las dispersiones y las tensiones) se las comprendió como historia única; y a esta comprensión unitaria se debe la posibilidad de entender la Biblia como canon. Para la comprensión teológica del canon de la Biblia no podemos referirnos simplemente a un concepto abstracto de historicidad, sino que debemos considerar la historia concreta de aquella irrepetible gesta que originó la Biblia. Por eso la historia del canon tiene un interés teológico no accidental.

a) Periodización. Una periodización mayor de esta historia, ligada a las estructuras teológicas más caracterí­sticas del canon mismo, debe prever tres tiempos, que en alguna medida se entrelazan. Ante todo el tiempo del AT y del surgir del canon veterotestamentario dentro de la(s) tradición(es) de Israel. Luego el tiempo de Jesús y de la Iglesia de los orí­genes, ya sea en cuanto interpreta el AT releyendo su sentido, su estructura, su canon, ya en cuanto genera el NT. Es un tiempo bajo el signo de lo definitivo, conforme al carácter escatológico de la figura de Jesús, y por ello, en relación con el canon, tiene carácter esencialmente conclusivo. El tercer tiempo, que le sigue, es por tanto tiempo de reflexión teológica sobre el canon como dato autorizado ya cerrado, sobre el sentido y sobre la responsabilidad del cual queda, sin embargo, mucho que meditar y comprender.
b) El cuerpo de las Escrituras de Israel. La historia del canon de las Escrituras de Israel se presenta a la vez como la historia de su colección en un cuerpo de escritos y como la historia de la conciencia de su autoridad. Esta conciencia es de fe, según se ha dicho, y por tanto implica revelación. La historia de la conciencia de la fe nos ayuda, aquí­ en particular, a comprender los caminos del proceso revelador que supone, y que no se nos notifica independientemente si no es con pequeñas referencias. La historia de la conciencia de la autoridad de las Escrituras no supone completada su colección, en el sentido en el que luego nos preguntaremos. Es más, los dos procesos seentrelazan y mutuamente se condicionan hasta formar una única historia. En efecto, la fe en la autoridad de estos textos precede y causa no sólo su colección, sino con frecuencia también su misma redacción; y ello es tanto más cierto cuanto más ésta supone formas textuales, escritas u orales, ya precedentemente compaginadas (fuentes), ya autorizadas por la tradición de la fe, de las cuales deriva luego el documento literario definitivo y canónico.
Así­ la autoridad de los escritos está ligada a la autoridad de su contenido y de su forma de proponerse a la fe de Israel: los textos legales como ley de Dios, los textos históricos como memorial para la fe del pueblo de las intervenciones de Dios en los orí­genes y a lo largo de la historia de la alianza, los textos proféticos como interpretación divina de la historia, los litúrgicos como lenguaje tipo de la oración de la fe, y así­ sucesivamente para los sapienciales, apocalí­pticos, edificantes, etc. La historia del reconocimiento de los escritos sagrados y fundantes, es decir, canónicos, viene a coincidir así­ con la historia de la conciencia teológica del pueblo de Dios, con sus desarrollos y sus involuciones, con sus maduraciones y sus crisis, con su continuidad y sus periodizaciones, con la referencia memorial a los acontecimientos instituyentes y la proyección escatológica hacia el futuro de Dios diversamente prefigurado.

En esta historia van tomando forma un primer grupo de Escrituras (tórah), libro de la alianza y de la ley como fundamento del pueblo; un segundo grupo (profetas, anteriores y posteriores), libro de la interpretación de la historia de Israel a la luz de la alianza gracias a la conservación del don en él de la palabra de Dios; un tercer grupo más heterogéneo (“escritos”), libro de los desarrollos que extienden el mensaje de la ley y de los profetas en direcciones varias, podrí­amos decir, como son varios los caminos de la vida en los cuales tiende a expresarse la fe.

El primer cuerpo de escritos se cierra y hace canónico después del destierro; el segundo es conocido en su forma definitiva en tiempo del Sirácida (principios del siglo II a.C.). El nieto del Sirácida, que traduce al griego la obra (finales del siglo u a.C.), conoce ya una tercera serie de escritos; pero en el judaí­smo no se pronunció una palabra definitiva sobre este tercer cuerpo más que hacia finales del siglo I d.C. En tiempo de Jesús, que la fe cristiana confiesa tiempo final, escatológico, el canon de las Escrituras de Israel está, pues, definido en gran parte, pero no sancionado en sus últimos particulares. Se ha hablado de formas diversas de canon (más amplio, alejandrino; más reducido, palestinense) en el judaí­smo del tiempo alrededor de Jesús. Probablemente es más correcto no hablar de cánones diversos, sino más bien de usos parcialmente no idénticos, no elevados aún a la definitiva rigidez canónica en ninguna de las áreas del judaí­smo.

c) Las Escrituras antiguas en la Iglesia de los orí­genes. El tiempo de los orí­genes cristianos (Jesús, Iglesia apostólica) comprende para la historia de la Biblia la adopción cristiana del cuerpo de los libros sagrados de Israel y la formación del NT. Las Escrituras de Israel son releí­das por Jesús y a la luz del misterio de Jesús como Escrituras que encuentran en él su cumplimiento. En este sentido se las puede aceptar como Escrituras cristianas, y no sólo recordadas como palabra de Dios para el pueblo de Israel. Así­ se convierten en “AT” (la fórmula, referida a las Escrituras, en 2Co 3:14). Su estructura normativa es compaginada, y casi invertida; polarizada ahora definitivamente en Cristo, y no en la tórah, lo cual no deja de plantear problemas interpretativos de amplio relieve, ya que su estructura histórico-literaria no puede menos de seguir siendo la veterotestamentaria. En los orí­genes de este fenómeno está el modo mismo de aceptar Jesús sinceramente las Escrituras de Israel y su autoridad, aunque afirmando la autoridad de su propia persona como más originaria que ellas y como clave para la inteligencia de su verdad última.

También la determinación del canon del AT debe haberse producido en este horizonte. Una aceptación material del canon judí­o no hubiera sido posible para aquella franja todaví­a indeterminada que éste presentaba en tiempos de Jesús. El criterio decisivo -más aún que el de la aceptación y el uso personal de Jesús- parece haber sido el del cumplimiento de las Escrituras en él, es decir, el hecho de haber sido aceptadas y reclamadas por la Iglesia de los orí­genes con vistas al anuncio del misterio de Cristo. Esta recepción y este uso no parecen haber sido determinados, para las partes aún no estabilizadas en el canon de las Escrituras judí­as, a partir de una verificación analí­tica de cada uno de los escritos y de su cumplimiento en Jesús. Es presumible, en cambio, que en un primer tiempo se usaran las Escrituras para el anuncio evangélico como un todo, sin afán particular de determinar los criterios de canonicidad y reconocimiento; y que a todo esto, medido por el uso más general de las Iglesias de los orí­genes y no por el de las escuelas y las sinagogas judí­as, se refiriera la Iglesia conforme se le fue planteando más explí­citamente el problema del canon.

d) Las nuevas Escrituras cristianas. Dentro del anuncio apostólico del misterio de Cristo y como momento suyo, nace además el NT. Los escritos que lo componen, surgidos en y de las tradiciones de las Iglesias a través de itinerarios más rápidos, pero no menos complejos que los que habí­an dado origen al AT, van compaginándose en una colección de cartas paulinas (conocida ya de 2Pe, aunque no sabemos si en la forma actual) y en un grupo de cuatro escritos pertenecientes al nuevo género “evangelio” (a finales del siglo II la cuaterna es ya tan compacta que se puede alegorizar sobre el número), y en otros escritos, entre ellos He, ligado al cuerpo de los evangelios por razones literarias e histórico-teológicas, y otros que se pueden situar diversamente.

El proceso de canonización de los escritos neotestamentarios, análogamente a lo que habí­a ocurrido para el AT, supuso discernimiento entre escritos genuinos y menos genuinos o incluso extraviados. El criterio de este discernimiento fue la memoria de Jesús transmitida auténticamente en las Iglesias, mientras que a su vez los escritos canónicos fueron reconocidos en las Iglesias como la garantí­a objetiva de la autenticidad de la tradición y de la fe. Las Iglesias no conocieron nunca un canon sólo neotestamentario, sino que colocaron los nuevos escritos junto a las Escrituras de Israel, que se habí­an cumplido en Cristo, como coesenciales, unos y otras a su modo, para el anuncio del evangelio de Jesús, para la apologí­a, para la liturgia, para la catequesis y para la edificación. Precisamente en torno a la cuestión de la relación entre AT y NT, así­ como entre las respectivas Escrituras, se abre el tercer momento de la historia de la fe respecto al canon y a la canonicidad de la Biblia.

e) El discernimiento patrí­stico del canon. El debate eclesiástico y teológico sobre el canon y la canonicidad de la Biblia ya conclusa y confiada a la tradición posapostólica se puede dividir en tres grandes momentos: el patrí­stico, de la controversia marcionita a principios del siglo v; el momento de Lutero y de la definición tridentina del canon; el debate hermenéutico moderno y contemporáneo.

El hereje Marción (mitad del siglo n) no reconocí­a el AT (alianza y libros), que atribuí­a a un Dios malvado, opuesto al del NT. También en el NT mantení­a un canon especial (el “evangelio”: Lc, más el “apóstol”: 10 cartas paulinas, todo ello depurado de las citas veterotestamentarias). Ante esta postura, las Iglesias formalizaron su propia recepción de las Escrituras de los dos testamentos, y al menos desde entonces tuvieron un canon oficial. Para el AT no era una novedad la configuración en un canon; para el NT es difí­cil ir más allá de la conjetura a propósito del grado de explicitación del canon y de sus extremos en los tiempos que precedieron a la controversia suscitada por Marción.

Acerca de los confines del canon, tanto del AT como del NT, todaví­a hay incertidumbres entre los padres sustancialmente hasta el siglo v (esporádicas las referencias sucesivas). Se refieren éstas a aquellos escritos del AT que el judaí­smo no admite, y también, por razones diversas, a siete escritos del NT (Heb, Sant, 2Pe, 2Jn, 3Jn, Jud, Ap). Entre tanto, se aclaró definitivamente el rechazo de los apócrifos. La concordia sobre el canon se fue formando finalmente alrededor de un complejo criterio de apostolicidad de las Escrituras. Al sentido de este criterio en relación con el AT se ha hecho ya referencia; la reflexión teológica sobre él es muy compleja, y el testimonio patrí­stico no formal. Para el NT apostolicidad implicaba, en un nexo difí­cil de analizar, origen apostólico de los documentos, autoridad apostólica de su entrega a las Iglesias, fidelidad de su contenido a la doctrina de los apóstoles.

Basándose en el primer aspecto se suscitaron ya en la época patrí­stica problemas de autenticidad literaria, en particular sobre la paternidad paulina de Heb (que, por lo demás, Heb no exige en rigor) y juanista de Ap. Por lo demás, la literatura apócrifa se apoyaba en general precisamente en la atribución de los escritos a figuras apostólicas o en todo caso de la primera generación cristiana. Para comprender el problema hemos de estar atentos a no abordarlo partiendo de una concepción moderna de la figura del autor y de la paternidad literaria. El uso, que para nosotros es en todo caso inadmisible, de la pseudoepigrafí­a (atribución ficticia), en la mentalidad antigua se juzgaba con criterios más elásticos y polivalentes. No es que se admitiera cualquier pseudoepigrafí­a; pero se estimaba apropiada la atribución a un jefe de escuela autorizado (incluso lejano) de escritos producidos dentro de la tradición que era heredera legí­tima suya. De ahí­ ya en el AT la paternidad mosaica de toda la ley, la daví­dica en general de los salmos, la salomónica de muchos escritos sapienciales. Si se prescinde de buena parte de las cartas paulinas, puede que no haya escrito en el NT que escape a una hipótesis más o menos fundada de pseudoepigrafí­a. Por lo demás, la atribución de algunos escritos es tradicional, es decir, que proviene de testimonios externos y no del escrito mismo (todos los evangelios, p.ej.).

Hay que notar que los padres, al valorar los escritos del NT con el metro de la apostolicidad, no consideran extensible ilimitadamente este derecho a servirse del nombre de los apóstoles. No dudan que ellos mismos son herederos legí­timos de la tradición apostólica (en general son obispos, entre otras cosas); sin embargo, saben que pertenecen a una época que no está ya en condiciones de producir Escrituras. De este modo llegamos al segundo aspecto de la apostolicidad de los escritos neotestamentarios: son considerados testigos de los orí­genes, y como tales son recibidos. Así­ ya el fragmento de Muratori (finales del siglo u) excluye del canon bí­blico al Pastor de Hermas, aunque lo reconoce como bueno y edificante, por ser escrito reciente. Se inicia así­ (al menos por lo que sabemos) la distinción entre documentos bí­blicos y documentos buenos de la tradición cristiana sucesiva; para la formación del canon es casi tan necesaria como la distinción entre escritos conformes o disconformes respecto a la tradición de la fe.

También este tercer criterio, o sea la ortodoxia, se usó en la era patrí­stica, sobre todo para rechazar las obras de grupos heréticos que se atribuí­an origen y autoridad apostólicos (apócrifos). Este género de valoración supone en la tradición de las Iglesias y en los obispos de los siglos ii-v una fuerte conciencia y seguridad de su capacidad de permanecer fieles (por un don del Espí­ritu) a la doctrina de los apóstoles; hasta el punto de que es legí­timo preguntarse qué garantí­a, apoyo y norma encuentra (y sobre todo busca) en los escritos una tradición ya tan segura de sí­ que se considera capaz de discernir los mismos escritos basándose en el contenido. En realidad, esta descripción del reconocimiento del canon por parte de los padres y de las Iglesias parece simplificadora. Un primado sin más de las Iglesias y de su magisterio respecto a los escritos neotestamentarios no existió jamás; y la tan repetida fórmula agustiniana “ego vero evangelio non crederem, nisi me catholicae ecclesiae commoveret auctoritas” expresa sólo en su carácter paradójico la mitad (y no la más importante) de la actitud de latradición. El discernimiento de la canonicidad de los escritos neotestamentarios por parte de la comunión de las Iglesias en los primeros siglos fue un hecho progresivo; y el reconocimiento o rechazo, también con el metro de la ortodoxia, de los escritos más controvertidos se verificó por la acción de las Iglesias firmemente referidas a los escritos de más serena apostolicidad y formados y regulados continuamente por ellos. Aunque no es fácil indicar la medida del fenómeno, ciertamente la coherencia interna fue un factor importante de la creciente clarificación del canon.

f) El debate moderno sobre el canon y la canonicidad. La problematización del canon tradicional a principios de la época moderna por parte de Lutero ha estado presidida por la cuestión de la pureza del evangelio, es decir, por la capacidad de las Escrituras de comunicar (“urgere”) a Cristo como única palabra de salvación de Dios para nosotros. Al asumir como criterio de canonicidad -evidentemente según su propia comprensión- la doctrina de la justificación por la sola fe, en la cual veí­a expresada la confesión de Cristo como- único salvador y la negación de cualquier presunción de autosalvación, Lutero marginaba como de menor valor a Sant, Jud, Heb, Ap. En cambio, para el AT siguió el canon judí­o.

Frente a esta problematización, lo mismo que frente a crí­ticas suscitadas por Erasmo atendiendo a razones de orden literario sobre la canonicidad de Mar 16:9-20; Luc 22:43-44; ,11, el concilio de Trento (sesión IV, 8-4-1546, DS 1501 ss) definió el canon de los escritos bí­blicos, dando su lista y ordenando admitirlos “í­ntegramente, con todas sus partes, como es costumbre leerlos en la Iglesia católica y se encuentran en la vieja edición latina Vulgata”. Por su parte, la llamada “ortodoxia protestante” (filón doctrinal y dogmático de la teologí­a protestante más antigua, cuyo máximo representante fue J. Gerhard; fórmulas confesionales; uso de las Iglesias), abandonando el evangelismo de Lutero, se afirmó más bien en una posición biblista, volviendo al canon neotestamentario de los 27 escritos y permaneciendo para el AT en las posiciones más estrictas del canon judí­o.

La teologí­a católica, empeñada en defender el dogma tridentino y la integridad del canon, ha insistido durante mucho tiempo en la idéntica autoridad de todos los escritos bí­blicos, y en particular de los protocanónicos y deuterocanónicos. La distinción de escuela entre escritos protocanónicos y deuterocanónicos se debe a las elaboraciones escolásticas del siglo xvi. Se llama protocanónicos a aquellos escritos cuya canonicidad es históricamente indiscutible (prescindiendo del asunto marcionita); deuterocanónicos son aquellos escritos y fragmentos del AT y del NT cuya pertenencia al canon, como se ha ido recordando, fue objeto de disputa. La afirmación de la identidad canónica de todas las Escrituras es válida y necesaria en la medida en que, como hací­a la teologí­a católica postridentina, se adopta un concepto formal de canonicidad y nos colocamos en el punto de vista de la í­ndole divina de la autoridad de la Biblia. En cambio, en la medida en que se atiende especí­ficamente a la mediación humana (lingüí­stica) de esa autoridad, reconociendo el alcance del contenido y no sólo el formal de la canonicidad de la Biblia, el problema del valor idéntico de todos los escritos debe abrirse de nuevo. No se trata de desenterrar la cuestión marcionita ni de reiniciar el debate antiguo sobre los deuterocanónicos. Se trata más bien de renovar en conjunto los términos de la cuestión, poniendo de manifiesto su significado propio, que es hermenéutico (la canonicidad como premisa que caracteriza la relación entre la Biblia y la fe del que la lee) y subordinando, como es jerárquicamente justo, la afirmación del canon a la de la canonicidad de la que recibe sentido. También esto es tradicional.

El Vaticano II se ha hecho eco de ambas direcciones de la tradición, en particular reconociendo los escritos del AT como verdadera palabra de Dios, que tiene para nosotros valor perenne (DV 14), aunque “contengan también cosas imperfectas y temporales” (DV 15) y encuentren “su completo significado en el NT” (DV 16). En cuanto al NT, en él “la palabra de Dios… se presenta de modo eminente” (DV 17). Y, en especial, “a nadie se le oculta que, entre todas las Escrituras, aun del Nuevo Testamento, descuellan con razón los evangelios” (DV 18).

La reflexión teológica más reciente tiene una prehistoria justamente en la exhortación luterana a ir más allá del texto de la Escritura para captar aquello a lo que se refiere; pues la Escritura es canónica no por afirmarse a sí­ misma como libro, sino con vistas a la palabra de la que es mediadora. En este sentido, como se ha dicho, esa reflexión (directamente sobre la canonicidad, y sólo en oblicuo sobre el canon) tiene un carácter precisamente hermenéutico. Ha asumido diversas formas según el modo en que se ha concebido nuestra relación con el contenido de la Escritura. Así­ la concepción pietista de la fe ha llevado a interpretar la canonicidad de la Escritura según el criterio de lo edificante. En cambio, la teologí­a iluminista ha dado la preferencia a la universalidad de la religión natural o, por otro camino, a la genuinidad histórico-crí­tica de la documentación. La teologí­a dialéctica ha interpretado el problema de Lutero en sentido existencialista hasta la separación bultmaniana entre el NT como fuente de acceso crí­tico al Jesús de la historia y como palabra que me interpela a la decisión por Dios en el Cristo de la fe. Más complejas y articuladas son las posiciones bultmanianas (Kümmel, Kásemann, Aland, Marxsen, Ebeling…).

Con referencia precisa a la cuestión del canon, esta teologí­a se ha presentado a menudo como problema del “canon dentro del canon” (en sentido evidenciativo-verificativo o en sentido selectivo), o como cuestión de articulación y de articulación interna del canon con vistas a la elaboración eventual de una t teologí­a bí­blica. En cambio, no ha conducido (después de Lutero) a ninguna tentativa de modificación real del canon recibida en las Iglesias. Por su parte, la teologí­a católica, mantenida por el dogma tridentino al abrigo de cuestiones sobre la extensión del canon, ha dejado también las cuestiones relativas a la canonicidad más bien en la sombra. Ha preferido seguir proponiendo también la tradición, junto a la reflexión sobre la Biblia misma (y a veces en contraposición polémica con ella) como criterio de reconocimiento del canon y la comprensión correcta y profunda de su contenido y de su autoridad. En este sentido cf DV 8: “Por la misma tradición conoce la Iglesia el canon í­ntegro de los libros sagrados, y las mismas letras sagradas son en ella entendidas más a fondo y se tornan constantemente eficaces”.

3. EL PROBLEMA TEOLí“GICO ACTUAL. El problema teológico actual respecto al canon bí­blico se podrí­a plantear así­: ¿Qué sentido tienen hoy los criterios de canonicidad usados por las Iglesias de los primeros siglos? ¿Qué itinerarios teológicos y hermenéuticos nos sugieren? La distancia de la época de los orí­genes (en el sentido de contigüidad menos inmediata), el hecho de la prescripción tradicional sancionada por el dogma tridentino (pero también, en la práctica, por el uso de las Iglesias acatólicas), la teologí­a de la revelación, madurada después de la época iluminista, la dimensión ecuménica en lugar de controversista asumida por el debate son otros tantos factores que inducen a esperar que las preguntas indicadas no sean ociosas.

a) Valor de los criterios de canonicidad. El criterio de la originalidad literaria puede proporcionar una importante dinámica de la transmisión de la revelación y garantizarle justamente a través del documento bí­blico una eficacia perenne. El anuncio del evangelio, ahora y ya en los comienzos, en la predicación “oral y en la palabra escrita, por un lado es absolutamente adecuado para despertar la fe (cf Jua 20:29); por otro, es irreductiblemente diverso de la experiencia originaria del encuentro de Jesús por parte de los primeros testimonios, a partir de la cual en la Iglesia se hace memoria del Señor (cf Luc 1:1-4; Un 1,1-3). La Escritura, y en particular el NT, al permitir a través de la forma del documento escrito acceder a una formulación de primera mano de esta experiencia, ofrecerí­a no tanto la más profunda o completa o útil o interesante formulación de la fe cuanto aquélla con la que es necesario que se enfrente toda formulación que no quiera sustituir por arbitrio e invención la objetividad y el carácter definitivo de la palabra que Dios nos ha dicho en Jesucristo.

La elaboración teológica de esta indicación requiere ante todo una apologí­a apropiada de lo que a este propósito nos supone más problema a nosotros, a saber: del método pseudoepigráfico. Esta reflexión deberí­a unir una investigación histórico-teológica sobre los hechos y sobre los textos que tenga en cuenta puntualmente los recientes resultados de los métodos histórico-formal, histórico-tradicional, histórico-redaccional, con una profundización filosófico-antropológica sobre la experiencia de fe, su traducción lingüí­stica y los temas conexos. Ya en este punto se deberí­a tener en cuenta la diferenciada concepción de la autoridad apostólica y de la apostolicidad que presentan las tradiciones neotestamentarias, lo cual es tanto más necesario cuando se las confronta con estas indicaciones que se derivan del empleo de los otros parámetros de apostolicidad usados por los antiguos.

El parámetro jurí­dico-cronológico, según el cual son apostólicos los escritos de la época de los apóstoles y están garantizados por su autoridad, evidencia y desarrolla, justamente en virtud de su í­ndole positivista, el carácter no manipulable de la revelación mediata de las Escrituras. Para que el resultado de esta perspectiva no sea solamente negativo, es decir, que no se reduzca a un distanciamiento de lo que no es la revelación (valor en todo caso también precioso) sin ayudar a delinear lo que es, quizá la teologí­a fundamental deberí­a afanarse sobre todo en el examen y en la aplicación a este tema de las relaciones entre historia y misterio, entre memoria y tradición.

Difí­cilmente se podrán recorrer estos caminos sin evocar precisamente el parámetro recordado en primer lugar y el que apela al contenido apostólico de los escritos del NT. A través de esta consideración del contenido, el criterio de la apostolicidad tiende a transformarse en el de la evangelicidad en sus diversos matices (doctrina evangélica, energí­a evangelizadora…). De ese modo se evidencia la relatividad del documento en relación con lo que está destinado a comunicar; y así­ la teologí­a se ve forzada a considerar como un hecho unitario, y a comprender justamente como tal, el discernimiento de la identidad de la Escritura y el discernimiento de la identidad de Jesús.

b) índole del juicio de canonicidad. No parece posible un juicio definitivo, que se adueñe en una sí­ntesis teológica de los términos objetivos de lo que estos y, eventualmente, otros parámetros expresan. La sí­ntesis surge dentro del acto hermenéutico, en el cual hay que habérselas realmente con la Biblia; y, por tanto, sólo puede ser objetivada limitadamente y a condición de adoptar justamente la praxis hermenéutica concreta como punto de partida correcto. Esta í­ndole limitada y esta corrección de enfoque hay que reconocerlas especialmente a la definición tridentina del canon. Pues ella toma como punto de referencia la praxis más que milenaria de la Iglesia y la fotografí­a en el perfil limitado y preciso de la enumeración de los escritos canónicos. Como en todo problema teológico, el hecho de que los resultados de la reflexión tengan siempre carácter no exhaustivo no significa, en definitiva, que estén privados de verdad y que no puedan manifestar un progreso en la inteligencia del misterio; justamente es lo contrario.
c) Acerca del sentido del AT como Escritura cristiana. En particular, un análisis que aspirara a ser más completo no podrí­a descuidar lo que aquí­ simplemente se ha apuntado, a saber: la más que difí­cil problemática de la elaboración teológica de la apostolicidad del AT. Sus libros, “integralmente asumidos en la predicación evangélica”, justamente así­ para la fe cristiana “adquieren y manifiestan su completo significado” (DV 16). También a este propósito es punto de partida prácticamente obligado la tradición hermenéutica de las Iglesias. Reinterpretando la tradición alegórica que se afirmó a partir de Orí­genes y purificándola no sólo de las ingenuidades técnicas de la exégesis patrí­stica y medieval, sino sobre todo de la concepción a pesar de todo insuficientemente histórica de la verdad de las Escrituras común en la teologí­a del pasado, deberí­a ser posible integrar de modo teológicamente correcto y fecundo la concepción formalista, y por tanto gris y sin relieve, del canon y de la canonicidad heredada, en lo que se refiere a la relación AT-NT, de la teologí­a de la controversia antimarcionita.

d) Canon y ecumenismo. Finalmente, no habrá que desestimar la valencia ecuménica de este interrogarse, integrando y problematizando cada uno de los parámetros a partir de los otros (evidentemente, sobre el fondo de los datos de la historia). No es difí­cil reducir emblemáticamente, al menos en principio y con el justo sentido de los obligados matices historiográficos, las posiciones sobre el sentido de la Biblia mantenidas por las grandes confesiones de Occidente y por las grandes escuelas teológicas contemporáneas (iluminista-liberal, existencialista-dialéctica…) a los principales parámetros de la apostolicidad, o al menos al modo de relacionarlas entre sí­. La forma (pací­fica, dialéctica, relativista, sincretista, escatológica…) y los términos concretos de toda sí­ntesis teológica respecto a la canonicidad y al canon de las Escrituras son contemporáneamente ya por sí­ mismos una propuesta metodológica y de contenido para el ecumenismo. Corresponden a otras tantas maneras de concebir la comunión eclesial, y los caminos para desarrollarla y, donde sea necesario, corregirla.

Por este camino, en particular, se ha movido E. Kásemann, sosteniendo que las rupturas eclesiales no podrí­an sanarse a partir del canon, y que por tanto el NT no es plataforma suficiente para el camino ecuménico, como muchos sostienen, puesto que él mismo es intrí­nseca y necesariamente conflictivo. Una propuesta ecuménica católica inspirada deberá afirmar, en cambio, posibilidades reales de comunión eclesial ya en el cauce de la historia, y correspondientemente posibilidades de sí­ntesis en el plano de la teologí­a bí­blica. Por eso mismo, aunque consciente de los lí­mites inevitables de cualquier proyecto, se empeñará en formular hipótesis de itinerario en esta dirección.

II. INSPIRACIí“N. 1. EL PROBLEMA. Por “inspiración” de la Biblia, y con las expresiones sustancialmente equivalentes, de las cuales la más tradicional es aquella por la cual se confiesa que la Biblia es “palabra de Dios”, la fe y la teologí­a indican el fundamento de la canonicidad de la Escritura en la trascendencia del misterio de Dios. Esta relación de la Biblia con el misterio se puede contemplar de diversas maneras. La más usual es la que señala a Dios como origen trascendente de las Escrituras. Por lo demás, no hay que excluir que el mismo concepto de inspiración valga para indicar útilmente también la presencia actual del misterio en la palabra de la Escritura y la transparencia de la Escritura en relación al misterio. Es además trascendente la finalidad de las Escrituras; ellas ofrecen “la sabidurí­á que conduce a la salvación por medio de la fe en Jesucristo” (2Ti 3:15) y sostienen en el itinerario de la esperanza (cf Rom 15:4); son, pues, instrumento para la adhesión a Dios que se nos ofrece como salvación.

En virtud de la inspiración, referidas inmediatamente a Dios, son sagradas las Escrituras. Sacralidad y canonicidad de las Escrituras son inseparables, porque la autoridad que les viene de Dios las hace normativas y necesarias, es decir, justamente lo que se entiende al señalarlas como canónicas. Pero no podrí­an reivindicar semejante autoridad sobre la Iglesia y sobre la fe (virtud teológica que tiene como objeto precisamente a Dios) sino en virtud de una inmediatez al misterio, que es justamente lo que se expresa con la doctrina de la inspiración.

También se puede decir que la doctrina de la inspiración se refiere a la Biblia en sí­, y la de la canonicidad a la Biblia en relación a nosotros. Pero menos oportunamente; sobre todo si la consideración de la Biblia en sí­ da a entender que se puede pensar sensatamente la Biblia por sí­ misma. En cambio, carecerí­a del todo de sentido prescindir de su ser propter nos, pues Dios ciertamente no da origen a un libro suyo para satisfacer exigencias expresivas propias. La observación, sobre cuya aparente evidencia se podrí­an hacer observaciones sutiles, en conjunto no debe parecer superflua. La reflexión teológica sobre la inspiración de la Biblia ha sido a veces realmente ví­ctima de abstracciones, precisamente por haber considerado el misterio divino de la Escritura desenganchado de su referencia intrí­nseca a aquel diálogo de la salvación en el que está inserta y para el cual ha sido pensada.

2. EL DATO. a) El testimonio bí­blico. Una reflexión sobre la palabra de Dios escrita se encuentra sólo anunciada en el AT. La formación de un canon, o al menos de sus partes bien definidas, precede a la explicitación del sentido teológico de los escritos de Israel. Mas no serí­a correcto esperar que ya desde el principio, mientras que los documentos bí­blicos y su cuerpo estaban aún tomando formas, la doctrina de la inspiración surgiese en los términos y según losinterrogantes explí­citos de la teologí­a posbí­blica. El tema de la palabra de Dios, relacionado con la experiencia del Dios que habla, ha iluminado ciertamente la recepción de las Escrituras de Israel bastante antes de que se pensase en interrogarse sobre el sentido preciso de la forma escrita de esta palabra. Así­ la palabra de la tórah, por ejemplo, fue venerada y amada ante todo en su realidad complexiva de ley-sabidurí­a-palabra y escrito. Algo análogo puede decirse del tema del Espí­ritu de Dios, cuya acción por medio de los profetas y de los sabios de Israel (y luego de los apóstoles y de los discí­pulos de la era apostólica) fue reconocida en los documentos provenientes de ellos y de sus escuelas antes de que se sintiese la necesidad de formular explí­citamente la pregunta acerca de los escritos en cuanto tales.

El paso, en términos generales de historia de la cultura, de una tradición preferentemente oral y consuetudinaria a otra en la que el escrito habrí­a desempeñado un papel decisivo, debe haber constituido el fondo apropiado para la aparición de la cuestión teológica acerca de la í­ndole sagrada de las Escrituras. Estas se convirtieron en instrumento normal de memoria de los acontecimientos originarios por los cuales fueron generadas la antigua y luego la nueva alianza, y en los que encontraron (y la segunda sigue encontrando) su propio sostén y su orientación. Para la doctrina católica, que rechaza la exclusividad del principio “sola Scriptura”, esta función no se entiende como alternativa a la tradición viva, que es una forma más vasta y que, en conjunto, comprende también la Biblia, la sola forma adecuada de la memoria de la alianza.

Si no debemos esperar del AT una doctrina formal sobre el tema de la inspiración, hay que observar, sin embargo, que los temas de la experiencia de la antigua alianza ayudan a leer los textos más recientes y más explí­citos sobre la Escritura y su í­ndole sagrada, principalmente el de 2Pe 1:20-21 y el de 2Ti 3:15-16. 2Pe se refiere a la graphé como lugar de palabra profética auténtica. En el origen de esta palabra profética (de ella se habla formalmente, no de la graphé en cuanto documento) está la iniciativa no del hombre, sino del Espí­ritu Santo; de tal modo que ella es palabra de parte de Dios. Los mismos temas (Dios, el Espí­ritu) se encuentran en 2Tim en el adjetivo theópneustos, “inspirado por Dios”, atribuido a (o predicado de) “toda Escritura”. El sentido del adjetivo, que se hizo luego técnico, ha de establecerse, pues, a partir del tema del Espí­ritu que viene de Dios, o por medio del cual obra Dios. Ha de entenderse también a partir del contenido, cuyas grandes directrices teológicas son el esfuerzo por ser fieles a la doctrina (esto también en 2Pe), la “salvación por medio de la fe en Jesucristo” (v. 15), la “preparación” del “hombre de Dios” para el ministerio eclesiástico, que no carecerá de pruebas. Otro tema fundamental emerge del contexto del pasaje de 2Pe, y es el de la espera de la “estrella matutina” (manifiestamente Cristo), hasta cuya aparición nos es preciosa la palabra profética de la Escritura “como lámpara que luce en lugar tenebroso” (v. 19).

Se trata en ambos textos directamente de las Escrituras veterotestamentarias, pero a las cuales se compara esencial, y aun primariamente, la doctrina y el testimonio apostólico (también esto en ambos contextos). Se nos encamina, pues, a poder hablar de inspiración para el cuerpo entero de las Escrituras cristianas, AT y NT, pues estas anotaciones sobre la í­ndole sagrada de las Escrituras se formulan, en efecto, en un momento en que su canon comienza a aparecer articulado en sus dos grandes secciones. 1Ti 5:18 cita, en efecto, a Luc 10:7 como “Escritura” (y la unidad interna del cuerpo de las pastorales es sólida), mientras que la misma 2Pe no vacila en comparar las cartas paulinas con las “otras Escrituras” (Luc 3:16).

Así­ pues, en conjunto el cuadro teológico ofrecido por los dos textos presenta indicios significativos para la comprensión de la Biblia precisamente como palabra de Dios escrita. La ausencia de Cristo, a la cual hay que ser fieles y que es esperado, hace preciosa la referencia precisamente al documento. Por su parte, el tema pneumatológico, mientras que es realmente apto para dar relieve a la eficacia de la palabra de la Escritura y a su finalidad de salvación, en una teologí­a neotestamentaria no puede separarse precisamente de la memoria, de la confesión en la fe y de la espera de Jesucristo. El Espí­ritu Santo (2Pe 1:21) captado en el origen de las Escrituras proféticas no es distinto de aquel cuya efusión está en el origen de la Iglesia y de su testimonio de fe; es el Espí­ritu del cual declarará el sí­mbolo de Constantinopla que “ha hablado por medio de los profetas”, confesando así­ la continuidad de AT y de NT.

b) La identificación moderna del tema y el dogma católico. El problema de la relación entre carácter sagrado de la palabra y carácter sagrado de la Escritura (en términos más técnicos: entre revelación e inspiración) es en realidad un problema moderno. Estudiando el pensamiento de santo Tomás al respecto, la teologí­a neoescolástica no ha descubierto más que las cuestiones sobre la profecí­a (S.Tb., II-II, qq. 171-174). Para que se planteara el problema era necesario pasar por la crisis de desconfianza en el lenguaje propia de la teologí­a nominalista, y la correspondiente posición dramática del problema hermenéutico con Lutero, y por el biblicismo de la teologí­a de la ortodoxia protestante. En la teologí­a católica la distinción entre revelación e inspiración, y consiguientemente la interrogación sobre ésta como tema separado, surgió con L. Lessio y el debate sobre sus tesis (1587-1588). El contexto era el de la problemática conocimiento natural-conocimiento sobrenatural. Y en su tiempo, precisamente en nombre del conocimiento racional, en la teologí­a iluminista no se podrá dejar de preguntar qué sentido tiene, y si tiene sentido, considerar la Biblia algo más y diverso de un libro como todos los otros.

Este contexto permite comprender por qué, a diferencia del concilio de Trento, que tení­a sólo el problema del canon bí­blico, el concilio Vaticano I, celebrado después de la crisis de la confianza en la Biblia surgida con el iluminismo, tuvo el más radical de la inspiración. Al reprobar dos teorí­as quizá no entre las más importantes, y al aceptar positivamente las formulaciones más tradicionales de la fe, el concilio enseña que los libros del AT y del NT “la Iglesia los considera sagrados y canónicos no porque, compuestos por sola obra humana, hayan sido luego aprobados por su propia autoridad; y tampoco solamente porque contienen la revelación sin error; sino porque, compuestos por inspiración del Espí­ritu Santo, tienen a Dios por autor, y como tales (es decir, como sagrados y canónicos, n.d.r.) han sido consignados a la Iglesia” (DS 3006).

Además de reiterar la enseñanza dogmática del Vaticano 1, el Vaticano II se servirá también de la otra fórmula más clásica, puntualizando de este modo la unidad diferenciada de Escritura y tradición: “La Sagrada Escritura es palabra de Dios…; la sagrada tradición transmite í­ntegramente la palabra de Dios” (DV 9). La afirmación de que la Escritura es realmente “palabra de Dios” no impide que el concilio no confunda revelación e inspiración: la doctrina sobre la Sagrada Escritura y su inspiración está ubicada, en efecto, dentro del discurso sobre la transmisión de la divina revelación. En cuanto al misterio del origen divino y humano de la Escritura, el Vaticano II, haciéndose eco también de la enseñanza de los papas del último siglo, insiste en el respeto que ha tenido Dios hacia los autores humanos, que son “verdaderos autores” (DV 11). Así­ manifiesta la Biblia la divina “condescendencia”: “Y es así­ que las palabras de Dios, expresadas en lenguas humanas, se han hecho semejantes al lenguaje humano, a la manera como un dí­a el Verbo del Padre eterno, al tomar la carne de la flaqueza humana, se hizo semejante a los hombres’,’ (DV 13).

c) La humanidad del libro sagrado y el carisma hagiográfico. Justamente a propósito de la cuestión de la verdadera y plena humanidad de la Escritura han versado los capí­tulos más significativos de la historia de la doctrina de la inspiración; y no es extraño, ya que precisamente la correcta relación con lo humano nos señala lo correcto de la imagen teológica del Dios que está en el origen de la Biblia y del origen de la Biblia de Dios. Es una dinámica necesaria de todo conocimiento de Dios. En particular, es teológicamente necesario que no se imagine a Dios como concurrente del hombre, sino como al que lo acoge y lo salva; la afirmación de la verdadera y plena humanidad de la Biblia y la precisión de sus términos pretenden expresar en definitiva esto.

Los principales capí­tulos en los que esta clarificación se ha desarrollado hasta hoy son tres: el de la plena intencionalidad humana, el de la culturalidad y de la historicidad de la obra de los autores sagrados. La primera precisión se opone a una concepción estática o de alguna forma pasiva de los autores inspirados; la segunda a una suerte de “naturalidad universal” de su palabra; la tercera impone que se comprenda todo escrito bí­blico como situado en la cronologí­a, en la sociologí­a y en cualquier otra coordinada histórica, de modo que se siga lo puntualmente que la escucha de la palabra de la Biblia entraña el esfuerzo hermenéutico por salvar la distancia entre el texto y el lector.

Esta serie de precisiones que ha ido poco a poco exigiendo el esfuerzo de inteligencia de la Biblia y de su misterio le permite a la doctrina de la inspiración hacer justicia al origen y fisonomí­a reales del libro sagrado. En particular, el concepto de hagiógrafo (autor sagrado, inspirado), fundamental para la reflexión teológica sobre la inspiración, se ha de entender hoy a la luz de las más recientes adquisiciones de la ciencia bí­blica. Sabemos, en efecto, que sólo raramente las páginas de la Escritura tuvieron en su origen un autor que las escribiese del modo como suelen escribir los autores modernos. En grandí­sima parte, los escritos bí­blicos tienen tras de sí­ una compleja elaboración de tradiciones orales y escritas, de relecturas, recomprensiones, retoques y otras actividades redaccionales; y no en último término, la actividad de quien, al introducir los escritos en un cuerpo más vasto (canon), hizo realmente evolucionar, si no el significado verbal, el sentido del conjunto y su mensaje para nosotros [/Pentateuco; /Palabra; /Revelación].

La Escritura nace, pues, en el pueblo de Dios y en su tradición; y la inspiración es don que se ha de entender en el marco de la acción del Espí­ritu que plasmó la tradición de Israel y de la Iglesia de los orí­genes en lo concreto de la alianza, antigua primero y luego nueva. En esta tradición del pueblo de Dios y de su fe, la inspiración es carisma que invade en diversa medida y según modalidades diversas a todos los que de algún modo contribuyeron intrí­nsecamente a dar origen a la Biblia. Desde este punto de vista, el carisma de la inspiración presenta una fenomenologí­a que está lejos de ser uniforme. La reflexión neoescolástica ha realizado complejos análisis a propósito de la psicologí­a de los autores inspirados; estos esfuerzos, aunque presentan la debida diligencia para que en nada el origen de la Biblia parezca sustraí­do al influjo del Espí­ritu que mueve e ilumina, resultan en conjunto abstractos. El primado en la reflexión debe atribuirse no a este o a aquel personaje (autor, redactor, etc.), sino al documento; él es el que está inspirado, y los que lo engendraron estuvieron inspirados en la medida en que contribuyeron a su constitución. El primado, si queremos ser precisos, se le ha de reconocer a la Biblia en su fisonomí­a definitiva, es decir, a todo el conjunto del canon, compuesto de AT y NT; por lo que hay que dar la razón a N. Lohfink cuando afirma que el último autor inspirado del AT fue la Iglesia apostólica, que lo adoptó en su predicación del misterio de Jesucristo.

Por lo demás, es también evidente la abstracción subyacente a este modo de entender la inspiración y al endurecer este primado del documento (por otra parte, no sabremos realmente pensar esta o cualquiera otra realidad sino abstrayendo, porque tal es la condición de nuestro humano pensar). Si la actividad de las varias personas que están en el origen de la Biblia, en su formalidad de actividad que origina la Biblia bajo el influjo de la inspiración, es actividad pasajera, no hay motivo para creer que no esté insertada en general de modo coherente en el devenir personal y eclesial de estas mismas personas. Definido en referencia a la Escritura inspirada que llega a nosotros y a la cual se refiere nuestra fe, el carisma de la inspiración aparece desgajado de manera presumiblemente más bien artificial de la que en conjunto debe haber sido la obra del Espí­ritu en y a través de estos creyentes, en su comunidad, en el cauce de las tradiciones del pueblo de Dios. La artificiosidad, inevitable, expresa nuestro punto de perspectiva, histórico y teológico, desde el cual consideramos a posteriori aquel documento realmente inconfundible en su misterio y en su función, que es la Sagrada Escritura. Pero nada obliga a considerar que en principio el Espí­ritu haya dado el carisma que llamamos inspiración de manera arbitraria. Por eso no podemos estimarnos libres de buscar la lógica de este don en la historia de la salvación, por las mismas razones por las que no podemos contentarnos con aceptar el canon bí­blico como un dato meramente positivo, sino que debemos afrontar el problema teológico de su sentido articulado y de su criteriologí­a. No se trata, en el fondo, de dos problemas diversos, sino de dos modos de enunciar el mismo problema.

3. LA INTERPRETACIí“N TEOLí“GICA. Diversas son las ví­as tradicionales a lo largo de las cuales se ha intentado la interpretación teológica de la relación de inspiración entre Dios y el hagiógrafo con vistas al libro sagrado. Cada una es digna de atención y de reflexión, ya sea en conexión con la actual identificación de la figura del hagiógrafo, según se ha dicho, ya sea en sí­ misma. Podemos catalogar estas ví­as en dos grandes grupos: las ví­as de la interpretación por esquemas conceptuales según diversas analogí­as y las ví­as de la interpretación económica, y en concreto trinitaria, histórica y salví­fica.

a) La interpretación por esquemas conceptuales. Las principales imágenes ofrecidas por la patrí­stica para la inteligencia del misterio de la inspiración son las de la dictatio, del autor y de la autoridad, y del instrumento (órganon). Cada una a su modo experimenta un proceso de rigidez en la elaboración escolástica. Pierden en este proceso un poco de la fluidez y del carácter aproximativo del antropomorfismo, pero también un poco de su rica capacidad evocadora. Adquieren rigor, y con ello la capacidad de prestarse a una profundización agudamente crí­tica en el dato; pero también una rigidez que las hace menos disponibles para servir, según la analogí­a, a las ví­as del misterio.

Dictare es un decir intenso: el hombre dice la palabra de la Escritura; Dios la dictat. La Escritura es palabra autorizada, ní­tida, profunda, sugestiva; todo esto se expresa en la imagen de la dictatio. Destinatario de esta dictatio es en primera instancia el hagiógrafo; pero a través de él lo es también todo creyente. El entumecimiento de la dictatio en “dictado verbal” (Báñez, 1584) expresa incisivamente la sacralidad puntual del documento en su realidad textual, lo cual es de suyo pertinente. Pero pierde muchos matices respecto a la palabra como misterio de comunicación en favor de este único aspecto. Hace que retroceda la atención del lector, resolviéndolo casi todo en una relación entre Dios, el hagiógrafo y el texto. Y necesita precisiones no indiferentes, por un lado para que no se conciba al hagiógrafo como una especie de copista pasivo, y por otro para que no se desenfoque en una sacralidad indiscriminada aquella relación intrí­nseca que vige en todo escrito entre el tenor verbal del texto, su contenido, su dinámica comunicativa, etc. Pues el carácter sagrado del texto bí­blico no lo hace fin en sí­ mismo (serí­a un absurdo), sino que es caracterí­stica que le compete dentro de su existir como forma de la comunicación divina.

La confesión de Dios como autor de las Escrituras, que, como se ha visto, hace suya también el texto dogmático del Vaticano I, en un sentido más general indica sólo su origen divino, que las cubre con una “autoridad” divina (en los múltiples matices de que es capaz este término polivalente que deriva justamente de “autor”). Además, el uso de la imagen con referencia a la Escritura es derivado; más originario en teologí­a es su uso con referencia a la economí­a de la salvación, de la cual la Escritura es expresión particularmente significativa y auténtica. Dios es autor de los escritos del AT y del NT en cuanto que, más en la raí­z, es el único autor (como decí­a la antigua fórmula antimarcionita, antidualista) de la antigua y de la nueva alianza. Así­ pues, los escritos bí­blicos son fruto de iniciativa divina, de divina autoridad. Tratándose de libros, era del todo sencillo entender el concepto de autor en términos estrictamente literarios (Franzelin, 1870ss; y más aún la teologí­a neoescolástica dependiente de la encí­clica Providentissimus Deus), indicando así­ que Dios es origen próximo, y no sólo remoto, de la Biblia. Autor en sentido literario no serí­a, por ejemplo, el que simplemente sugiriese la idea o alentase su composición, financiase la edición o acogiese un libro con aplauso. Y Dios, respecto a la Biblia, ciertamente no es sólo eso. Pero cuando se presta atención a la complejidad del fenómeno literario Biblia y al hecho de que su comunicación no es simplemente aseverativa, no se puede dejar de notar que no se puede pensar a Dios en primera persona como sujeto del dudar, delimplorar, del interrogar, del imprecar de los hagiógrafos y de sus textos, como puede serlo de afirmar doctrinal o narrativamente. Y ello sugiere que no se han de descuidar los matices de los que la imagen es desde siempre realmente capaz.

La imagen del instrumento indica directamente no la relación de Dios con el libro o con el lector, sino la del hagiógrafo con Dios. De él evidencia diversos matices según el modo de entender la imagen (órgano respecto al cuerpo, pluma para el escritor, instrumento musical, son las principales declinaciones patrí­sticas del tema). Su endurecimiento neoescolástico en los términos de causalidad eficiente instrumental ha servido para puntualizar aspectos significativos de la actividad inspiradora de Dios: doble causalidad genuina respecto al libro, dependencia total del hagiógrafo, y también del libro, de Dios, respecto del obrar propio de cada una de las causas, divina y humana, y consiguiente posibilidad de identificar en la Biblia signos respectivamente de su origen de Dios y de su plena verdad humana, etc. Los lí­mites de la elaboración conceptual de la imagen del instrumento en términos de causalidad eficiente instrumental son debidos a la inadecuación del concepto de causalidad eficiente para definir en general la comunicación interpersonal a través de la palabra. La Biblia corre el riesgo de ser considerada como un producto de Dios y del hombre, y no como una palabra; pero un producto es extrí­nseco respecto a su causalidad eficiente, mientras que en la palabra se expresa, y se comunica, la persona misma que habla. En cambio, más o menos ní­tidamente, esto no escapaba al uso patrí­stico de la imagen. Y no se trata de un matiz de poca monta: la Biblia es palabra de salvación precisamente porque a través de ella se hace memoria de la alianza, y Dios personalmente nos interpela. Además, apelar a la causalidad eficiente es rí­gidamente solidario de una concepción de la salvación (y, por tanto, de la misma Biblia), en la cual se entiende a Dios como si obrara propiamente según la unidad de la naturaleza y no según la trinidad de las personas. Pero esto, sobre el fondo de los caminos abiertos por la más reciente teologí­a de la gracia (y, por otra parte, más en consonancia con el dato bí­blico y patrí­stico), crea dificultades, sobre todo con vistas a la interpretación de la imagen princeps de la inspiración (que evoca el misterio del Espí­ritu) y de la de la palabra de Dios (que evoca el misterio del Verbo y de su encarnación).

b) La interpretación económica. Fundamentación trinitaria y comprensión dentro de las coordinadas de la historia de la salvación son los caminos más prometedores para una lectura actual, “económica”, de la í­ndole sagrada de la Escritura. El dato bí­blico, arriba rápidamente recogido, no deja de sugerir indicaciones en esta dirección. En primer lugar es necesario dar evidencia a la í­ndole alusiva, imaginativa, no cartesiana, del concepto mismo de inspiración; por el hecho de haberse convertido en la sigla técnica para indicar lo sagrado de la Biblia no se le priva de su lógica nativa, que es la de remitir a una acción misteriosa particular del Espí­ritu Santo y un soplo por parte de Dios. También la indicación de la Escritura como palabra de Dios remite al misterio del Lógos. Todo esto se ha de comprender dentro de las lí­neas básicas de la historia de la salvación.

El Espí­ritu que presidió la encarnación del Lógos y que ungió a Jesús para su misión, hace ahora memoria de Jesús en la Iglesia y mantiene despierta su espera; y ha suscitado y anima de continuo este especialí­simo instrumento de la memoria y de la espera de Jesús que es la palabra de la Escritura. Así­ la Escritura es palabra de Dios en referencia a Jesús y como eco suyo; por lo demás, no podrí­a ser de otra manera. Es palabra de Dios “como en un espejo, en imagen” (lCor 13,12), porque tal es hoy la condición de toda palabra que se nos ha dado para que la aceptemos en la fe. Pero es realmente eficaz para la salvación, como nos lo recuerda 2Ti 3:15-17. El Espí­ritu también en ella, e incluso en ella de modo particular, se revela como don y bendición suprema de Dios.

Por lo demás, no se puede eludir, en esta perspectiva tan iluminadora, el interrogante teológico acerca de la singularidad y originalidad de la Escritura. Puesto que sin el Espí­ritu Santo ni siquiera se podrí­a decir “Jesús es Señor” (1Co 12:3), toda palabra que evangeliza el misterio de Jesús suscitando la fe y llamando a la esperanza está dicha en el Espí­ritu. ¿En qué consiste, pues, el carácter inconfundiblemente especí­fico de la Biblia, por el cual es palabra de Dios y está inspirada por él?; ¿qué es la í­ndole especí­fica que la doctrina de la inspiración justamente se esfuerza por diversos caminos en enunciar? La renovación profunda del planteamiento de la problemática nos deja ante este interrogante desguarnecidos de soluciones teológicas ya acreditadas. Repetir simplemente la teologí­a de la dictatio, del autor, del instrumento no serí­a decir cosas falsas, pero significarí­a dar respuestas que no atinan con la pregunta.

Parece más bien necesario permanecer fieles a los caminos de la historia de salvación y al carácter central que en ella tiene el misterio de Jesús. Puesto que el Espí­ritu, al suscitar la Biblia como animando toda predicación del evangelio, no nos da una palabra de Dios ulterior o alternativa respecto a Jesús (¡serí­a monstruoso!), sino totalmente relativa a él y al servicio de su misterio, no deberemos buscar un significado teológico independiente del misterio de la inspiración, distinto de esta relación de la Escritura a Jesucristo. La singularidad de su í­ndole inspirada no será otra cosa, como se decí­a desde el principio, que el fundamento de la necesidad y normatividad (canonicidad) de la Escritura para la memoria de Jesús y para la fe en él. Toda buena explicación teológica de la inspiración deberí­a dar cuenta ante todo de esta relación, es decir, de esta función memorial, en la cual está esencialmente incluida la relectura del AT como profecí­a de Jesucristo.

c) Inspiración y revelación. La DV deja abierto precisamente en este punto el problema teológico de la inspiración de la Escritura. A la ubicación de la doctrina acerca de la Escritura en el contexto de la transmisión de la divina revelación no corresponde, en efecto, una elaboración particular del tema; más bien (cosa muy comprensible en un documento conciliar) se reiteran, no sin oportunos retoques, los desarrollos doctrinales de los documentos papales del último siglo, recibidos ya sustancialmente por la teologí­a de los manuales. Pero a partir de la ubicación de la Biblia en el contexto de la transmisión de la revelación, el problema de definir la Biblia en relación con Jesús se plantea como problema de definir la Biblia en relación con la revelación. Pues la DV enseña precisamente que Jesús es la plenitud de la revelación. A partir de Lessio, según se ha dicho, la relación inspiración-revelación no se puede pensar en términos de identidad sustancial.

El problema propiamente es éste: ¿qué sentido tiene que la Biblia sea palabra de Dios como transmisión de una palabra más originaria, si bien siendo ella tan originaria que se la debe llamar precisamente palabra de Dios? Parece necesario responder pensando la inspiración de la Escritura como componente del momento mismo originario de la revelación, aunque teniendo en cuenta el hecho de que la Biblia es documento, es decir, forma escrita para que se transmita la revelación. Si la tradición eclesiástica pertenece a la transmisión de la revelación y no a la misma revelación, la Escritura, en cambio, pertenece indisolublemente a ambos momentos. Justamente este su modo de ser dentro de un proceso (la historia de la salvación) que está sostenido y animado por el Espí­ritu desde el principio al fin caracteriza su inspiración. De suyo, si bien se mira, el problema es el de cómo está Dios en el origen del libro, pero con estas precisiones: que el libro no es pensado como entidad literaria de suyo consistente, sino como expresión y documentación de aquel acontecimiento personal e histórico que es la revelación; y que Dios no es identificado como causalidad eficiente absoluta, sino como el Dios que se ha revelado: en concreto, como el Padre que enví­a el Espí­ritu para hacer memoria de su Verbo Jesucristo.

Como documento, pues, la Biblia pertenece a la transmisión de la revelación y trasciende los tiempos; pero es momento intrí­nseco del expresarse originario sin el cual la revelación no serí­a real. Pues el lenguaje humano no es envoltorio casual de la revelación; en ella Dios se dirige a nosotros precisamente asumiendo las formas de nuestro modo de expresarnos. Entre esas formas, la verbal, reproducible en el documento escrito, aunque no la única, tiene una función explicitadora decisiva e insustituible. Así­ pues, la palabra, hablada y escrita, es momento esencial del ser, y no sólo de la sucesiva reformulación de la revelación; pero ésta no puede reducirse a palabra verbal.

Frecuentemente, la palabra que ha confluido en la Escritura es la primera enunciación del momento de la historia de la revelación que se expresa en aquella determinada página; otras veces es reenunciado de una revelación ya aclarada en sí­ misma, ya formulada. También en este segundo caso el paso de una formulación a otra, por hipótesis más apta para la transmisión canónica, o la misma reiteración redaccional de una formulación ya estabilizada, no pueden dejar de suponer una clarificación, una precisión, una selección de sentido, guiadas por el carisma inspirativo. En el primer caso más claramente aún, el carisma inspirador interviene activamente en el progreso de la revelación originaria.

Una comprensión teológicamente satisfactoria de la inspiración no puede, pues, prescindir de una comprensión correspondientemente atenta de la revelación. La concepción de la revelación divina como comunicación en forma conceptual y aseverativa de verdades perennes llevaba casi inevitablemente a la teologí­a de la inspiración a fluctuar entre pensarla como notificación de nuevas verdades o como simple impulso a transmitir por escrito verdades precedentemente reveladas. Pero si la revelación, como enseña la DV, ocurre en una historia por medio de “palabras y acontecimientos intrí­nsecamente conexos” (DV 2), ya que la palabra es esencialmente repetible, mientras que el acontecimiento es por su naturaleza único (a menos que se reproduzca en el / sí­mbolo, y puede que en el sacramento), no será imposible pensar la inspiración como carisma que, generando una palabra en conexión con el acontecimiento de los orí­genes, ofrece a través del documento que la representa la posibilidad de ser interpelados directamente por aquellos mismos orí­genes, y en concreto por Cristo, plenitud de la revelación.

Quedará por determinar ulteriormente esa conexión necesaria, es decir, propiamente la í­ndole profética y apostólica de la palabra bí­blica. En especial el AT es palabra que, al acompañar la preparación de Cristo, ya lo ha ido formulando en la esperanza, proporcionando así­ el humus teológico y lingüí­stico necesario para su revelación (por continuidad o por contraste). Está, pues, inspirado con vistas y en referencia a él. El NT recoge el testimonio originario sobre él, memoria y anuncio; sin esa palabra, Cristo no serí­a para nosotros plenamente revelación, porque la plenitud del acontecimiento revelador que es él permanecerí­a prisionera de su singularidad histórica. Sin esta palabra tampoco la plenitud de presencia ofrecida por el sacramento conseguirí­a permanecer en la continuidad visible de la memoria y estarí­a privada de una de sus dimensiones esenciales. Por eso “la Iglesia ha venerado siempre las divinas Escrituras como lo ha hecho con el cuerpo mismo del Señor” (DV 21); ellas de algún modo son cuerpo del Señor, su voz: “El es el que habla cuando en la Iglesia se lee la Sagrada Escritura” (SC 7). A través de ellas, hechas eficaces en la Iglesia, “Dios, el cual ha hablado en el pasado, no cesa de hablar con la esposa de su Hijo querido” (DV 8); a través de su palabra y la celebración de la memoria eucarí­stica nos congregamos en la iglesia, para ser nosotros mismos cuerpo de Cristo.

III. TEXTO. La consideración del texto bí­blico y de sus problemas completa aquella atención a la materialidad de la Biblia, para la cual ha sido ya necesario examinar la cuestión del canon. De los significados y de los lí­mites por los cuales está marcada la cuestión del canon es casi vehí­culo extremo el problema del texto. Evidentemente, no se suscitarí­an problemas si la materialidad del texto no presentase dificultades y estuviera con indiscutible seguridad conforme con el original. Sin embargo, el acceso a toda obra antigua plantea problemas textuales en medida notable; ciertamente bastante más notables de lo que cualquier errata corrige está en condiciones de señalar, ofreciendo una solución sustancialmente adecuada para las obras contemporáneas, y más para las posteriores a la invención de la imprenta. La Biblia no escapa a la condición de cualquier obra antigua; ciertamente, no escapa en nombre de su í­ndole sacra.

De suyo la mayor parte de los problemas relativos al texto bí­blico es de orden crí­tico, y no inmediatamente teológico. Sin embargo, en el origen de toda gran orientación de la misma crí­tica textual de la Biblia hay opciones teológicas ineludibles. Si no determinan inmediatamente los métodos, sí­ deciden los objetivos de la crí­tica, por lo que no pueden menos de orientar sus caminos. En efecto, no es indiferente el modo en que se precisa el valor canónico que hay que reconocer a los diversos momentos y a las diversas formas de la transmisión del texto mismo; siempre que, desde un punto de vista crí­tico, se consiga establecer efectivamente una estratificación de tal suerte. Por otra parte, no podrí­a menos de ser abstracta una consideración teológica de la problemática del texto bí­blico que no prestase suma atención a la condición concreta de los mismos textos; si la reflexión teológica no puede resolverse en empirismo, tampoco le es lí­cito ignorarlo o descuidarlo. Por tanto, es aquí­ oportuno recordar, al menos a grandes rasgos, la condición efectiva de la transmisión del texto bí­blico; y luego, en un segundo momento, indicar las lí­neas fundamentales de las sugerencias teológicas que plantea y de los problemas teológicos que suscita.

1. Los HECHOS. Desde el punto de vista de la investigación del sentido teológico del problema del texto bí­blico, los hechos de mayor relieve, y que por tanto más estimulan la investigación, son, por un lado, la cantidad de los manuscritos y de las formas textuales, y por otro el panorama que ofrece el fenómeno de las traducciones. La cantidad se ha de medir sobre el fondo de la condición general de la transmisión de los textos antiguos. Lo imponente de la tradición manuscrita del AT y del NT no admite comparación con ninguna otra obra de la antigüedad, entre otras cosas por el más que comprensible motivo de que la cultura medieval de Occidente fue cristiana, y en particular monástica. Pero no sólo hemos de tener en cuenta la solicitud de la Iglesia, sino también la de las comunidades judí­as; fuera de ellas hubiera sido, si no imposible, del todo improbable la transmisión del texto hebreo del AT. Luego si el canon del AT, en su última determinación, no nos viene del judaí­smo posterior a Jesús, sino del mismo Jesús y de la Iglesia apostólica, ciertamente somos deudores al judaí­smo posterior del texto. Es verdad que, en principio, las mismas Iglesias hubieran podido conservarlo, pero de hecho ha llegado a nosotros a través de manuscritos sinagogales.

Respecto a la cristiana, la tradición judí­a es más especí­ficamente “religión del libro”, incluso por la fenomenologí­a de los manuscritos bí­blicos: antiquí­sima, y en alguna medida ya precristiana, es la fijación de un texto estándar (texto masorético, TM), y múltiples los artí­fices que aseguraron su copia minuciosamente fiel. Los manuscritos cristianos, y en particular los del NT, presentan una mayor variedad de formas y de familias textuales, signo de una genealogí­a más compleja de errores, pero también de un afán de recensión más reiterado, es decir, de revisión programada, más o menos crí­tica. Una y otra condición del texto tienen sus ventajas: la mayor fijación hace más fiel la transmisión del texto exacto, pero hace también más difí­cil enmendar eventuales errores que en él se pueden introducir. Uno y otro método manifiestan también una teologí­a diversa. La adhesión judí­a más minuciosa a la letra no se ha de interpretar ciertamente a través de las categorí­as paulinas de la letra y el espí­ritu (cf 2Co 3:6), cuyo significado no es pertinente para el problema textual. Más bien se ha de tener presente la gran importancia de los libros sagrados para la identidad misma del pueblo judí­o después de haberse visto éste privado de la tierra, del templo y de todas las instituciones conexas.

Junto a esta minuciosa fidelidad textual, el judaí­smo (y el judeo-cristianismo mientras existió) conoció el fenómeno targúmico, es decir, de traducciones parafrásticas, destinadas sobre todo al uso litúrgico. Pertenece al área de las traducciones, pero revela una libertad que nuestra mentalidad moderna encuentra desconcertante en mayor grado que la misma multiplicidad de las variantes que hacen incierto el texto sagrado. Sin embargo, esta libertad probablemente corresponde a la minuciosidad de que se ha hablado: precisamente el carácter sagrado de la lengua clásica del pueblo de Dios engendra aquella adhesión al carácter fí­sico del texto que la fe judí­a no estima deber cultivar igualmente en las traducciones. Y viceversa, la fe cristiana parece establecer una mayor soltura, sin llegar a una desenvoltura incompatible con la veneración del documento sagrado; pero también transfiere esta veneración con mayor espontaneidad a cualquier traducción a las lenguas de las gentes, a las cuales reconoce llamadas todas ellas a expresar la fe según se lo da el Espí­ritu (cf Heb 2:11).

El valor de las traducciones del texto bí­blico es en principio relativo a su fidelidad al original, y esto se ha sobrentendido siempre, aunque en la Iglesia se estableciera una condición jurí­dica privilegiada para cualquier versión oficial (en particular para la Vulgata latina: DS 1506; 3825). Desde este punto de vista, a la crí­tica textual no le interesa servirse de las traducciones sino en la medida en que permiten ir más allá de sí­ mismas, y puede que más allá de la actual condición textual ofrecida por los manuscritos más antiguos en lengua más primitiva. (Evidentemente, en dirección diametralmente opuesta se mueve toda la problemática pastoral de las traducciones en cuanto servicio al actual frescor de la palabra.) Sin embargo, el principio de la relatividad al texto original se ha tomado en consideración generalmente en referencia inmediata a las traducciones más recientes, y en todo caso posteriores a la redacción conclusiva de la literatura canónica, entre las cuales, en todo caso se encuentra la Vulgata. No necesariamente idéntica es la condición de las traducciones más antiguas, y por tanto en cierta medida del mismo fenómeno targúmico. El problema más destacado a este propósito se refiere a la Biblia griega llamada “Setenta” (LXX), como principal transmisor de la lectura neotestamentaria del AT. Evidentemente, una crí­tica textual que persiga propósitos preferentemente historiográficos, es decir, encaminada a determinar formas más antiguas y más recientes del texto, y eventualmente una red motivada de dependencias, valorará las traducciones sólo a partir de su diversa fenomenologí­a. Pero una crí­tica que sea momento de la investigación teológica sobre la Biblia, y por tanto a la cual le interese primariamente el texto canónico justo en cuanto tal, no podrá simplemente identificar original con antiguo. Al dato historiográficamente comprobable o comprobado deberá hacerle ulteriores preguntas, que no serán independientes del modo en que se conciban la inspiración y la canonicidad de la Biblia.

2. TEXTO E INSPIRACIí“N. En particular, no será indiferente definir la inspiración a partir del proceso que genera el libro sagrado o del resultado de tal proceso, es decir, del libro sagrado o canónico, consignado como tal a la Iglesia y reconocido por su fe. En el primer caso se tenderá a privilegiar lo que es más antiguo; en el segundo, a lo que es definitivo. Si inspiración es proceso que continúa hasta la plena definición canónica del libro sagrado, texto bí­blico (“original”, pues, en sentido teológico, y no redactivamente historiográfico) será el que expresa esta última determinación. Habrá que pensar que el proceso de esta estabilización no ha sido idéntico para todas las partes de la Escritura. En la medida en que la Iglesia apostólica, también por medio de su testimonio en los escritos neotestamentarios, da el último sello a la canonicidad del AT, no se puede excluir que procesos de traducción se vean envueltos intrí­nsecamente en esta cuestión. La paradoja teológica del canon cristiano de las Escrituras no puede menos de reflejarse en la cuestión del texto; pues la Escritura, para la fe cristiana, es documento del origen escatológico de la nueva alianza, es decir, tiene función memorial de un principio que tiene í­ndole última.

Si la teologí­a de la inspiración y de la canonicidad plantea problemas y avanza exigencias a la investigación del texto, la reflexión crí­tica sobre las condiciones del texto no deja por su parte de formular interrogantes a la teologí­a de la inspiración y de lacanonicidad. En primer lugar, entre los aspectos de la genuina humanidad de la Biblia se impone considerar su fragilidad textual, elemento que, a priori, no tenderí­amos ciertamente a tener en cuenta, y que incluso nos da un cierto fastidio porque choca contra los cánones más comunes de lo sagrado. Desde luego, no hay inconveniente en creer en una providencia divina eficaz, en una singular solicitud del Espí­ritu para que el documento bí­blico se transmita genuinamente; pero es obligado pensar esta providencia de tal manera que explique la situación concreta del texto bí­blico. Es oportuno y correcto (y útil para no razonar en términos demasiado mitológicos) pensar que la solicitud del Espí­ritu es mediata a través de la solicitud de la tradición de la comunidad creyente, judí­a y cristiana; sin embargo, es necesario darse cuenta también de los frutos negativos de la solicitud torpe o, viceversa, de la negligencia de los creyentes.

Pero además podemos percatarnos una vez más de los equí­vocos con que se enfrenta la reflexión teológica sobre la Escritura si se deja guiar por una concepción apriorista de lo que es documento y qué es sacralidad más que por la concepción concreta de este documento que la fe confiesa como sagrado. Con frecuencia nos vemos forzados en realidad a preguntarnos (sin tener, al menos por ahora, una respuesta clara y uní­voca) qué texto se ha de considerar teológicamente original. Tenemos también escritos cuyas tradiciones textuales son discretamente diferentes entre sí­ (Rahlfs, en la edición crí­tica de los LXX, no encuentra muchas veces mejor solución que juntarlas por extenso). De algunos escritos sólo poseemos la traducción, no un texto en lengua original. De una manera más general, las variantes más o menos significativas son miles.

Además debemos rechazar también la tentación del docetismo bí­blico, que ciertamente eliminarí­a en su conjunto el sentido de la Escritura. En otras palabras: un espiritualismo que simplemente eludiera las cuestiones suscitadas por las dificultades textuales en nombre del primado indiscutible del contenido, del mensaje, del significado global, tendrí­a por un lado razón: las dificultades de interpretación teológica de la Biblia sólo rara vez hunden sus raí­ces en problemas de orden textual. Pero por otro lado destruirí­a el sentido mismo del documento, que está ligado intrí­nsecamente, aunque no exclusivamente, a su materialidad. Desvirtuarí­a, entre otras cosas, un dato estimulante de la experiencia exegética, a saber: lo interesantes que son con frecuencia positivamente los caminos que se abren precisamente por los resultados de la investigación crí­tica del texto.

Entre un materialismo bí­blico sofocante, que puede también no suponer ciertamente una teorí­a del dictado verbal, y un docetismo que atento sólo a los contenidos redujera al lí­mite la Biblia a un documento cualquiera de la tradición de la fe, la teologí­a de la inspiración debe buscar aún (debe encontrar aún) los caminos que hagan justicia a la condición real, también textual, del documento. Probablemente deberá también tomar en cuenta, de manera más consciente, la diferente importancia que la materialidad del texto reviste según los géneros literarios, aunque ciertamente los problemas de crí­tica textual no se distribuyen adecuadamente según un criterio de este género. Pues habitualmente nacen de factores extrí­nsecos según la degeneración de lo fí­sico, contra lo cual, o en relación a la cual, el pensamiento occidental desde hace dos milenios y medio se esfuerza en captar y afirmar la verdad del hombre. En particular, parece justo que se siga (porlos caminos que L. Alonso Schokel ha allanado), tomando directamente en consideración la complejidad de las Escrituras como fenómeno literario.

IV. VERDAD (INERRANCIA) DE LA ESCRITURA. El problema de la verdad de la Biblia es de por sí­ un problema, mejor es el problema de la / hermenéutica; por tanto, su consideración global no se deberí­a buscar significativamente más que en esa voz. Pero en realidad puede existir alguna razón para no omitir alguna indicación al respecto a manera de apéndice de estas consideraciones. En los manuales más recientes, de la verdad de la Biblia se hablaba en los términos negativos de la inerrancia en un capí­tulo dedicado a los “efectos de la inspiración”. Como motivo para tratar aquí­ el tema, esto de suyo es bastante extrí­nseco, y por lo tanto se podrí­a descartar. Sin embargo, la historia entera de la reflexión católica sobre la inspiración en el último siglo ha estado muy condicionada, y casi presidida, por la problemática de la inerrancia; por lo cual no se podrí­an hoy separar los dos discursos sin hacer que de este modo perdiera la teologí­a de la inspiración la memoria de sus recientes itinerarios. Además, la hermenéutica no tiene motivos para comprometerse más que positivamente con los caminos para la apropiación de la verdad de la Biblia. Las cuestiones relativas precisamente a la inerrancia como no-no-verdad podrí­an verse acantonadas, perdiendo también aquí­, si no otra cosa, la memoria útil de los caminos erróneos que no hay que seguir.

1. LA INERRANCIA CONTRA LA SOSPECHA DE ERROR. La muy estrecha conexión entre la reflexión sobre la inspiración y sobre la inerrancia se puede documentar por contraste del mismo modo en que el Vaticano I rechaza la tesis de la simple identificación: los libros de la Biblia, enseña, son considerados sagrados y canónicos entre otras cosas “no sólo porque contienen la revelación misma sin error” (DS 3006); esto ciertamente está lejos de excluirse, pero se considera insuficiente. Para una buena comprensión teológica del sentido de este texto dogmático, es útil considerarlo sobre el fondo de la problemática general del Vaticano I. El concilio se preparaba a hablar de infalibilidad a propósito del magisterio del papa en el momento de su máximo compromiso. El concepto de infalibilidad no es muy diverso del de inerrancia, si no es en cuanto que ésta se refiere a la Biblia como hecho ya acabado, mientras que la infalibilidad mira también a eventuales formulaciones de la doctrina ubicadas en el futuro, y por tanto se mueve en el área de lo posible. Afirmar en este contexto que la inerrancia no es suficiente para explicar la inspiración de la Escritura significaba colocar la Biblia inconfundiblemente más allá de cualquier expresión de la tradición cristiana, y en particular más allá del dogma.

Por consiguiente (en cuanto es posible hablar en más o en menos sobre conceptos negativos), la misma inerrancia requerí­a ser afirmada en términos más absolutos que los de la infalibilidad de la tradición y del magisterio dogmático que la rige y la expresa. En particular, esta infalibilidad, según la tesis unánime de la teologí­a católica y la formulación misma que el Vaticano I usa a propósito del papa (cf también el Vaticano II, LG 25), es limitada al ámbito de la fe y de la moral, con vistas al cual tiene sentido la tradición de la Iglesia y para cuya custodia se ha constituido el magisterio. En cambio, la inerrancia de la Biblia, anclada en la verdad de Dios que es su autor, requiere ser afirmada sin limitaciones de ninguna clase; y así­, en particular, sin limitaciones de ámbito, de competencia. Precisamente en estos términos se entendí­a y expresaba la trascendencia de la verdad de la Escritura en el contexto teológico en la transición del siglo.

La afirmación de esta ilimitada inerrancia de la Biblia en cuanto palabra de Dios ha servido de fondo a debates nada fáciles. Los problemas se suscitaban partiendo de la confrontación del texto bí­blico con las conclusiones a menudo nuevas y sorprendentes de diversas disciplinas: las ciencias fí­sicas, paleontológicas, la arqueologí­a, la historia, etc., parecí­an oponer sus resultados a las declaraciones de la Biblia. Los desarrollos eventualmente originados por la discusión del dato cientí­fico interesan menos directamente al problema bí­blico. A lo sumo, en particular a partir de la arqueologí­a, se ha podido observar repetidamente que “la Biblia tení­a razón”. En cambio, merece tomarse en cuenta el principio propuesto incansablemente por el magisterio (desde León XIII al Vaticano II) sobre el aspecto de la verdad de la Escritura. El principio es que lo que afirma la Biblia como escrito humano, por estar afirmado por Dios autor principal de la Escritura, no puede menos de ser absolutamente cierto; es necesario, por otra parte, preguntarse cuidadosamente qué es lo que afirma la Biblia, siendo criterio de ello la intención de los hagiógrafos, valorada también en relación con las diversas formas de decir.

Lo que sólo lentamente se ha ido adquiriendo en la hermenéutica católica, y en particular en las declaraciones y directrices del magisterio a su respecto, es el sentido de la variabilidad histórico-cultural de estas formas de decir. Por ejemplo, las directrices de León XIII (Providentissimus Deus: DS 3288) acerca de las relaciones entre verdad de la Biblia y ciencias de la naturaleza conocí­an diversos modos de hablar de las realidades de orden fí­sico, pero tení­an a su disposición sólo criterios objetivistas para valorar la verdad o la falsedad de esos modos de decir. (Nótese que aquí­ lo verdadero y lo falso no se verifican sólo dentro de los modos de decir; hay modos verdaderos y modos falsos de hablar de ciertos temas.)
2. LA INERRANCIA COMO PROBLEMA DE VERDAD. Lentamente se ha hecho de dominio común, y ha sido sancionada por Pí­o XII (Divino afflante Spiritu) y por el Vaticano II (DV 12), la conciencia de que las formas de decir del Oriente antiguo no se pueden decidir a priori o valorarse con los criterios del Occidente moderno. Y sobre todo que el ángulo de perspectiva del sujeto hablante (el de su intención comunicativa, no el de sus opiniones personales, ángulo de perspectiva que no queda inexpresado, sino que constituye, para decirlo en términos escolásticos, el objeto formal de la comunicación) puede ser sumamente vario, y por tanto informar de modo muy diverso la materialidad de las palabras. De ahí­ la imposibilidad de hablar de la inerrancia de la Biblia prescindiendo de la consideración de los géneros literarios históricamente estudiados; y, todaví­a más puntualmente, de la intención comunicativa del hagiógrafo, es decir, de la í­ndole cultural e histórica de la acción hagiográfica, de las cuales se ha hablado antes. De ahí­ también el impulso a hablar no tanto de inerrancia cuanto de verdad de la Escritura, orientando la atención a la rica variedad de lo verdadero y de sus formas, de sus significados y de su alcance existencial y salví­fico, concebido en términos intelectualistas, y en todo caso con la doble y rí­gida univocidad de un concepto formalmente dos veces negativo (inerrante como no-no-verdadero).

También el famoso texto del Vaticano II sobre la verdad de la Biblia se ha de entender en el marco de este desarrollo del estado de la cuestión. Enseña DV 11: “Así­ pues, como quiera que cuanto los autores inspirados o hagiógrafos afirman ha de tenerse como afirmado por el Espí­ritu Santo, sí­guese deberse profesar que los libros de la Sagrada Escritura enseñan con firmeza, con fidelidad y sin error aquella verdad que, por nuestra salud, quiso Dios quedara consignada en las letras sagradas”. Ya durante el debate conciliar se declaró solí­cita y oficialmente que el inciso “por nuestra salud” no pretendí­a tener carácter limitativo a la inerrancia, sino sólo declarativo de la finalidad y de la orientación de la Escritura y de su verdad. Se notó también ampliamente que la inerrancia en este texto se entendí­a oportunamente como una simple caracterización de la verdad de la Biblia.

Si esto está claro, parece también bastante transparente qué es lo que en cambio requiere ulterior indagación para una aclaración que quizá no será fácil. En primer lugar, ¿cómo se ha de concebir la verdad de la Biblia allí­ donde las formas de decir no tienen carácter aseverativo? Ciertamente, con vistas a este interrogante se ha de leer el principio de la correspondencia entre la intención del hagiógrafo y la intención del Espí­ritu a través de una mediación no obvia. En segundo lugar, ¿el fin de la comunicación (y en nuestro caso el fin salví­fico) es tan extrí­nseco respecto a la misma comunicación que no nos permite satisfacernos últimamente con la distinción entre carácter limitativo y carácter declarativo del inciso “por nuestra salvación”? Pero de esta segunda etapa nace una tercera: ¿qué relación se puede establecer en general (y especialmente para los diversos textos) entre el fin perseguido por Dios, del cual formalmente hablaba el concilio, y el fin entendido por el hagiógrafo? Pues difí­cilmente se podrí­a prescindir de este último fin como criterio caracterizador, y por ello también a su modo delimitador del sentido humano del texto. Pero esta tercera pregunta no se podrí­a afrontar seriamente sin abrir una cuarta: quién es propiamente el hagiógrafo que se ha tomado en consideración más arriba a propósito de la inspiración.

Ciertamente, ya a priori la intención salví­fica de Dios tiene horizontes más vastos que la de cualquier hombre posible por inspirado que esté: esto no admite discusión para cualquier teologí­a razonable. Parece también claro a posteriori que los autores sagrados, tanto del AT como del NT, tuvieron ciertamente alguna conciencia del destino salví­fico de sus escritos, pero no dotada de aquella profundidad de perspectiva que se nos ha dado a nosotros gracias al desarrollo del tiempo de la salvación desde los profetas y los apóstoles hasta nuestra época posapostólica. Si ni los hagiógrafos del AT ni los de NT escribieron explí­citamente, por hipótesis, para nosotros, hombres del siglo xx (mientras que Dios quiso sin duda también especí­ficamente la Escritura para nosotros, pero justamente como cuerpo de aquellos escritos, de aquellos autores, con aquel significado próximo y con aquellos destinatarios directos), se puede presumir, sin embargo, y conviene que se verifique lo más puntualmente posible en los diversos textos, que ellos han escrito conscientemente dentro de una tradición abierta al futuro de Dios, mientras que la í­ndole documentarí­a de sus escritos los destina connaturalmente también a lectores no contemporáneos suyos, y eso desde el principio. En estos términos hay que resolver presumiblemente la cuestión muchas veces suscitada de la conciencia que tuvieron los hagiógrafos o que no tuvieron de su inspiración. Cómo interviene este contexto de los escritos en la tradición de la alianza antigua y nueva en la determinación de la intencionalidad hagiográfica, es problema sutil pero ineludible para la hermenéutica, para la cual el problema de la verdad de la Escritura se le plantea explí­citamente como problema suyo.

Parece claro también por qué no es indiferente a este propósito preguntar quién es el hagiógrafo. El primado atribuido no a este o a aquel escritor o redactor más significativo, sino al escrito canónico en su forma definitiva, aunque estratificada, permite también ver incorporada en la última redacción yen la última relectura inspirada de los escritos sagrados una conciencia de su función a lo largo de la historia de la salvación que no se puede presumir tan explí­cita en los autores más antiguos, y que sólo en el NT se puede comprender más plenamente también en referencia al AT. No se ha de excluir que el destino “para nuestra salvación”, no en cuanto oculto en el misterio de Dios o simplemente notificado a nosotros en términos generales, sino en cuanto incorporado así­ a la intención hagiográfica definitiva, y por tanto a la Biblia, sirva de criterio hermenéutico verdadero y propio. De él deberí­amos servirnos no ya para admitir errores en la Biblia fuera de tal área, sino para excluir como verdadero sentido bí­blico lo que manifiestamente no tiene nada que ver con ello.

La inerrancia de la Biblia quedarí­a establecida de manera absoluta, y al mismo tiempo se podrí­a evidenciar el alma de la verdad oculta en aquella apelación a la fe y la moral (es decir, a los temas relativos a la salvación) que a su tiempo se refutó como indebidamente limitativo. La problemática quedarí­a limpia de falsas cuestiones justamente por leerla en su aspecto más correcto. Podrí­a resultar claro cómo entender que los confines de la inerrancia bí­blica coinciden con los confines de la misma Biblia, pero sin distinguirse materialmente de los de la pertenencia de la tradición y del dogma. Pues no existe separación entre la intención canónica última de la Biblia y la tradición de la fe. La tarea de afirmar aquella trascendencia de la verdad de la Biblia que la teologí­a a caballo del siglo tendí­a a formular en términos de contenido recaerí­a en la relación hermenéutica, que no se podrá eludir, entre nuestra precomprensión de “nuestra salvación” y la presentación que de ella da la Escritura incluso por el solo hecho de ser esta Escritura. Esa relación irreductiblemente no es paritaria: no puede ser nuestra fe criterio del significado y de la verdad de la Biblia; pero la Biblia, palabra de Dios, es canon de nuestra fe.

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T. Citrini

P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, San Pablo, Madrid 1990

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica

El acto de inscribir en una superficie letras o caracteres que comunican palabras o ideas. Al primer hombre Adán se le dotó con la facultad de hablar un idioma. Sin embargo, en un principio debió tener poca o ninguna necesidad de escribir. En aquel entonces toda la comunicación de Adán podí­a ser verbal, y, como hombre perfecto, no tendrí­a que depender de un registro escrito que compensara una memoria imperfecta. No obstante, tení­a la capacidad de idear algún método de escritura, pero la Biblia no dice nada con relación a que escribiera, ni antes ni después de su transgresión.
Las palabras †œeste es el libro de la historia de Adán† han llevado a algunos a la conclusión de que Adán fue el escritor de este †œlibro†. (Gé 5:1.) Comentando sobre la frase †œesta es la historia† (†œestos son los orí­genes†), que aparece con frecuencia en el libro de Génesis, P. J. Wiseman dice: †œEs la frase de conclusión de cada sección, y por lo tanto se remite a una narración previa […]. Suele referirse al escritor de la historia o al propietario de la tablilla que la contiene†. (New Discoveries in Babylonia About Genesis, 1949, pág. 53.)
Un examen del contenido de estas historias pone en tela de juicio la corrección de las conclusiones de Wiseman. Por ejemplo, según esta opinión, la sección que empieza en el versí­culo 10 del capí­tulo 36 de Génesis deberí­a concluir con las palabras de Génesis 37:2: †œEsta es la historia de Jacob†. Sin embargo, casi todo el relato tiene que ver con la descendencia de Esaú y solo habla de Jacob de forma incidental. Por otra parte, el relato que sigue presenta extensa información sobre Jacob y su familia. Es más, si esta teorí­a fuera correcta, significarí­a que Ismael y Esaú fueron los escritores o propietarios de los documentos más extensos sobre los tratos de Dios con Abrahán, Isaac y Jacob. Esto no parece razonable, pues supondrí­a que quienes no tuvieron ninguna participación en el pacto abrahámico fueron los más interesados en él. Serí­a difí­cil aceptar que Ismael tuviera tanto interés por acontecimientos relacionados con la casa de Abrahán como para conseguir un registro detallado de estos, que en su mayor parte ocurrieron mucho tiempo después que se le despidió con su madre Agar. (Gé 11:27b–25:12.)
De igual manera, no hubiera habido ninguna razón para que Esaú, que no tení­a ningún aprecio por las cosas sagradas (Heb 12:16), escribiera o fuera propietario de un relato que tratara principalmente sobre los acontecimientos de la vida de Jacob, acontecimientos que Esaú mismo no presenció. (Gé 25:19–36:1.) Además, no parece lógico concluir que Isaac y Jacob no se interesaran en poseer un registro de los tratos de Dios con ellos, contentándose solo con breves registros de genealogí­as ajenas. (Gé 25:13–19a; Gé 36:10–37:2a.)

La escritura antes del Diluvio. No se puede precisar si algunos de los relatos del libro de Génesis se escribieron antes del Diluvio, y la Biblia no contiene ninguna referencia a escritura antediluviana. Sin embargo, hay que tener en cuenta que la edificación de ciudades, la manufactura de instrumentos musicales y la forja de herramientas de hierro y de cobre empezaron mucho antes del Diluvio. (Gé 4:17, 21, 22.) Por lo tanto, es razonable pensar que los hombres tuvieran poca dificultad en inventar también un sistema de escritura. Puesto que en un principio solo habí­a un idioma (que más tarde llegó a conocerse como hebreo; véase HEBREO, II) y los que siguieron hablando ese idioma, los israelitas, utilizaron un alfabeto, la escritura alfabética pudo haber existido antes del Diluvio.
El rey asirio Asurbanipal dijo haber leí­do †œinscripciones en piedras de antes del Diluvio†. (Historia del libro, de Hipólito Escolar, Madrid, Pirámide, 1988, pág. 58.) Sin embargo, puede que esas inscripciones simplemente hayan precedido a un diluvio local de proporciones considerables, o tal vez hayan sido relatos que pretendí­an contar acontecimientos anteriores al Diluvio. Por ejemplo, en lo que se conoce como †œla lista de los reyes sumerios†, se menciona que ocho reyes gobernaron durante 241.000 años, y después se dice lo siguiente: †œ(Después) el Diluvio barrió (la tierra)†. (Ancient Near Eastern Texts, edición de J. B. Pritchard, 1974, pág. 265.) Evidentemente, ese registro no es auténtico.
Según la cronologí­a bí­blica, el diluvio universal del dí­a de Noé aconteció en el año 2370 a. E.C. Los arqueólogos han dado fechas anteriores a numerosas tablillas de barro que han desenterrado, pero estas tablillas no son documentos fechados. Por consiguiente, las fechas que se les han dado son hipotéticas y no suponen ninguna base sólida para establecer una relación temporal entre esas tablillas y el diluvio bí­blico. No se puede afirmar de manera categórica que alguno de los objetos obtenidos en las excavaciones sea anterior al Diluvio. Los arqueólogos que han fechado objetos como pertenecientes al perí­odo antediluviano lo han hecho sobre la base de hallazgos que, como mucho, solo pueden interpretarse como prueba de un gran diluvio local.

La escritura después del Diluvio. Después de la confusión del lenguaje original del hombre en Babel, llegaron a existir diversos sistemas de escritura. Los babilonios, los asirios y otros pueblos utilizaron escritura cuneiforme (en forma de cuña), que, según se cree, inventaron los sumerios partiendo de su escritura pictográfica. Existen indicios de que se usaba más de un sistema de escritura al mismo tiempo. Por ejemplo, en una antigua pintura mural asiria se ve a dos escribas, uno haciendo impresiones cuneiformes con un estilo sobre una tablilla (probablemente en acadio) y el otro escribiendo con un pincel sobre piel o papiro (tal vez en arameo). La escritura jeroglí­fica egipcia consistí­a en diferentes representaciones pictóricas y formas geométricas separadas. Aunque dicha escritura continuó empleándose en las inscripciones de los monumentos y en las pinturas murales, con el tiempo llegaron a utilizarse otras dos formas de escritura (primero la hierática y después la demótica). (Véase EGIPTO, EGIPCIO.) En los sistemas no alfabéticos se representaban los objetos, las ideas transmitidas por dichos objetos y las palabras o sí­labas que tení­an la misma pronunciación, mediante formas pictóricas (o su representación posterior lineal o cursiva, a menudo irreconocible). Por ejemplo, un simple dibujo del azahar podrí­a utilizarse en español para designar la †œflor de azahar†, una †œflor† en general, †œflor† (en el sentido de lo más selecto), †œazar† (casualidad) o la sí­laba inicial de la ciudad de †œFlorencia†.
El sistema alfabético utilizado por los israelitas era fonético, y cada sí­mbolo correspondí­a a una consonante, que a su vez representaba un sonido en particular. Sin embargo, el lector tení­a que suplir los sonidos vocálicos, y el contexto determinaba la palabra que se querí­a decir en aquellos casos en que ciertos términos tuvieran el mismo deletreo, pero una diferente combinación de sonidos vocálicos. Este hecho no planteaba ningún verdadero problema, pues en la actualidad las revistas, periódicos y libros escritos en hebreo moderno omiten los puntos vocálicos casi por completo.

La lectura y la escritura en Israel. Los sacerdotes de Israel (Nú 5:23) y las personas prominentes, como Moisés (Ex 24:4), Josué (Jos 24:26), Samuel (1Sa 10:25), David (2Sa 11:14, 15) y Jehú (2Re 10:1, 6), sabí­an leer y escribir. El pueblo en general, salvo algunas excepciones, también sabí­a leer y escribir. (Compárese con Jue 8:14; Isa 10:19; 29:12.) El mandato de que los israelitas escribiesen sobre los postes de las puertas de sus casas, aunque al parecer era figurativo, daba a entender que sabí­an leer y escribir. (Dt 6:8, 9.) Además, la Ley requerí­a que el rey escribiese para sí­ una copia de la Ley y leyese todos los dí­as de ella una vez que ascendiese al trono. (Dt 17:18, 19; véase LIBRO.)
Pese a que en hebreo existí­a bastante información escrita, se han hallado pocas inscripciones israelitas. Es probable que esto se deba al hecho de que los israelitas no erigieron muchos monumentos para ensalzar sus hazañas. La mayor parte de la escritura, incluidos los libros de la Biblia, se hizo con tinta sobre papiro o pergamino, materiales no muy duraderos en el húmedo suelo de Palestina. Sin embargo, el mensaje de las Escrituras se conservó a través de los siglos por medio de reiteradas copias cuidadosas del texto. (Véanse COPISTA; ESCRIBA, ESCRIBANO; MANUSCRITOS DE LA BIBLIA.) Solo la historia de la Biblia llega al mismí­simo origen del hombre y se remonta aún más allá. (Gé 1, 2.) Quizás algunos registros grabados en piedra e inscritos en tablillas de barro, así­ como prismas y cilindros, sean mucho más antiguos que la mayorí­a de los manuscritos bí­blicos antiguos conservados hasta la actualidad; no obstante, estos registros no tienen un verdadero efecto en las vidas de las personas hoy dí­a, y muchos de ellos (como la lista de los reyes sumerios) contienen manifiestas falsedades. Por consiguiente, la Biblia sobresale entre los escritos antiguos como el único legado que presenta un mensaje significativo que merece mucho más que un interés pasajero.

Fuente: Diccionario de la Biblia

Sumario: 1. Canonicidad y canon de la Biblia:
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1. La Biblia como libro y como problema teológico: á) El canon y la canonicidad, b) El libro y los libros, c) El dogma del canon como acto de fe en la unidad de ia Biblia, d) Tradición y canon;
894
2. Historia del canon bí­blico: a) Periodización, b) El cuerpo de las Escrituras de Israel, c) Las Escrituras antiguas en la Iglesia de los orí­genes, ¿ILas nuevas Escrituras cristianas, e) El discernimiento patrí­stico del canon, 19 El debate moderno sobre el canon y la canonicidad; 3. El problema teológico actual: a) Valor de los criterios de canonicidad, b) í­ndole del juicio de canonicidad, c) Acerca del sentido del AT como Escritura cristiana, d) Canon ¡y ecumenismo. II. Inspiración:!. Ei problema; 2. Eldato:ajEi testimonio bí­blico, b) La identificación moderna del tema y el dogma católico, c) La humanidad deUibro sagrado y el carisma hagiográfico; 3. La interpretación teológica: a) La interpretación por esquemas conceptuales, b) La interpretación económica, c) Inspiración y revelación. 111. Texto: A. Los hechos; 2. Texto e inspiración.
IV. Verdad (inerrancia) de la Escritura: 1. La inerrancia contra la sospecha de error; 2. La inerrancia como problema de verdad.
895
1. CANONICIDAD Y CANON DE LA BIBLIA.
896
1. La Biblia COMO LIBRO Y COMO PROBLEMA TEOLOGico.
897
a) El canon y la canonicidad.
La entidad teológico-literaria que llamamos Biblia, tal como es reconocida en la Iglesia católica romana, consta de 73 escritos, que se distinguen en dos grupos mayores: AT (46) y NT (27). El número de los escritos recibidos en el /judaismo es de 24. Se trata, obviamente, sólo de las Escrituras que llamamos nosotros AT, exceptuando siete libros (Tob, Jud, 1 y 2M, Sg, Si, Bar) y de algunas secciones de Est y Dan. El cómputo no resulta obvio a causa de algunas agrupaciones o, viceversa, subdivisiones de libros. El uso de las Iglesias protestantes coincide con el judí­o para el AT; con el de las otras confesiones cristianas para el NT.
El elenco de las Escrituras reconocidas (y, por metonimia, su conjunto, el libro) se llama canon, es decir, regla, norma. La lista es norma eclesiástica para la aceptación de las Escrituras; éstas a su vez son norma divina para la Iglesia y para su fe. De esta manera, canonicidad es ante todo la normatividad de la Biblia para la fe y para la Iglesia; derivada, y más formalistamente, la pertenencia de un escrito al canon bí­blico.
898
b) El libro y los libros.
Norma y elenco: por un lado, y ante todo, el libro, la Biblia, es visto por la fe como realidad unitaria; pero desde el punto de vista de la estructura literaria, de la ubicación histórica y de los contenidos teológicos, se presenta vario, múltiple y desigual. †œEl libro† es a la vez los libros (biblia, de donde Biblia es un plural); por no hablar de que, dentro de gran parte de estos escritos, se replantea el problema de esta unidad completa. Así­ pues, el problema teológico del canon es, por un lado, el del reconocimiento de la canonicidad de los escritos, y por tanto de la determinación de su elenco; y, por otro, es el problema de la unidad de la Biblia dentro de la multiplicidad de las Escrituras. El condiciona intrí­nsecamente la posibilidad misma de la Biblia de hacer de norma autorizada de nuestra fe. No podrí­a ser norma sino de palabra, tanto si no fuese posible individuar qué escritos forman parte de ella como si por falta de toda lógica interna se convirtiese en un centón sin sentido y acaso contradictorio.
A los escritos bí­blicos les une en primer lugar precisamente el mismo carácter formal de su canonicidad o autoridad canónica, que no se ha de entender sólo en el sentido positivo, y a la postre extrí­nseco e infundado, de un reconocimiento de orden eclesiástico. La Iglesia sabe que no puede decidir los términos de la Biblia y su autoridad libremente, sino que sólo puede reconocerlos sin duda y con seguridad. La canonicidad de la Biblia o, en otras palabras, su misma biblicidad es un hecho objetivo, que precede a nuestra fe, aunque está orientado a ella. Es por definición por este aspecto, en cuanto formal, por el que la Biblia es ella misma y una. Desde el punto de vista, por así­ decir, material, esta unidad de la Biblia toma cuerpo, sin embargo, en una tradición de fe, cuya compleja andadura histórica justamente ella, la Biblia, expresa. Si se prescinde de esta referencia a lo concreto, histórico y material, la formalidad canónica de los escritos bí­blicos aparecerí­a con el rostro desfigurado por el formalismo.
899
c) El dogma del canon como acto de fe en la unidad de la Biblia.
La afirmación de la canonicidad. de la Biblia significa entonces, en concreto, un acto de fe en la capacidad de este criterio formal de hacer de coágulo alrededor de la cual aquella historia, aquella tradición, con estos escritos que la expresan y que componen el canon bí­blico, puede ser correctamente interpretada. Un acto de fe, en otros términos, en el hecho de que la Biblia es la palabra autorizada que interpreta con un juicio último y según Dios la historia de la tradición en la que ha nacido; más aún, nuestra misma historia en cuanto está en continuidad con aquélla. La Biblia dice el sentido que tienen según Dios la historia de Israel y la historia de Jesús, la historia de la Iglesia de los orí­genes y, a partir de ahí­, nuestra historia. En esta función y desde esta perspectiva, el dogma del canon desemboca en la capacidad de la multitud de palabras y testimonios bí­blicos de ser una palabra y un testimonio.
La referencia a nuestra historia es necesaria. La Biblia no existe para sí­ misma, sino para nosotros. Si bien cada uno de los escritos que la componen ha tenido un origen determinado y destinatarios primitivos muy distintos de nosotros, por otro lado están abiertos a un empleo ulterior por parte nuestra; y, en particular, está orientada a ese empleo su colección, que los configura como canon. También la llamada a la fe en sentido estricto es necesaria. La Biblia no se presenta sólo como una hipótesis his-toriográfica y teológicamente plausible de interpretaciones de la tradición en que nació y en la que es leí­da, sino como su lectura auténtica y propiamente divina. Sólo así­ puede representar para la fe una norma en su género absoluta; esto es lo que se expresa con la doctrina de la inspiración [1 abajo, II].
900
d) Tradición y canon.
Así­ pues, en relación con la tradición de los orí­genes y con el momento actual, la oposición Biblia- tradición, que constituyó un capí­tulo mayor de la controversia entre catolicismo y protestantismo, aparece radicalmente insostenible. Si es insostenible una oposición (perspectiva tendencial clásica del protestantismo), por razones del todo análogas es insostenible una yuxtaposición (perspectiva tendencial clásica del catolicismo pos-tridentino). El problema real (porque hay un problema real; difí­cilmente surgen y se perpetúan controversias de estas dimensiones sin un problema real) es el de establecer los términos de una relación en todo caso necesaria. La Biblia existe en la tradición, y no tendrí­a sentido sino dentro de ella y con vistas a ella. También las tradiciones religiosas diversas de la hebreo-cristiana tienen sus libros sagrados. También las tradiciones de orden profano tienen con frecuencia textos fundamentales, que definen no solamente sus desarrollos accidentales, sino su identidad profunda (cf las constituciones de los Estados modernos). La tradición viva, no como alternativa a la Biblia, sino como historia del pueblo de los creyentes (cí­ DV 8), es el único lugar en el que la Biblia se puede conservar y es posible reproponer su palabra.
Pero la Biblia es afirmada como canónica no sólo por la tradición y en la tradición, sino también para la tradición de la ¡fe. Esto significa que la tradición da testimonio de la Biblia como norma que la trasciende. El juicio con el que se enuncia la cano-nicidad de la Biblia y se identifica el canon expresa la í­ndole no inmanen-tista de la fe y de la tradición de la fe. El juicio sobre la canonicidad y sobre el canon es momento intrí­nseco de la autoconciencia del pueblo de Dios precisamente como pueblo que pertenece a Dios y no a sí­ mismo. Por eso el desarrollo de la conciencia de la fe respecto al canon, en el AT y en el NT, forma parte de modo decisivo del desarrollo de la conciencia de la alianza en el pueblo de la antigua y de la nueva alianza, desarrollo estimulado por la / revelación de Dios antes que por la meditación de los creyentes, la cual en todo caso no es autónoma. En cuanto a la Iglesia posapostólica, se debe compartir la afirmación de Cullmann, según la cual la posición del canon por parte de la Iglesia es un acto de humildad. Sin embargo, desde un punto de vista católico no se puede aceptar que esta humildad ofrezca el rostro dialéctico de la negación del valor de la tradición en oposición a la sola Escritura. Por el contrario, la tradición, al reconocer el canon bí­blico (la Biblia como canon), al paso que afirma la autenticidad de su fe, confiesa la necesidad de la Biblia para el mantenimiento de esta fidelidad. En qué términos se ha de pensar esta necesidad de la Biblia y qué consecuencias se derivan de ahí­ para la / hermenéutica bí­blica, es precisamente la pregunta que es justo y fructuoso que se haga la reflexión teológica.
Para responder a esta pregunta no ayudan sólo los términos abstractos en los cuales enuncian la teologí­a y el dogma eclesiástico la í­ndole sagrada y canónica (concilio Tridentino: DS 1504 Vaticano 1: DS 3006; DS 3029) de la Biblia. Testimonio significativo e importante de la fe respecto a la Biblia es la praxis de la Iglesia y de la misma teologí­a. Se comprueba el retorno, constante en el curso de los siglos, a las Escrituras como punto de referencia autorizada y autentificadora para la predicación y la oración, litúrgica e individual; para la reflexión teológica, para la orientación espiritual, para el discernimiento y las reformas eclesiales. En la misma Biblia encontramos enunciado este panorama de funciones: †œPues toda Escritura divinamente inspirada es útil para enseñar, para reprender, para corregir, para educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, dispuesto a hacer siempre el bien†™ (2Tm 3,16-17; 2P 1,19; Qo 12,11). Y el Vaticano II dicta: †œ(La Iglesia), juntamente con la sagrada tradición, las ha tenido siempre (las Escrituras), y las sigue teniendo, como regla suprema de su fe… Así­ pues, es menester que toda la predicación eclesiástica, así­ como la religión cristiana misma, se nutra y rija por la Sagrada Escritura† DV 21). †œLa sagrada teologí­a estriba, como en fundamento perenne, en la palabra de Dios escrita, juntamente con la sagrada tradición, y en ella se robustece firmí­simamente y constantemente se rejuvenece… Con la misma palabra de la Escritura se nutre saludablemente, y santamente se vigoriza también el ministerio de la palabra, es decir, la predicación pastoral, la catequesis y toda la instrucción cristiana, en que la homilí­a es menester que tenga lugar preeminente† (DV 24).
901
2. Historia del canon bí­blico.
El canon bí­blico nació en una tradición de fe, o en todo caso en el plexo histórico de una pluralidad de tradiciones. Al final (y ciertamente ya durante su desarrollo, a pesar de las dispersiones y las tensiones) se las comprendió como historia única; y a esta comprensión unitaria se debe la posibilidad de entender la Biblia como canon. Para la comprensión teológica del canon de la Biblia no podemos referirnos simplemente a un concepto abstracto de historicidad, sino que debemos considerar la historia concreta de aquella irrepetible gesta que originó la Biblia. Por eso la historia del canon tiene un interés teológico no accidental.
902
a) Periodización.
Una periodiza-ción mayor de esta historia, ligada a las estructuras teológicas más caracterí­sticas del canon mismo, debe prever tres tiempos, que en alguna medida se entrelazan. Ante todo el tiempo del AT y del surgir del canon veterotestamentario dentro de la(s) tradición(es) de Israel. Luego el tiempo de Jesús y de la Iglesia de los orí­genes, ya sea en cuanto interpreta el AT releyendo su sentido, su estructura, su canon, ya en cuanto genera el NT. Es un tiempo bajo el signo de lo definitivo, conforme al carácter escatológico de la figura de Jesús, y por ello, en relación con el canon, tiene carácter esencialmente conclusivo. El tercer tiempo, que le sigue, es por tanto tiempo de reflexión teológica sobre el canon como dato autorizado ya cerrado, sobre el sentido y sobre la responsabilidad del cual queda, sin embargo, mucho que meditar y comprender.
903
b) El cuerpo de las Escrituras de Israel.
La historia del canon de las Escrituras de Israel se presenta a la vez como la historia de su colección en un cuerpo de escritos y como la historia de la conciencia de su autoridad. Esta conciencia es de fe, según se ha dicho, y por tanto implica revelación. La historia de la conciencia de la fe nos ayuda, aquí­ en particular, a comprender los caminos del proceso revelador que supone, y que no se nos notifica independientemente si no es con pequeñas referencias. La historia de la conciencia de la autoridad de las Escrituras no supone completada su colección, en el sentido en el que luego nos preguntaremos. Es más, los dos procesos se entrelazan y mutuamente se condicionan hasta formar una única historia. En efecto, la fe en la autoridad de estos textos precede y causa no sólo su colección, sino con frecuencia también su misma redacción; y ello es tanto más cierto cuanto más ésta supone formas textuales, escritas u orales, ya precedentemente compaginadas (fuentes), ya autorizadas por la,tradición de la fe, de las cuales deriva luego el documento literario definitivo y canónico. r,, Así­ la autoridad de los escritos está ligada a la autoridad de su contenido y de su forma de proponerse a la fe de Israel: los textos legales como ley de Dios, los textos históricos como memorial para la fe del pueblo de las intervenciones de Dios en los orí­genes y a lo largo de la historia de la alianza, los textos proféticos como interpretación divina de la historia, los litúrgicos como lenguaje tipo de la oración de la fe, y así­ sucesivamente para los sapienciales, apocalí­pticos, edificantes, etc. La historia del reconocimiento de los escritos sagrados y fundantes, es decir, canónicos, viene a coincidir así­ con la historia de la conciencia teológica del pueblo de Dios, con sus desarrollos y sus involuciones, con sus maduraciones y sus crisis, con su continuidad y sus penodizaciones, con la referencia memorial a los acontecimientos instituyen-tes y la proyección escatológica hacia el futuro de Dios diversamente prefigurado.
En esta historia van tomando forma un primer grupo de Escrituras (tórah), libro de la alianza y de la ley como fundamento del pueblo; un segundo grupo (profetas, anteriores y posteriores), libro de la interpretación de la historia de Israel a la luz de la alianza gracias a la conservación del don en él de la palabra de Dios; un tercer grupo más heterogéneo (escritos†), libro de los desarrollos que extienden el mensaje de la ley y de los profetas en direcciones varias, podrí­amos decir, como son varios los caminos de la vida en los cuales tiende a expresarse la fe.
El primer cuerpo de escritos se cierra y hace canónico después del destierro; el segundo es conocido en su forma definitiva en tiempo del Sirá-cida (principios del siglo II a.C). El nieto del Sirácida, que traduce al griego la obra (finales del siglo n a.C.), conoce ya una tercera serie de escritos; pero en el judaismo no se pronunció una palabra definitiva sobre este tercer cuerpo más que hacia finales del siglo i d.C. En tiempo de Jesús, que la fe cristiana confiesa tiempo final, escatológico, el canon de las Escrituras de Israel está, pues, definido en gran parte, pero no sancionado en sus últimos particulares. Se ha hablado de formas diversas de canon (más amplio, alejandrino; más reducido, palestinense) en el judaismo del tiempo alrededor de Jesús. Probablemente es más correcto no hablar de cánones diversos, sino más bien de usos parcialmente no idénticos, no elevados aún a la definitiva rigidez canónica en ninguna de las áreas del judaismo.
904
c) Las Escrituras antiguas en la Iglesia de los orí­genes.
El tiempo de los orí­genes cristianos (Jesús, Iglesia apostólica) comprende para la historia de la Biblia la adopción cristiana del cuerpo de ios libros sagrados de Israel y la formación del NT. Las Escrituras de Israel son releí­das por Jesús y a la luz del misterio de Jesús como Escrituras que encuentran en él su cumplimiento. En este sentido se las puede aceptar como Escrituras cristianas, y no sólo recordadas como palabra de Dios para el pueblo de Israel. Así­ se convierten en †œAT† (la fórmula, referida a las Escrituras, en 2Co 3,14). Su estructura normativa es compaginada, y casi invertida; polarizada ahora definitivamente en Cristo, y no en la tórah, lo cual no deja de plantear problemas interpretativos de amplio relieve, ya que su estructura histórico-literaria no puede menos de seguir siendo la vetero-testamentaria. En los orí­genes de este fenómeno está el modo mismo de aceptar Jesús sinceramente las Escrituras de Israel y su autoridad, aunque afirmando la autoridad de su propia persona como más originaria que ellas y como clave para la inteligencia de su verdad última.
También la determinación del canon del AT debe haberse producido en este horizonte. Una aceptación material del canon judí­o no hubiera sido posible para aquella franja todaví­a indeterminada que éste presentaba en tiempos de Jesús. El criterio decisivo -más aún que el de la aceptación y el uso personal de Jesús- parece haber sido el del cumplimiento de las Escrituras en él, es decir, el hecho de haber sido aceptadas y reclamadas por la Iglesia de los orí­genes con vistas al anuncio del misterio de Cristo. Esta recepción y este uso no parecen haber sido determinados, para las partes aún no estabilizadas en el canon de las Escrituras judí­as, a partir de una verificación analí­tica de cada uno de los escritos y de su cumplimiento en Jesús. Es presumible, en cambio, que en un primer tiempo se usaran las Escrituras para el anuncio evangélico como un todo, sin afán particular de determinar los criterios de canonicidad y reconocimiento; y que a todo esto, medido por el uso más general de las Iglesias de los orí­genes y no por el de las escuelas y las sinagogas judí­as, se refiriera la Iglesia conforme se le fue planteando más explí­citamente el problema del canon.

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d) Las nuevas Escrituras cristianas.
Dentro del anuncio apostólico del misterio de Cristo y como momento suyo, nace además el NT. Los escritos que lo componen, surgidos en y de las tradiciones de las Iglesias a través de itinerarios más rápidos, pero no menos complejos que los que habí­an dado origen al AT, van compaginándose en una colección de cartas paulinas (conocida ya de 2P, aunque no sabemos si en la forma actual) y en un grupo de cuatro escritos pertenecientes al nuevo género †œevangelio† (a finales del siglo lIla cuaterna es ya tan compacta que se puede alegorizar sobre el número), y en otros escritos, entre ellos Ac, ligado al cuerpo de los evangelios por razones literarias e histérico-teológicas, y otros que se pueden situar diversamente.
El proceso de canonización de los escritos neotestamentarios, análogamente a lo que habí­a ocurrido para el AT, supuso discernimiento entre escritos genuinos y menos genuinos o incluso extraviados. El criterio de este discernimiento fue la memoria de Jesús transmitida auténticamente en las Iglesias, mientras que a su vez los escritos canónicos fueron reconocidos en las Iglesias como la garantí­a objetiva de la autenticidad de la tradición y de la fe. Las Iglesias no conocieron nunca un canon sólo neo-testamentario, sino que colocaron los nuevos escritos junto a las Escrituras de Israel, que se habí­an cumplido en Cristo, como coesenciales, unos y otras a su modo, para el anuncio del evangelio de Jesús, para la apologí­a, para la liturgia, para la catequesis y para la edificación. Precisamente en torno a la cuestión de la relación entre AT y NT, así­ como entre las respectivas Escrituras, se abre el tercer momento de la historia de la fe respecto al canon y a la canonicidad de la Biblia.
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e) El discernimiento patrí­stico del canon.
El debate eclesiástico y teológico sobre el canon y la canonicidad de la Biblia ya conclusa y confiada a la tradición posapostólica se puede dividir en tres grandes momentos: el patrí­stico, de la controversia marcionita a principios del siglo y; el momento de Lutero y de la definición tridentina del canon; el debate hermenéutico moderno y contemporáneo.
El hereje Marción (mitad del siglo Ji) no reconocí­a el AT (alianza y libros), que atribuí­a a un Dios malvado, opuesto al del NT. También en el NT mantení­a un canon especial (el †œevangelio†: Lc, más el †œapóstol†™: 10 cartas paulinas, todo ello depurado de las citas veterotestamentarias). Ante esta postura, las Iglesias formalizaron su propia recepción de las Escrituras de los dos testamentos, y al menos desde entonces tuvieron un canon oficial. Para el AT no era una novedad la configuración en un canon; para el NT es difí­cil ir más allá de la conjetura a propósito del grado de explicitación del canon y de sus extremos en los tiempos que precedieron a la controversia suscitada por Marción.
Acerca de los confines del canon, tanto del AT como del NT, todaví­a hay incertidumbres entre los padres sustancialmente hasta el siglo? (esporádicas las referencias sucesivas). Se refieren éstas a aquellos escritos del AT que el judaismo no admite, y también, por razones diversas, a siete escritos del NT(Heb, Jc, 2P, 2Jn, 3Jn, Jud, Ap). Entre tanto, se aclaró definitivamente el rechazo de los apócrifos. La concordia sobre el canon se fue formando finalmente alrededor de un complejo criterio de apostolicidad de las Escrituras. Al sentido de este criterio en relación con el AT se ha hecho ya referencia; la reflexión teológica sobre él es muy compleja, y el testimonio patrí­stico no formal. Para el NT apostolicidad implicaba, en un nexo difí­cil de analizar, origen apostólico de los documentos, autoridad apostólica de su entrega a las Iglesias, fidelidad de su contenido a la doctrina de los apóstoles.
Basándose en el primer aspecto se suscitaron ya en la época patrí­stica problemas de autenticidad literaria, en particular sobre la paternidad paulina de Heb (que, por lo demás, Heb no exige en rigor) y juanista de Ap. Por lo demás, la literatura apócrifa se apoyaba en general precisamente en la atribución de los escritos a figuras apostólicas o en todo caso de la primera generación cristiana. Para comprender el problema hemos de estar atentos a no abordarlo partiendo de una concepción moderna de la figura del autor y de la paternidad literaria. El uso, que para nosotros es en todo caso inadmisible, de la pseudoepigrafí­a (atribución ficticia), en la mentalidad antigua se juzgaba con criterios más elásticos y polivalentes. No es que se admitiera cualquier pseudoepigrafí­a; pero se estimaba apropiada la atribución a un jefe de escuela autorizado (incluso lejano) de escritos producidos dentro de la tradición que era heredera legí­tima suya. De ahí­ ya en el AT la paternidad mosaica de toda la ley, la daví­dica en general de los salmos, la salomónica de muchos escritos sapienciales. Si se prescinde de buena parte de las cartas paulinas, puede que no haya escrito en el NT que escape a una hipótesis más o menos fundada de pseudoepigrafí­a. Por lo demás, la atribución de algunos escritos es tradicional, es decir, que proviene de testimonios externos y no del escrito mismo (todos los evangelios, p.ej.)

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Hay que notar que los padres, al valorar los escritos del NT con el metro de la apostolicidad, no consideran extensible ilimitadamente este derecho a servirse del nombre de los apóstoles. No dudan que ellos mismos son herederos legí­timos de la tradición apostólica (en general son obispos, entre otras cosas); sin embargo, saben que pertenecen a una época qué no está ya en condiciones de producir Escrituras. De este modo llegamos al segundo aspecto de la apostolicidad de los escritos neotestamentarios: son considerados testigos de los orí­genes, y como tales son recibidos. Así­ ya el fragmento de Mu-ratori (finales del siglo n) excluye del canon bí­blico al Pastor de Hermas, aunque lo reconoce como bueno y edificante, por ser escrito reciente. Se inicia así­ (al menos por lo que sabemos) la distinción entre documentos bí­blicos y documentos buenos de la tradición cristiana sucesiva; para la formación del canon es casi tan necesaria como la distinción entre escritos conformes o disconformes respecto a la tradición de la fe. También este tercer criterio, o sea la Ortodoxia, se usó en la era patrí­stica, sobre todo para rechazar las obras de grupos heréticos que se atribuí­an origen y autoridad apostólicos (apócrifos). Este género de valoración supone en la tradición de las Iglesias y en los obispos de los siglos II-? una fuerte conciencia y seguridad de su capacidad de permanecer fieles (por un don del Espí­ritu) a la doctrina de los apóstoles; hasta el punto de que es legí­timo preguntarse qué garantí­a, apoyo y norma encuentra (y sobre todo busca) en los escritos una tradición ya tan segura de sí­ que se considera capaz de discernir los mismos escritos basándose en el contenido. En realidad, esta descripción del reconocimiento del canon por parte de los padres y de las Iglesias parece simplificadora. Un primado sin más de las Iglesias y de su magisterio respecto a los escritos neotestamentarios no existió jamás; y la tan repetida fórmula agustinianá †œego vero evangelio non crederem, nisi me catholicae ecclesiae commo-veret auctoritas† expresa sólo en su carácter paradójico la mitad (y no la más importante) de la actitud de la tradición. El discernimiento de la canonicidad de los escritos neotestamentarios por parte de la comunión de las Iglesias en los primeros siglos fue un hecho progresivo; y el reconocimiento o rechazo, también con el metro de la ortodoxia, de los escritos más controvertidos se verificó por la acción de las Iglesias firmemente referidas a los escritos de más serena apostolicidad y formados y regulados continuamente por ellos. Aunque no es fácil indicar la medida del fenómeno, ciertamente la coherencia interna fue un factor importante de la creciente clarificación del canon.
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f). El debate moderno sobre el canon y la canonicidad.
La proble-matización del canon tradicional a principios de la época moderna por parte de Lutero ha estado presidida por la cuestión de la pureza del evangelio, es decir, por la capacidad de las Escrituras de comunicar (†˜ur-gere) a Cristo como única palabra de salvación de Dios para nosotros. Al asumir como criterio de canonicidad -evidentemente según su propia comprensión- la doctrina de la justificación por la sola fe, en la cual veí­a expresada la confesión de Cristo como único salvador y la negación de cualquier presunción de autosal-vación, Lutero marginaba como de menor valor a Jc, Jud, Heb, Ap. En cambio, para el AT siguió el canon judí­o.
Frente a esta problematización, lo mismo que frente a crí­ticas suscitadas por Erasmo atendiendo a razones de orden literario sobre la canonicidad de Mc 16,9-20; Lc 22,43-44; Jn 7,53-8,11, el concilio de Trento (sesión IV, 8-4-1546, DS lSOlss) definió el canon de los escritos bí­blicos, dando su lista y ordenando admitirlos †œí­ntegramente, con todas sus partes, como es costumbre leerlos en la Iglesia católica y se encuentran en la vieja edición latina Vulgata†. Por su parte, la llamada †œortodoxia protestante† (filón doctrinal y dogmático de la-teologí­a protestante más antigua, cuyo máximo representante fue J. Gerhard; fórmulas confesionales; uso de las Iglesias), abandonando eí­ evangelismo de Lu-tero, se afirmó más bien en una posición biblista, volviendo al canon neotestamentario de los 27 escritos y permaneciendo para el AT en las posiciones más estrictas del canon judí­o.
La teologí­a católica, empeñada en defender el dogma tridentino y la integridad del canon, ha insistido durante mucho tiempo en la idéntica autoridad de todos los escritos bí­blicos, y en particular de los protocanó-nicos y deuterocanónicos. La distinción de escuela entre escritos proto-canónicos y deuterocanónicos se debe a las elaboraciones escolásticas del siglo XVI. Se llama protocanóni-cos a aquellos escritos cuya canoni-cidad es históricamente indiscutible (prescindiendo del asunto marcioni-ta); deuterocanónicos son aquellos escritos y fragmentos del AT y del NT cuya pertenencia al canon, como se ha ido recordando, fue objeto de disputa. La afirmación de la identidad canónica de todas las Escrituras es válida y necesaria en la medida en que, como hací­a la teologí­a católica postridentina, se adopta un concepto formal de canonicidad y nos colocamos en el punto de vista de la í­ndole divina de la autoridad de la Biblia. En cambio, en la medida en que se atiende especí­ficamente a la mediación humana (lingüí­stica) de esa autoridad, reconociendo el alcance del contenido y no sólo el formal de la canonicidad de la Biblia, el problema del valor idéntico de todos los escritos debe abrirse de nuevo. No se trata de desenterrar la cuestión mar-cionita ni de reiniciar el debate antiguo sobre los deuterocanónicos. Se trata más bien de renovar en conjunto los términos de la cuestión, poniendo de manifiesto su significado propio, que es hermenéutico (la canonicidad como premisa que caracteriza la relación entre la Biblia y la fe del que la lee) y subordinando, como es jerárquicamente justo, la afirmación del canon a la de la canonicidad de la que recibe sentido. También esto es tradicional.
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El Vaticano II se ha hecho eco de ambas direcciones de la tradición, en particular reconociendo los escritos del AT corno verdadera palabra de-Dios, que tiene para nosotros valor perenne (DV 14), aunque †œcontengan también cosas imperfectas y temporales† (DV 15) y encuentren †œsu completo significado en el NT† (DV 16). En cuanto al NT, en él †œla palabra de Dios… se presenta de modo eminente† (DV 17). Y, en especial, †œa nadie se le oculta que, entre todas las Escrituras, aun del Nuevo Testamento, descuellan con razón los evangelios† (DV 18).
La reflexión teológica más reciente tiene una prehistoria justamente en la exhortación luterana a ir más allá del texto de la Escritura para captar, aquello a lo que se refiere; pues la Escritura es canónica no por afirmarse a sí­ misma como libro, sino con vistas a la palabra de la que es mediadora. En este sentido, como se ha dicho, esa reflexión (directamente sobre la canonicidad, y sólo en oblicuo sobre el canon) tiene un carácter precisamente hermenéutico. Ha asumido diversas formas según el modo en que se ha concebido nuestra relación con el contenido de la Escritura. Así­ la concepción pietista de la fe ha llevado a interpretar la canonicidad de la Escritura según el criterio de lo edificante. En cambio, la teologí­a iluminista ha dado la preferencia a la universalidad de la religión natural o, por otro camino, a la genuinidad histórico-crí­tica de la documentación. La teologí­a dialéctica ha interpretado el problema de Lutero en sentido existencialista hasta la separación bultmaniana entre el NT como fuente de acceso crí­tico al Jesús de la historia y como palabra que me interpela a la decisión por Dios en el Cristo de la fe. Más complejas y articuladas son las posiciones bultma-nianas (Kümrnel, Kásemann, Aland, Marxsen, Ebeling…).
Con referencia precisa a la cuestión del canon, esta teologí­a se ha presentado a menudo como problema del †œcanon dentro del canon† (en sentido evidenciativo-verifí­cativo o en sentido selectivo), o como cuestión de articulación y de articulación interna del canon con vistas a la elaboración eventual de una / teologí­a bí­blica. En cambio, no ha conducido (después de Lutero) a ninguna tentativa de modificación real del canon recibida en las Iglesias. Por su parte, la teologí­a católica, mantenida por el dogma tridentino al abrigo de cuestiones sobre la extensión del canon, ha dejado también las cuestiones relativas a la canonicidad más bien en la sombra. Ha preferido seguir proponiendo también la tradición, junto a la reflexión sobre la Biblia misma (y a veces en contraposición polémica con ella) como criterio de reconocimiento del canon y la comprensión correcta y profunda de su contenido y de su autoridad. En este sentido cf DV 8: †œPor la misma tradición conoce la Iglesia el canon í­ntegro de los libros sagrados, y las mismas letras sagradas son en ella entendidas más a fondo y se tornan constantemente eficaces†.
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3. El problema teológico actual.
El problema teológico actual respecto al canon bí­blico se podrí­a plantear así­: ¿Qué sentido tienen hoy los criterios de canonicidad usados por las Iglesias de los primeros siglos? ¿Qué itinerarios teológicos y herme-néuticos nos sugieren? La distancia de la época de los orí­genes (en el sentido de contigüidad menos inmediata), el hecho de la prescripción tradicional sancionada por el dogma tridentino (pero también, en la práctica, por el uso de las Iglesias acatólicas), la teologí­a de la revelación, madurada después de la época ilumi-nista, la dimensión ecuménica en lugar de controversista asumida por el debate son otros tantos factores que inducen a esperar que las preguntas indicadas no sean ociosas.
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a) Valor de los criterios de canonicidad.
El criterio de la originalidad literaria puede proporcionar una importante dinámica de la transmisión de la revelación y garantizarle justamente a través del documento bí­blico una eficacia perenne. El anuncio del evangelio, ahora y ya en los comienzos, en la predicación †œoral y en la palabra escrita, por un lado es absolutamente adecuado para despertar la fe (Jn 20,29); por otro, es irreductiblemente diverso de la experiencia originaria del encuentro de Jesús por parte de los primeros testimonios, a partir de la cual en la Iglesia se hace memoria del Señor (Lc 1,1-4 Un Lc 1,1-3). La Escritura, y en particular el NT, al permitir a través de la forma del documento escrito acceder a una formulación de primera mano de esta experiencia,, ofrecerí­a no tanto la más profunda o completa o útil o interesante formulación de la fe cuanto aquélla con la que es necesario que se enfrente toda formulación que no quiera sustituir por arbitrio e invención la objetividad y el carácter definitivo de la palabra que Dios nos ha dicho en Jesucristo.

La elaboración teológica de esta indicación requiere ante todo una apologí­a apropiada de lo que a este propósito nos supone más problema a nosotros, a saber: del método pseu-doepigráfico. Esta reflexión deberí­a unir una investigación histórico-teo-lógica sobre los hechos y sobre los textos que tenga en cuenta puntualmente los recientes resultados de los métodos histórico-formal, histórico-tradicional, históricoredaccional, con una profundización filosófico-antropológica sobre la experiencia de fe, su traducción lingüí­stica y los temas conexos. Ya en este punto se deberí­a tener en cuenta la diferenciada concepción de la autoridad apostólica y de la apostolicidad que presentan las tradiciones neotestamen-tarias, lo cual es tanto más necesario cuando se las confronta con estas indicaciones que se derivan del empleo de los otros parámetros de apostolicidad usados por los antiguos.
El parámetro jurí­dico-cronológi-co, según el cual son apostólicos los escritos de la época de los apóstoles y están garantizados por su autoridad, evidencia y desarrolla, justamente en virtud de su í­ndole positivista, el carácter no manipulable de la revelación mediata de las Escrituras. Para que el resultado de esta perspectiva no sea solamente negativo, es decir, que no se reduzca a un distanciamiento de lo que no es la revelación (valor en todo caso también precioso) sin ayudar a delinear lo que es, quizá la teologí­a fundamental deberí­a afanarse sobre todo en el examen y en la aplicación a este tema de las relaciones entre historia y misterio, entre memoria y tradición.
Difí­cilmente se podrán recorrer estos caminos sin evocar precisamente el parámetro recordado en primer lugar y el que apela al contenido apostólico de los escritos del NT. A través de esta consideración del contenido, el criterio de la apostolicidad tiende a transformarse en el de la evangeli-cidad en sus diversos matices (doctrina evangélica, energí­a evangelizado-ra…). De ese modo se evidencia la relatividad del documento en relación con lo que está destinado a comunicar; y así­ la teologí­a se ve forzada a considerar como un hecho unitario, y a comprender justamente como tal, el discernimiento de la identidad de la Escritura y el discernimiento de la identidad de Jesús.
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b) í­ndole del juicio de canonicidad.
No parece posible un juicio definitivo, que se adueñe en una sí­ntesis teológica de los términos objetivos de lo que estos y, eventualmente, otros parámetros expresan. La sí­ntesis surge dentro del acto hermenéuÜGO, en el cual hay que habérselas realmente con la Biblia; y, por tanto, sólo puede ser objetivada limitadamente y a condición de adoptar justamente la praxis hermenéutica concreta como punto de partida correcto. Esta í­ndole limitada y esta corrección de enfoque hay que reconocerlas especialmente a la definición tridentina del canon. Pues ella toma como punto de referencia la praxis más que milenaria de la Iglesia y la fotografí­a en el perfil limitado y preciso de la enumeración de los escritos canónicos. Como en todo problema teológico, el hecho de que los resultados de la reflexión tengan siempre carácter no exhaustivo no significa, en definitiva, que estén privados de verdad y que no puedan manifestar un progreso en la inteligencia del misterio; justamente es lo contrario.
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c) Acerca del sentido del A T como Escritura cristiana.
En particular, un análisis que aspirara a ser más completo no podrí­a descuidar lo que aquí­ simplemente se ha apuntado, a saber: la más que difí­cil problemática de la elaboración teológica de la apostolicidad del AT. Sus libros, †œintegralmente asumidos en la predicación evangélica, justamente así­ para la fe cristiana †œadquieren y manifiestan su completo significado†™ (DV 16). También a este propósito es punto de partida prácticamente obligado la tradición hermenéutica de las Iglesias. Reinterpretando la tradición alegórica que se afirmó a partir de Orí­genes y purificándola no sólo de las ingenuidades técnicas de la exégesis patrí­stica y medieval, sino sobre todo de la concepción a pesar de todo insuficientemente histórica de la verdad de las Escrituras común en la teologí­a del pasado, deberí­a ser posible integrar de modo teológicamente correcto y fecundo la concepción formalista, y por tanto gris y sin relieve, del canon y de la canonicidad heredada, en lo que se refiere a la relación AT-NT, de la teologí­a de la controversia antimarcionita.
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d) Canon y ecumenismo.
Finalmente, no habrá que desestimar la valencia ecuménica de este interrogarse, integrando y problematizando cada uno dé los parámetros a partir de los otros (evidentemente, sobre el fondo de los datos de la historia). No es difí­cil reducir emblemáticamente, al menos en principio y con el justo sentido de los obligados matices his-toriográficos, las posiciones sobre el sentido de la Biblia mantenidas por las grandes confesiones de Occidente y por las grandes escuelas teológicas contemporáneas (iluministaliberal, existencialista-dialéctica…) a los principales parámetros de la apostolici-dad, o al menos al modo de relacionarlas entre sí­. La forma (pací­fica, dialéctica, relativista, sincretista, es-catológica…) y los términos concretos de toda sí­ntesis teológica respecto a la canonicidad y al canon de las Escrituras son contemporáneamente ya por sí­ mismos una propuesta metodológica y de contenido para el ecumenismo. Corresponden a otras tantas maneras de concebir la comunión eclesial, y los caminos para desarrollarla y, donde sea necesario, corregirla.
Por este camino, en particular, se ha movido E. Kasemann, sosteniendo que las rupturas eclesiales no podrí­an sanarse a partir del canon, y que por tanto el NT no es plataforma suficiente para el camino ecuménico, como muchos sostienen, puesto que él mismo es intrí­nseca y necesariamente conflictivo. Una propuesta ecuménica católica inspirada deberá afirmar, en cambio, posibilidades reales de comunión eclesial ya en el cauce de la historia, y correspondientemente posibilidades de sí­ntesis en el plano de la teologí­a bí­blica. Por eso mismo, aunque consciente de los lí­mites inevitables de cualquier proyecto, se empeñará en formular hipótesis de itinerario en esta dirección.
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II. INSPIRACION.
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1. El problema.
Por †œinspiración† de la Biblia, y con las expresiones sustan-cialmenté equivalentes, de las cuales la más tradicional es aquella por la cual se confiesa que la Biblia es †œpalabra de Dios†, la fe y la teologí­a indican el fundamento de la canonicidad de la Escritura en la trascendencia del misterio de Dios. Esta relación de la Biblia con el misterio se puede contemplar de diversas maneras. La más usual es la que señala a Dios como origen trascendente de las Escrituras. Por lo demás, no hay que excluir que el mismo concepto de inspiración valga para indicar útilmente también la presencia actual del misterio en la palabra de la Escritura y la transparencia de la Escritura en relación al misterio. Es además trascendente la finalidad de las Escrituras; ellas ofrecen †œla sabidurí­a que conduce a la salvación por medio de la fe en Jesucristo† 2Tm 3,15) y sostienen en el itinerario de la esperanza (Rm 15,4); son, pues, instrumento para la adhesión a Dios que se nos ofrece como salvación.
En virtud de la inspiración, referidas inmediatamente a Dios, son sagradas las Escrituras. Sacralidad y canonicidad de las Escrituras son inseparables, porque la autoridad que les viene de Dios las hace normativas y necesarias, es decir, justamente lo que se entiende al.señalarlas como canónicas. Pero no podrí­an reivindicar semejante autoridad sobre la Iglesia y sobre la fe (virtud teológica que tiene como objeto precisamente a Dios) sino en virtud de una inmediatez al misterio, que es justamente lo que se expresa con la doctrina de la inspiración.
También se puede decir que la doctrina de la inspiración se refiere a la Biblia en sí­, y la de la canonicidad a la Biblia en relación a nosotros. Pero menos oportunamente; sobre todo si la consideración de la Biblia en sí­ da a entender que se puede pensar sensatamente la Biblia por sí­ misma. En cambio, carecerí­a del todo de sentido prescindir de su serpropter nos, pues Dios ciertamente no da origen a un libro suyo para satisfacer exigencias expresivas propias. La observación, sobre cuya aparente evidencia se podrí­an hacer observaciones sutiles, en conjunto no debe parecer superflua. La reflexión teológica sobre la inspiración de la Biblia ha sido a veces realmente ví­ctima de abstracciones, precisamente por haber considerado el misterio divino de la Escritura desenganchado de su referencia intrí­nseca a aquel diálogo de la salvación en el que está inserta y para el cual ha sido pensada.
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2. El dato
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a) El testimonio bí­blico.
Una reflexión sobre la palabra de Dios escrita se encuentra sólo anunciada en el AT. La formación de un canon, o al menos de sus partes bien definidas, precede a la explicita-ción del sentido teológico de los escritos de Israel. Mas no serí­a correcto esperar que ya desde el principio, mientras que los documentos bí­blicos y su cuerpo estaban aún tomando formas, la doctrina de la inspiración surgiese en los términos y según los interrogantes explí­citos de la teologí­a posbí­blica. El tema de la palabra de Dios, relacionado con la experiencia del Dios que habla, ha iluminado ciertamente la recepción de las Escrituras de Israel bastante antes de que se pensase en interrogarse sobre el sentido preciso de la forma escrita de esta palabra. Así­ la palabra de la tó-rah, por ejemplo, fue venerada y amada ante todo en su realidad comp)exiva de ley-sabidurí­a-palabra y escrito. Algo análogo puede decirse del tema del Espí­ritu de Dios, cuya acción por medio de los profetas y de los sabios de Israel (y luego de los apóstoles y de los discí­pulos de la era apostólica) fue reconocida en los documentos provenientes de ellos y de sus escuelas antes de que se sintiese la necesidad de formular explí­citamente la pregunta acerca de los escritos en cuanto tales.
El paso, en términos generales de historia de la cultura, de una tradición preferentemente oral y consuetudinaria a otra en la que el escrito habrí­a desempeñado un papel decisivo, debe haber constituido el fondo apropiado para la aparición de la cuestión teológica acerca de la í­ndole sagrada de las Escrituras. Estas se convirtieron en instrumento normal de memoria de los acontecimientos originarios por los cuales fueron generadas la antigua y luego la nueva alianza, y en los que encontraron (y la segunda sigue encontrando) su propio sostén y su orientación. Para la doctrina católica, que rechaza la exclusividad del principio †œsola Scrip-tura†™, esta función no se entiende como alternativa a la tradición viva, que es una forma más vasta y que, en conjunto, comprende también la Biblia, la sola forma adecuada de la memoria de la alianza.
Si no debemos esperar del AT una doctrina formal sobre el tema de la inspiración, hay que observar, sin embargo, que los temas de la experiencia de la antigua alianza ayudan a leer los textos más recientes y más explí­citos sobre la Escritura y su í­ndole sagrada, principalmente el de 2P 1,20-21 y el de 2Tm 3,15- 16. 2P se refiere a la graphé como lugar de palabra profética auténtica. En el origen de esta palabra profética (de ella se habla formalmente, no de la graphé en cuanto documento) está la iniciativa no del hombre, sino del Espí­ritu Santo; de tal modo que ella es palabra de parte de Dios. Los mismos temas (Dios, el Espí­ritu) se encuentran en 2Tm en el adjetivo theó-pneusios, †œinspirado por Dios, atribuido a (o predicado de) †œtoda Escritura†™. El sentido del adjetivo, que se hizo luego técnico, ha de establecerse, pues, a partir del tema del Espí­ritu que viene de Dios, o por medio del cual obra Dios. Ha de entenderse también a partir del contenido, cuyas grandes directrices teológicas son el esfuerzo por ser fieles a la doctrina (esto también en 2P), la †œsalvación por medio de la fe en Je-sucristo†™(v. 15), la †œpreparación† del †œhombre de Dios† para el ministerio eclesiástico, que no carecerá de pruebas. Otro tema fundamental emerge del contexto del pasaje de 2P, y es el de la espera de la †œestrella matutina (manifiestamente Cristo), hasta cuya aparición nos es preciosa la palabra profética de la Escritura †œcomo lámpara que luce en lugar tenebroso† (y. 19).
Se trata en ambos textos directamente de las Escrituras veterotesta-mentarias, pero a las cuales se compara esencial, y aun primariamente, la doctrina y el testimonio apostólico (también esto en ambos contextos). Se nos encamina, pues, a poder hablar de inspiración para el cuerpo entero de las Escrituras cristianas, AT y NT, pues estas anotaciones sobre la í­ndole sagrada de las Escrituras se formulan, en efecto, en un momento en que su canon comienza a aparecer articulado en sus dos grandes secciones. 1 Tim 5,18 cita, en efecto, a Lc 10,7 como †œEscritura† (y la unidad interna del cuerpo de las pastorales es sólida), mientras que la misma 2P no vacila en comparar las cartas paulinas con las †œotras Escrituras†™
(3,16).
Así­ pues, en conjunto el cuadro teológico ofrecido por los dos textos presenta indicios significativos para la comprensión de la Biblia precisamente como palabra de Dios escrita. La ausencia de Cristo, a la cual hay que ser fieles y que es esperado, hace preciosa la referencia precisamente al documento. Por su parte, el tema pneumatológico, mientras que es realmente apto para dar relieve a la eficacia de la palabra de la Escritura y a su finalidad de salvación, en una teologí­a neotestamentaria no puede separarse precisamente de la memoria, de la confesión en la fe y de la espera de Jesucristo. El Espí­ritu Santo 2P 1,21) captado en el origen de las Escrituras proféticas no es distinto de aquel cuya efusión está en el origen de la Iglesia y de su testimonio de fe; es el Espí­ritu del cual declarará el sí­mbolo de Constantinopla que †œha hablado por medio de los profetas†™, confesando así­ la continuidad de AT y de NT.
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b) La identificación moderna del tema y el dogma católico. El problema de la relación entre carácter sagrado de la palabra y carácter sagrado de la Escritura (en términos más técnicos: entre revelación e inspiración) es en realidad un problema moderno. Estudiando el pensamiento de santo Tomás al respecto, la teologí­a neoescolástica no ha descubierto más que las cuestiones sobre la profecí­a (S.Th., II-II, qq. 171- 174). Para que se planteara el problema era necesario pasar por la crisis de desconfianza en el lenguaje propia de la teologí­a nominalista, y la correspondiente posición dramática del problema her-menéutico con Lutero, y por el bibli-cismo de la teologí­a de la ortodoxia protestante. En la teologí­a católica la distinción entre revelación e inspiración, y consiguientemente la interrogación sobre ésta como tema separado, surgió con L. Lessio y el debate sobre sus tesis (1587-1 588). El contexto era el de la problemática conocimiento natural-conocimiento sobrenatural. Y en su tiempo, precisamente en nombre del conocimiento racional, en la teologí­a iluminista no se podrá dejar de preguntar qué sentido tiene, y si tiene sentido, considerar la Biblia algo más y diverso de un libro como todos los otros.

Este contexto permite comprender por qué, a diferencia del concilio de Trento, que tení­a sólo el problema del canon bí­blico, el concilio Vaticano 1, celebrado después de la crisis de la confianza en la Biblia surgida con el iluminismo, tuvo el más radical de la inspiración. Al reprobar dos teorí­as quizá no entre las más importantes, y al aceptar positivamente las formulaciones más tradicionales de la fe, el concilio enseña que los libros del AT y del NT †œla Iglesia los considera sagrados y canónicos no porque, compuestos por sola obra humana, hayan sido luego aprobados por su propia autoridad; y tampoco solamente porque contienen la revelación sin error; sino porque, compuestos por inspiración del Espí­ritu Santo, tienen a Dios por autor, y como tales (es decir, como sagrados y canónicos, nd.r.) han sido consignados a la Iglesia†™ (
DS 3006).
Además de reiterar la enseñanza dogmática del Vaticano 1, el Vaticano II se servirá también de la otra fórmula más clásica, puntualizando de este modo la unidad diferenciada de Escritura y tradición: †œLa Sagrada Escritura es palabra de Dios…; la sagrada tradición transmite í­ntegramente la palabra de Dios† DV 9). La afirmación de que la Escritura es realmente †œpalabra de Dios† no impide que el concilio no confunda revelación e inspiración: la doctrina sobre la Sagrada Escritura y su inspiración está ubicada, en efecto, dentro del discurso sobre la transmisión de la divina revelación. En cuanto al misterio del origen divino y humano de la Escritura, el Vaticano II, haciéndose eco también de la enseñanza de los papas del último siglo, insiste en el respeto que ha tenido Dios hacia los autores humanos, que son †œverdaderos autores† (DV 11). Así­ manifiesta la Biblia la divina †œcondescendencia: †œY es así­ que las palabras de Dios, expresadas en lenguas humanas, se han hecho semejantes al lenguaje humano, a la manera como un dí­a el Verbo del Padre eterno, al tomar la carne de la flaqueza humana, se hizo semejante a los hombres†™
DV 13).
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c) La humanidad del libro sagrado y el carisma hagiográfico.
Justamente a propósito de la cuestión de la verdadera y plena humanidad de la Escritura han versado los capí­tulos más significativos de la historia de la doctrina de la inspiración; y no es extraño, ya que precisamente la correcta relación con lo humano nos señala lo correcto de la imagen teológica del Dios que está en el origen de la Biblia y del origen de la Biblia de Dios. Es una dinámica necesaria de todo conocimiento de Dios. En particular, es teológicamente necesario que no se imagine a Dios como concurrente del hombre, sino como al que lo acoge y lo salva; la afirmación de la verdadera y plena humanidad de la Biblia y la precisión de sus términos pretenden expresar en definitiva esto.
Los principales capí­tulos en los que esta clarificación se ha desarrollado hasta hoy son tres: el de la plena intencionalidad humana, el de la culturalidad y de la historicidad de la obra de los autores sagrados. La primera precisión se opone a una concepción estática o de alguna forma pasiva de los autores inspirados; la segunda a una suerte de †œnaturalidad universal† de su palabra; la tercera impone que se comprenda todo escrito bí­blico como situado en la cronologí­a, en la sociologí­a y en cualquier otra coordinada histórica, de modo que se siga lo puntualmente que la escucha de la palabra de la Biblia entraña el esfuerzo hermenéu-tico por salvar la distancia entre el texto y el lector.
Esta serié de precisiones que ha ido poco a poco exigiendo el esfuerzo de inteligencia de la Biblia y de su misterio le permite a la doctrina de la inspiración hacer justicia al origen y fisonomí­a reales del libro sagrado. En particular, el concepto de hagió-grafo (autor sagrado, inspirado), fundamental para la reflexión teológica sobre la inspiración, se ha de entender hoy a la luz de las más recientes adquisiciones de la ciencia bí­blica. Sabemos, en efecto, que sólo raramente las páginas de la Escritura tuvieron en su origen un autor que las escribiese del modo como suelen escribirlos autores modernos. En grandí­sima parte, los escritos bí­blicos tienen tras de sí­ una compleja elaboración ;de tradiciones orales y escritas, de rélecturas, recomprensí­ones, retoques y otras actividades redacciona-les; y no en último término, la actividad de quien, al introducir los escritos en un cuerpo más vasto (canon), hizo realmente evolucionar, si no el significado verbal, el sentido del conjunto y su mensaje para nosotros [7 Pentateuco; / Palabra; / Revelación].
La Escritura nace, pues, en el pueblo de Dios y en su tradición; y la inspiración es don que se ha de entender en el marco de la acción del Espí­ritu que plasmó la tradición de Israel y de la Iglesia de los orí­genes en lo concreto de la alianza, antigua primero y luego nueva. En esta tradición del pueblo de Dios y de su fe, la inspiración es carisma que invade en diversa medida y según modalidades diversas a todos los que de algún modo contribuyeron intrí­nsecamente a dar origen a la Biblia. Desde este punto de vista, el carisma de la inspiración presenta una fenomenologí­a que está lejos de ser uniforme. La reflexión neoescolástica ha realizado complejos análisis a propósito de la psicologí­a de los autores inspirados; estos esfuerzos, aunque presentan la debida diligencia para que en nada el origen de la Biblia parezca sustraí­do al influjo del Espí­ritu que mueve e ilumina, resultan en conjunto abstractos. El primado en la reflexión debe atribuirse no a este o a aquel personaje (autor, redactor, etc.), sino al documento; él es el que está inspirado, y los que lo engendraron estuvieron inspirados en la medida en que contribuyeron a su constitución. El primado, si queremos ser precisos, se le ha de reconocer a la Biblia en su fisonomí­a definitiva, es decir, a todo el conjunto del canon, compuesto de AT y NT; por lo que hay que dar la razón a N. Lohfink cuando afirma que el último autor inspirado del AT fue la Iglesia apostólica, que lo adoptó en su predicación del misterio de Jesucristo.
Por lo demás, es también evidente la abstracción subyacente a este modo de entender la inspiración y al endurecer este primado del documento (por otra parte, no sabremos realmente pensar esta o cualquiera otra realidad sino abstrayendo, porque tal es la condición de nuestro humano pensar). Si la actividad de las varias personas que están en el origen de la Biblia, en su formalidad de actividad que origina la Biblia bajo el influjo de la inspiración, es actividad pasajera, no hay motivo para creer que no esté insertada en general de modo coherente en el devenir personal y eclesial de estas mismas personas. Definido en referencia a la Escritura inspirada que llega a nosotros y a la cual se refiere nuestra fe, el carisma de la inspiración aparece desgajado de manera presumiblemente más bien artificial de la que en conjunto debe haber sido la obra del Espí­ritu en y a través de estos creyentes, en su comunidad, en el cauce de las tradiciones del pueblo de Dios. La artifí­ciosidad, inevitable, expresa nuestro punto de perspectiva, histórico y teológico, desde el cual consideramos a posteriori aquel documento realmente inconfundible en su misterio y en su función, que es la Sagrada Escritura. Pero nada obliga a considerar que en principio el Espí­ritu haya dado el carisma que llamamos inspiración de manera arbitraria. Por eso no podemos estimamos libres de buscar la lógica de este don en la historia de la salvación, por las mismas razones por las que no podemos contentarnos con aceptar el canon bí­blico como un dato meramente positivo, sino que debemos afrontar eJ problema teológico de su sentido articulado y de su criterio-logia. No se trata, en el fondo, de dos problemas diversos, sino de dos modos de enunciar el mismo problema.
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3. La interpretación teológica.
Diversas son las ví­as tradicionales a lo largo de las cuales se ha intentado la interpretación teológica de la relación de inspiración entre Dios y el hagiógrafo con vistas al libro sagrado. Cada una es digna de atención y de reflexión, ya sea en conexión con la actual identificación de la figura del hagiógrafo, según se ha dicho, ya sea en sí­ misma. Podemos catalogar estas ví­as en dos grandes grupos: las ví­as de la interpretación por esquemas conceptuales según diversas analogí­as y las ví­as de la interpretación económica, y en concreto trinitaria, histórica y salví­fica.
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a) La interpretación por esquemas conceptuales.
Las principales imágenes ofrecidas por la patrí­stica para la inteligencia del misterio de la inspiración son las de la dictatio, del autor y de la autoridad, y del instrumento (órganon). Cada una a su modo experimenta un proceso de rigidez .en la elaboración escolástica. Pierden en este proceso un poco de la fluidez y del carácter aproximativo del antropomorfismo, pero también un poco de su rica capacidad evocadora. Adquieren rigor, y con ello la capacidad de prestarse a unaprofun-dización agudamente crí­tica en el dato; pero también una rigidez que las hace menos disponibles para servir, según la analogí­a, a las ví­as del misterio.
Dictare es un decir intenso: el hombre dice la palabra de la Escritura; Dios la dictat. La Escritura es palabra autorizada, ní­tida, profunda, sugestiva; todo esto se expresa en la imagen de la dictatio. Destinatario de esta dictatio es en primera instancia el hagiógrafo; pero a través de él lo es también todo creyente. El entumecimiento de la dictatio en †œdictado verbal† (Báñez, 1584) expresa incisivamente la sacralidad puntual del documento en su realidad textual, lo cual es de suyo pertinente. Pero pierde muchos matices respecto a la palabra como misterio de comunicación en favor de este único aspecto. Hace que retroceda la atención del lector, resolviéndolo casi todo en una relación entre Dios, el hagiógrafo y el texto. Y necesita precisiones no indiferentes, por un lado para que no se conciba al hagiógrafo como una especie de copista pasivo, y por otro para que no se desenfoque en una sacralidad indiscriminada aquella relación intrí­nseca que vige en todo escrito entre el tenor verbal del texto, su contenido, su dinámica comunicativa, etc. Pues el carácter sagrado del texto bí­blico no lo hace fin en sí­ mismo (serí­a un absurdo), sino que es caracterí­stica que le compete dentro de su existir como forma de la comunicación divina.
La confesión de Dios como autor de las Escrituras, que, como se ha visto, hace suya también el texto dogmático del Vaticano 1, en un sentido más general indica sólo su origen divino, que las cubre con una †œautoridad† divina (en los múltiples matices de que es capaz este término polivalente que deriva justamente de †œautor†™). Además, el uso de la imagen con referencia a la Escritura es derivado; más originario en teologí­a es su uso con referencia a la economí­a de la salvación, de la cual la Escritura es expresión particularmente significativa y auténtica. Dios es autor de los escritos del AT y del NT en cuanto que, más en la raí­z, es el único autor (como decí­a la antigua fórmula anti-marcionita, antidualista) de la antigua y de la nueva alianza. Así­ pues, los escritos bí­blicos son fruto de iniciativa divina, de divina autoridad. Tratándose de libros, era del todo sencillo entender el concepto de autor en términos estrictamente literarios (Franzelin, 1870ss; y más aún la teologí­a neoescolástica dependiente de la encí­clica Pro videntissimus Deus), indicando así­ que Dios es origen próximo, y no sólo remoto, de la Biblia. Autor en sentido literario no serí­a, por ejemplo, el que simplemente sugiriese la idea o alentase su composición, financiase la edición o acogiese un libro con aplauso. Y Dios, respecto a la Biblia, ciertamente no es sólo eso. Pero cuando se presta atención a la complejidad del fenómeno literario Biblia y al hecho de que su comunicación no es simplemente asevera-tiva, no se puede dejar de notar que no se puede pensar a Dios en primera persona como sujeto del dudar, del implorar, del interrogar, del imprecar de los hagiógrafos y de sus textos, como puede serlo de afirmar doctrinal o narrativamente. Y ello sugiere que no se han de descuidar los matices de los que la imagen es desde siempre realmente capaz.
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La imagen del instrumento indica directamente no la relación de Dios con el libro o con el lector, sino la del hagiógrafo con Dios. De él evidencia diversos matices según el modo de entender la imagen (órgano respecto al cuerpo, pluma para el escritor, instrumento musical, son las principales declinaciones patrí­sticas del tema). Su endurecimiento neoescolástico en los términos de causalidad eficiente instrumental ha servido para puntualizar aspectos significativos de la actividad inspiradora de Dios: doble causalidad genuina respecto al libro, dependencia total del hagiógrafo, y también del libro, de Dios, respecto del obrar propio de cada una de las causas, divina y humana, y consiguiente posibilidad de identificar en la Biblia signos respectivamente de su origen de Dios y de su plena verdad humana, etc. Los lí­mites de la elaboración conceptual de la imagen del instrumento en términos de causalidad eficiente instrumental son debidos a la inadecuación del concepto de causalidad eficiente para definir en general la comunicación interpersonal a través de la palabra. La Biblia corre el riesgo de ser considerada como un producto de Dios y del hombre, y no como una palabra; pero un producto es extrí­nseco respecto a su causalidad eficiente, mientras que en la palabra se expresa, y se comunica, la persona misma que habla. En cambio, más o menos ní­tidamente, esto no escapaba al uso pa-trí­stico de la imagen. Y no se trata de un matiz de poca monta: la Biblia es palabra de salvación precisamente porque a través de ella se hace memoria de la alianza, y Dios personalmente nos interpela. Además, apelar, a la causalidad eficiente es rí­gidamente solidario de una concepción de la salvación (y, por tanto, de la misma Biblia), en la cual se entiende a Dios como si obrara propiamente según la unidad de la naturaleza y no según la trinidad de las personas. Pero esto, sobre el fondo de los caminos abiertos por la más reciente teologí­a de la gracia (y, por otra parte, más en consonancia con el dato bí­blico y patrí­stico), crea dificultades, sobre todo con vistas a la interpretación de la imagen princeps de la inspiración (que evoca el misterio del Espí­ritu) y de la de lapalabra de Dios (que evoca el misterio del Verbo y de su,encarnación).
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b) La interpretación económica.
Fundamentación trinitaria y comprensión dentro de las coordinadas de la historia de la salvación son los caminos más prometedores para una lectura actual, †œeconómica†, de la í­ndole sagrada de la Escritura. El dato bí­blico, arriba rápidamente recogido, no deja de sugerir indicaciones en esta dirección. En primer lugar es necesario dar evidencia a la í­ndole alusiva, imaginativa, no cartesiana, del concepto mismo de inspiración; por el hecho de haberse convertido en la sigla técnica para indicar lo sagrado de la Biblia no se le priva de su lógica nativa, que es la de remitir a una acción misteriosa particular del Espí­ritu Santo y un soplo por parte de Dios. También la indicación de la Escritura como palabra de Dios remite al misterio del Lagos. Todo esto se ha de comprender dentro de las lí­neas básicas de la historia de la salvación.
El Espí­ritu que presidió la encarnación del Lagos y que ungió a Jesús para su misión, hace ahora memoria de Jesús en la Iglesia y mantiene despierta su espera; y ha suscitado y anima de continuo este especialí­simo instrumento de la memoria y de la espera de Jesús que es la palabra de la Escritura. Así­ la Escritura es palabra de Dios en referencia a Jesús y como eco suyo; por lo demás, no podrí­a ser de otra manera. Es palabra de Dios †œcomo en un espejo, en imagen† (1Co 13,12), porque tal es hoy la condición de toda palabra que se nos ha dado para que la aceptemos en la fe. Pero es realmente eficaz para la salvación, como nos lo recuerda 2Tm 3,15-17. El Espí­ritu también en ella, e incluso en ella de modo particular, se revela como don y bendición suprema†™de Dios.
Por lo demás, no se puede eludir, en esta perspectiva tan iluminadora, el interrogante teológico acerca de la singularidad y originalidad de la Escritura. Puesto que sin el Espí­ritu Santo ni siquiera se podrí­a decir †œJesús es Señor† (1Co 12,3), toda palabra que evangeliza el misterio de Jesús suscitando la fe y llamando a la esperanza está dicha en el Espí­ritu. ¿En qué consiste, pues, el carácter inconfundiblemente especí­fico de la Biblia, por el cual es palabra de Dios y está inspirada por él?; ¿qué es la í­ndole especí­fica que la doctrina de la inspiración justamente se esfuerza por diversos caminos en enunciar? La renovación profunda del planteamiento de la problemática nos deja ante este interrogante desguarnecidos de soluciones teológicas ya acreditadas. Repetir simplemente la teologí­a de la dictatio, del autor, del instrumento no serí­a decir cosas falsas, pero significarí­a dar respuestas que no atinan con la pregunta.
Parece más bien necesario permanecer fieles a los caminos de la historia de salvación y al carácter central que en ella tiene el misterio de Jesús. Puesto que el Espí­ritu, al suscitar la Biblia como animando toda predicación del evangelio, no nos da una palabra de Dios ulterior o alternativa respecto a Jesús (iserí­a monstruoso!), sino totalmente relativa a él y al servicio de su misterio, no deberemos buscar un significado teológico independiente del misterio de la inspiración, distinto de esta relación de la Escritura a Jesucristo. La singularidad de su í­ndole inspirada no será otra cosa, como se decí­a desde el principio, que el fundamento de la necesidad y normatividad (canonici-dad) de la Escritura para la memoria de Jesús y para la fe en él. Toda buena explicación teológica de la inspiración deberí­a dar cuenta ante todo de esta relación, es decir, de esta función memorial, en la cual está esencialmente incluida la relectura del AT como profecí­a de Jesucristo.
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c) Inspiración y revelación.
La DV deja abierto precisamente en este punto el problema teológico de la inspiración de la Escritura. A la ubicación de la doctrina acerca de la Escritura en el contexto de la transmisión de la divina revelación no corresponde, en efecto, una elaboración particular del tema; más bien (cosa muy comprensible en un documento conciliar) se reiteran, no sin oportunos retoques, los desarrollos doctrinales de los documentos papales del último siglo, recibidos ya sustancial-mente por la teologí­a de los manuales. Pero a partir de la ubicación de la Biblia en el contexto de la transmisión de la revelación, el problema de definir la Biblia en relación con Jesús se plantea como problema de definir la Biblia en relación con la revelación. Pues la DV enseña precisamente que Jesús es la plenitud de la revelación. A partir de Lessio, según se ha dicho, la relación inspiración-revelación no se puede pensaren términos de identidad sustancial.
El problema propiamente es éste: ¿qué sentido tiene que la Biblia sea palabra de Dios como transmisión de una palabra más originaria, si bien siendo ella tan originaria que se la debe llamar precisamente palabra de Dios? Parece necesario responder pensando la inspiración de la Escritura como componente del momento mismo originario de la revelación, aunque teniendo en cuenta el hecho de que la Biblia es documento, es decir, forma†™ escrita para que se transmita la revelación. Si la tradición eclesiástica pertenece a la transmisión de la revelación y no a la misma revelación, la Escritura, en cambio, pertenece indisolublemente a ambos momentos. Justamente este su modo de ser dentro de un proceso (la historia de la salvación) que está sostenido y animado por el Espí­ritu desde el principio al fin caracteriza su inspiración. De suyo, si bien se mira, el problema es el de cómo está Dios en el origen del libro, pero con estas precisiones: que el libro no es pensado como entidad literaria de suyo consistente, sino como expresión y documentación de aquel acontecimiento personal e histórico que es la revelación; y que Dios no es identificado como causalidad eficiente absoluta, sino como el Dios que se ha revelado: en concreto, como el Padre que enví­a el Espí­ritu para hacer memoria de su Verbo Jesucristo.
Como documento, pues, la Biblia pertenece a la transmisión de la revelación y trasciende los tiempos; pero es momento intrí­nseco del expresarse originario sin el cual la revelación no serí­a real. Pues el lenguaje humano no es envoltorio casual de la revelación; en ella Dios se dirige a nosotros precisamente asumiendo las formas de nuestro modo de expresarnos. Entre esas formas, la verbal, reproduci-ble en el documento escrito, aunque no la única, tiene una función expli-citadora decisiva e insustituible. Así­ pues, la palabra, hablada y escrita, es momento esencial del ser, y no sólo de la sucesiva reformulación de la revelación; pero ésta no puede reducirse a palabra verbal.
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Frecuentemente, la palabra que ha confluido en la Escritura es la primera enunciación del momento de la historia de la revelación que se expresa en aquella determinada página; otras veces es reenunciado de una revelación ya aclarada en sí­ misma, ya formulada. También en este segundo caso el paso de una formulación a otra, por hipótesis más apta para la transmisión canónica, o laimisma reiteración redaccional de una formulación ya estabilizada, no pueden dejar de suponer una clarificación, una precisión, una selección de sentido, guiadas por el carisma inspirativo.. En el primer caso más claramente aún, el carisma inspirador interviene activamente en el progreso de la revelación originaria. . Una comprensión teológicamente satisfactoria de la inspiración no puede, pues, prescindir de una comprensión correspondientemente atenta de la revelación. La concepción de la revelación divina como comunicación en forma conceptual y asevera-tiva de verdades perennes llevaba casi inevitablemente a la teologí­a de la inspiración a fluctuar entre pensarla como notificación de nuevas verdades o como simple impulso a transmitir por escrito verdades precedentemente reveladas. Pero si la revelación, como enseña la DV, ocurre en una historia por medio de †œpalabras y acontecimientos intrí­nsecamente conexos† (DV 2), ya que la palabra es esencialmente repetible, mientras que el acontecimiento es por su naturaleza único (a menos que se reproduzca en el ¡sí­mbolo, y puede que en el sacramento), no será imposible pensar la inspiración como carisma que, generando una palabra en conexión con el acontecimiento de los orí­genes, ofrece a través del documento que la representa la posibilidad de ser interpelados directamente por aquellos mismos orí­genes, y en concreto por Cristo, plenitud de la revelación.
Quedará por determinar ulteriormente esa conexión necesaria, es de-cí­t, propiamente la í­ndole profética y apostólica de la palabra bí­blica. En especial el AT es palabra que, al acompañar la preparación de Cristo, ya lo ha ido formulando en la esperanza, proporcionando así­ el humus teológico y lingüí­stico necesario para su revelación (por continuidad o por contraste). Está, pues, inspirado con vistas y en referencia a él. El NT recoge el testimonio originario sobre él, memoria y anuncio; sin esa palabra, Cristo no serí­a para nosotros plenamente revelación, porque la plenitud del acontecimiento revelador que es él permanecerí­a prisionera de su singularidad histórica. Sin esta palabra tampoco la plenitud de presencia ofrecida por el sacramento conseguirí­a permanecer en la continuidad visible de la memoria y estarí­a privada de una de sus dimensiones esenciales. Por eso †œla Iglesia ha venerado siempre las divinas Escrituras como lo ha hecho con el cuerpo mismo del Señor† (DV 21); ellas de algún modo son cuerpo del Señor, su voz: †œEl es el que habla cuando en la Iglesia se lee la Sagrada Escritura† (SC 7). A través de ellas, hechas eficaces en la Iglesia, †œDios, el cual ha hablado en el pasado, no cesa de hablar con la esposa de su Hijo querido† DV 8); a través de su palabra y la celebración de la memoria eucarí­s-tica nos congregamos en la iglesia, para ser nosotros mismos cuerpo de Cristo.
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III. TEXTO.
La consideración del texto bí­blico y de sus problemas completa aquella atención a la materialidad de la Biblia, para la cual ha sido ya necesario examinar la cuestión del canon. T)e los significados y de los lí­mites por los cuales está marcada la cuestión del canon es casi vehí­culo extremo el problema del texto. Evidentemente, no se suscitarí­an problemas si la materialidad del texto no presentase dificultades y estuviera con indiscutible seguridad conforme con el original. Sin embargo, el acceso a toda obra antigua plantea problemas textuales en medida notable; ciertamente bastante más notables de lo que cualquier errata corrige está en condiciones de señalar, ofreciendo una solución sustancialmente adecuada para las obras contemporáneas, y más para las posteriores a la invención de la imprenta. La Biblia no escapa a la condición de cualquier obra antigua; ciertamente, no escapa en nombre de su í­ndole sacra.
De suyo la mayor parte de los problemas relativos al texto bí­blico es de orden crí­tico, y no inmediatamente teológico. Sin embargo, en el origen de toda gran orientación de la misma crí­tica textual de la Biblia hay opciones teológicas ineludibles. Si no determinan inmediatamente los métodos, sí­ deciden los objetivos de la crí­tica, por lo que no pueden menos de orientar sus caminos. En efecto, no es indiferente el modo en que se precisa el valor canónico que hay que reconocer a los diversos momentos y a las diversas formas de la transmisión del texto mismo; siempre que, desde un punto de vista crí­tico, se consiga establecer efectivamente una estratificación de tal suerte. Por otra parte, no podrí­a menos de ser abstracta una consideración teológica de la problemática del texto bí­blico que no prestase suma atención a la condición concreta de los mismos textos; si la reflexión teológica no puede resolverse en empirismo, tampoco le es lí­cito ignorarlo o descuidarlo. Por tanto, es aquí­ oportuno recordar, al menos a grandes rasgos, la condición efectiva de la transmisión del texto bí­blico; y luego, en un segundo momento, indicar las lí­neas fundamentales de las sugerencias teológicas que plantea y de los problemas teológicos que suscita.
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1. Los hechos.
Desde el punto de vista de la investigación del sentido teológico del problema del texto bí­blico, los hechos de mayor relieve, y que por tanto más estimulan la investigación, son, por un lado, la cantidad de los manuscritos y de las formas textuales, y por otro el panorama que ofrece el fenómeno de las traducciones. La cantidad se ha de medir sobre el fondo de la condición general de la transmisión de los textos antiguos. Lo imponente de la tradición manuscrita del AT y del NT no admite comparación con ninguna otra obra de la antigüedad, entre otras cosas por el más que comprensible motivo de que la cultura medieval de Occidente fue cristiana, y en particular monástica. Pero no sólo hemos de tener en cuenta la solicitud de la
Iglesia, sino también la de las comunidades judí­as; fuera de ellas hubiera sido, si no imposible, del todo improbable la transmisión del texto hebreo del AT. Luego si el canon del AT, en su última determinación, no nos viene del judaismo posterior a Jesús, sino del mismo Jesús y de la Iglesia apostólica, ciertamente somos deudores al judaismo posterior del texto. Es verdad que, en principio, las mismas Iglesias hubieran podido conservarlo, pero de hecho ha llegado a nosotros a través de manuscritos sinagogales.
Respecto a la cristiana, la tradición judí­a es más especí­ficamente †œreligión del libro†, incluso por la fenomenologí­a de los manuscritos bí­blicos: antiquí­sima, y en alguna medida ya precristiana, es la fijación de un texto estándar (texto masorético, TM), y múltiples los artí­fices que aseguraron su copia minuciosamente fiel. Los manuscritos cristianos, y en particular los del NT, presentan una mayor variedad de formas y de familias textuales, signo de una genealogí­a más compleja de errores, pero también de un afán de recensión más reiterado, es decir, de revisión programada, más o menos crí­tica. Una y otra condición del texto tienen sus ventajas: la mayor fijación hace más fiel la transmisión del texto exacto, pero hace también más difí­cil enmendar eventuales errores que en él se pueden introducir. Uno y otro método manifiestan también una teologí­a diversa. La adhesión judí­a más minuciosa a la letra no se ha de interpretar ciertamente a través de las categorí­as paulinas de la letra y el espí­ritu (cf ¿Cor 3,6), cuyo significado no es pertinente para el problema textual. Más bien se ha de tener presente la gran importancia de los libros sagrados para la identidad misma del pueblo judí­o después de haberse visto éste privado de la tierra, del templo y de todas las instituciones conexas.
Junto a esta minuciosa fidelidad textual, el judaismo (y el judeo-cris-tianismo mientras existió) conoció el fenómeno targúmico, es decir, de traducciones parafrásticas, destinadas sobre todo al uso litúrgico. Pertenece al área de las traducciones, pero revela una libertad que nuestra mentalidad moderna encuentra desconcertante en mayor grado que la misma multiplicidad de las variantes que hacen incierto el texto sagrado. Sin embargo, esta libertad probablemente corresponde a la minuciosidad de que se ha hablado: precisamente el carácter sagrado de la lengua clásica del pueblo de Dios engendra aquella adhesión al carácter fí­sico del texto que la fe judí­a no estima deber cultivar igualmente en las traducciones. Y viceversa, la fe cristiana parece establecer una mayor soltura, sin llegar a una desenvoltura incompatible con la veneración del documento sagrado; pero también transfiere esta veneración con mayor espontaneidad a cualquier traducción a las lenguas de las gentes, a las cuales reconoce llamadas todas ellas a expresar la fe según se lo da el Espí­ritu (Hch 2,11).
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El valor de las traducciones del texto bí­blico es en principio relativo a su fidelidad al original, y esto se ha sobrentendido siempre, aunque en la Iglesia se estableciera una condición jurí­dica privilegiada para cualquier versión oficial (en particular para la Vulgata latina: DS 1506; DS 3825). Desde este punto de vista, a la crí­tica textual no le interesa servirse de las traducciones sino en la medida en que permiten ir más allá de sí­ mismas, y puede que más allá de la actual condición textual ofrecida por los manuscritos más antiguos en lengua más primitiva. (Evidentemente, en dirección diametralmente opuesta se mueve toda la problemática pastoral de las traducciones en cuanto servicio al actual frescor de la palabra.) Sin embargo, el principio de la relatividad al texto original se ha tomado en consideración generalmente en referencia inmediata a las traducciones más recientes, y en todo caso posteriores a la redacción conclusiva de la literatura canónica, entre las cuales, en todo caso se encuentra la Vulgata. No necesariamente idéntica es la condición de las traducciones más antiguas, y por tanto en cierta medida del mismo fenómeno targúmico. El problema más destacado a este propósito se refiere a la Biblia griega llamada †œSetenta† (LXX), como principal transmisor de la lectura neotesta-mentaria del AT. Evidentemente, una crí­tica textual que persiga propósitos preferentemente historiográ-ficos, es decir, encaminada a determinar formas más antiguas y más recientes del texto, y eventualmente una red motivada de dependencias, valorará las traducciones sólo a partir de su diversa fenomenologí­a. Pero una crí­tica que sea momento de la investigación teológica sobre la Biblia, y por tanto a la cual le interese primariamente el texto canónico justo en cuanto tal, no podrá simplemente identificar original con antiguo. Al dato historiográficamente comprobable o comprobado deberá hacerle ulteriores preguntas, que no serán independientes del modo en que se conciban la inspiración y la canonicidad de la Biblia.
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2. Texto? inspiración.
En particular, no será indiferente definir la inspiración a partir del proceso que genera el libro sagrado o del resultado de tal proceso, es decir, del libro sagrado o canónico, consignado como tal a la Iglesia y reconocido por su fe. En el primer caso se tenderá a privilegiar lo que es más antiguo; en el segundo, a lo que es definitivo. Si inspiración es proceso que continúa hasta la plena definición canónica del libro sagrado, texto bí­blico (†œoriginal†, pues, en sentido teológico, y no redactivamente historiográfico) será el que expresa esta última determinación. Habrá que pensar que el proceso de esta estabilización no ha sido idéntico para todas las partes de la Escritura. En la medida en que la Iglesia apostólica, también por medio de su testimonio en los escritos neotestamentarios, da el último sello a la canonicidad del AT, no se puede excluir que procesos de traducción se vean envueltos, intrí­nsecamente en esta cuestión. La paradoja teológica del canon cristiano de las Escrituras no puede menos de reflejarse en la cuestión del texto; pues la Escritura, para la fe cristiana, es documento del origen escatológico de la nueva alianza, es decir, tiene función memorial de un principio que tiene í­ndole última.
Si la teologí­a de la inspiración y de la canonicidad plantea problemas y avanza exigencias a la investigación del texto, la reflexión crí­tica sobre las condiciones del texto no deja por su parte de formular interrogantes a la teologí­a de la inspiración y de la canonicidad. En primer lugar, entre los aspectos de la genuina humanidad de la Biblia se impone considerar su fragilidad textual, elemento que, a priori, no tenderí­amos ciertamente a tener en cuenta, y que incluso nos da un cierto fastidio porque choca contra los cánones más comunes de lo sagrado. Desde luego, no hay inconveniente en creer en una providencia divina eficaz, en una singular solicitud del Espí­ritu para que el documento bí­blico se transmita genuinamente; pero es obligado pensar esta providencia de tal manera que explique la situación concreta del texto bí­blico. Es oportuno y correcto (y útil para no razonar en términos demasiado mitológicos) pensar que la solicitud del Espí­ritu es mediata a través de la solicitud de la tradición de la comunidad creyente, judí­a y cristiana; sin embargo, es necesario darse cuenta también de los frutos negativos de la solicitud torpe o, viceversa, de la negligencia de los creyentes.
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Pero además podemos percatamos una vez más de los equí­vocos con que se enfrenta la reflexión teológica sobre la Escritura si se deja guiar por una concepción apriorista de lo que es documento y qué es sacralidad más que por la concepción concreta de este documento que la fe confiesa como sagrado. Con frecuencia nos vemos forzados en realidad a preguntarnos (sin tener, al menos por ahora, una respuesta clara y uní­voca) qué texto se ha de considerar teológicamente original. Tenemos también escritos cuyas tradiciones textuales son discretamente diferentes entre sí­ (Rahlfs, en la edición crí­tica de los LXX, no encuentra muchas veces mejor solución que juntarlas por extenso). De algunos escritos sólo poseemos la traducción, no un texto en lengua original. De una manera más general, las variantes más o menos significativas son miles.
Además debemos rechazar también la tentación del docetismo bí­blico, que ciertamente eliminarí­a en su conjunto el sentido de la Escritura. En otras palabras: un espiritualismo que simplemente eludiera las cuestiones suscitadas por las dificultades textuales en nombre del primado indiscutible del contenido, del mensaje, del significado global, tendrí­a por un lado razón: las dificultades de interpretación teológica de la Biblia sólo rara vez hunden sus raí­ces en problemas de orden textual. Pero por otro lado destruirí­a el sentido mismo del documento, que está ligado intrí­nsecamente, aunque no exclusivamente, a.su materialidad. Desvirtuarí­a, entre otras cosas, un dato estimulante de la experiencia exegética, a saber: So interesantes que son con frecuencia positivamente los caminos que se abren precisamente por los resultados de la investigación crí­tica del texto.
Entre un materialismo bí­blico sofocante, que puede también no suponer ciertamente una teorí­a del dictado verbal, y un docetismo que atento sólo a los contenidos redujera al lí­mite la Biblia a un documento cualquiera de la tradición de la fe, la teologí­a de la inspiración debe buscar aún (debe encontrar aún) los caminos que hagan justicia a la condición real, también textual, del documento. Probablemente deberá también tomar en cuenta, de manera más consciente, la diferente importancia que la materialidad del texto reviste según los géneros literarios, aunque ciertamente los problemas de crí­tica textual no se distribuyen adecuadamente según un criterio de este género. Pues habitualmente nacen de factores extrí­nsecos según la degeneración de lo fí­sico, contra lo cual, o en relación a la cual, el pensamiento occidental desde hace dos milenios y medio se esfuerza en captar y afirmar la verdad del hombre. En particular, parece justo que se siga (por los caminos que L. Alonso Schókel ha allanado), tomando directamente en consideración la complejidad de las Escrituras como fenómeno literario.
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IV. VERDAD (INERRANCIA) DE LA ESCRITURA.
El problema de la verdad de la Biblia es de por sí­ un problema, mejor es el problema de la / hermenéutica; por tanto, su consideración global no se deberí­a buscar significativamente más que en esa voz. Pero en realidad puede existir alguna razón para no omitir alguna indicación al respecto a manera de apéndice de estas consideraciones. En los manuales más recientes, de la verdad de la Biblia se hablaba en los términos negativos de la inerrancia en un capí­tulo dedicado a los †œefectos de la inspiración†. Como motivo para tratar aquí­ el tema, esto de suyo es bastante extrí­nseco, y por lo tanto se podrí­a descartar. Sin embargo, la historia entera de la reflexión católica sobre la inspiración en el último siglo ha estado muy condicionada, y casi presidida, por la problemática de la inerrancia; por lo cual no se podrí­an hoy separar los dos discursos sin hacer que de este modo perdiera la teologí­a de la inspiración la memoria de sus recientes itinerarios. Además, la hermenéutica no tiene motivos para comprometerse más que positivamente con los caminos para la apropiación de la verdad de la Biblia. Las cuestiones relativas precisamente a la inerrancia como no-no-verdad podrí­an verse acantonadas, perdiendo también aquí­, si no otra cosa, la memoria útil de los caminos erróneos que no hay que seguir.
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J. La inerrancia contra la sospecha de error.
La muy estrecha conexión entre la reflexión sobre la inspiración y sobre la inerrancia se puede documentar por contraste del mismo modo en que el Vaticano 1 rechaza la tesis de la simple identificación:
los libros de la Biblia, enseña, son considerados sagrados y canónicos entre otras cosas †œno sólo porque contienen la revelación misma sin error† (DS 3006); esto ciertamente está lejos de excluirse, pero se considera insuficiente. Para una buena comprensión teológica del sentido de este texto dogmático, es útil considerarlo sobre el fondo de la problemática general del Vaticano 1. El concilio se preparaba a hablar de infalibilidad a propósito del magisterio del papa en el momento de su máximo compromiso. El concepto de infalibilidad no es muy diverso del de inerrancia, si no es en cuanto que ésta se refiere a la Biblia como hecho ya acabado, mientras que la infalibilidad mira también a eventuales formulaciones de la doctrina ubicadas en el futuro, y por tanto se mueve en el área de lo posible. Afirmar en este contexto que la inerrancia no es suficiente para explicar la inspiración de la Escritura significaba colocar la Biblia inconfundiblemente más allá de cualquier expresión de la tradición cristiana, y en particular más allá del dogma.
Por consiguiente (en cuanto es posible hablar en más o en menos sobre conceptos negativos), la misma inerrancia requerí­a ser afirmada en términos más absolutos que los de la infalibilidad de la tradición y del magisterio dogmático que la rige y la expresa. En particular, esta infalibilidad, según la tesis unánime de la teologí­a católica y la formulación misma que el Vaticano 1 usa a propósito del papa (cf también el Vaticano II, LG 25), es limitada al ámbito de la fe y de la moral, con vistas al cual tiene sentido la tradición de la Iglesia y para cuya custodia se ha constituido el magisterio. En cambio, la inerrancia de la Biblia, anclada en la verdad de Dios que es su autor, requiere ser afirmada sin limitaciones de ninguna clase; y así­, en particular, sin limitaciones de ámbito, de competencia. Precisamente en estos términos se entendí­a y expresaba la trascendencia de la verdad de la Escritura en el contexto teológico en la transición del siglo.
La afirmación de esta ilimitada inerrancia de la Biblia en cuanto palabra de Dios ha servido de fondo a debates nada fáciles. Los problemas se suscitaban partiendo de la confrontación del texto bí­blico con las conclusiones a menudo nuevas y sorprendentes de diversas disciplinas: las ciencias fí­sicas, paleontológicas, la arqueologí­a, la historia, etc., parecí­an oponer-sus resultados a las declaraciones de la Biblia. Los desarrollos eventualmente originados por la discusión del dato cientí­fico interesan menos directamente al problema bí­blico. A lo sumo, en particular a partir de la arqueologí­a, se ha podido observar repetidamente que †œla Biblia tení­a razón. En cambio, merece tomarse en cuenta el principio propuesto incansablemente por el magisterio (desde León XIII al Vaticano II) sobre el aspecto de la verdad de la Escritura. El principio es que lo que afirma la Biblia como escrito humano, por estar afirmado por Dios autor principal de la Escritura, no puede menos de ser absolutamente cierto; es necesario, por otra parte, preguntarse cuidadosamente qué es lo que afirma la Biblia, siendo criterio de ello la intención de los hagió-grafos, valorada también en relación con las diversas formas de decir.
Lo que sólo lentamente se ha ido adquiriendo en la hermenéutica católica, y en particular en las declaraciones y directrices del magisterio a su respecto, es el sentido de la variabilidad histórico-cultural de estas formas de decir. Por ejemplo, las directrices de León XIII (Providentis-simus Deus: DS 3288) acerca de las relaciones entre verdad de la Biblia y ciencias de la naturaleza conocí­an diversos modos de hablar de las realidades de orden fí­sico, pero tení­an a su disposición sólo criterios objeti-vistas para valorar la verdad o la falsedad de esos modos de decir. (Nótese que aquí­ lo verdadero y lo falso no se verifican sólo dentro de los modos de decir; hay modos verdaderos y modos falsos de hablar de ciertos temas.)
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– 2. La inerrancia como problema DE verdad.
Lentamente se ha hecho de dominio común, y ha sido sancionada por Pí­o XII (Divino afflante Spiritu) y por el Vaticano II (DV 12), la conciencia de que las formas de decir del Oriente antiguo no se pueden decidir apriorio valorarse con los criterios del Occidente moderno. Y sobre todo que el ángulo de perspectiva del sujeto hablante (el de su intención comunicativa, no el de sus opiniones personales, ángulo de perspectiva que no queda inexpresa-do, sino que constituye, para decirlo en términos escolásticos, el objeto formal de la comunicación) puede ser sumamente vario, y por tanto informar de modo muy diverso la materialidad de las palabras. De ahí­ la imposibilidad de hablar de la inerrancia de la Biblia prescindiendo de la consideración de los géneros literarios históricamente estudiados; y, todaví­a más puntualmente, de la intención comunicativa del hagiógrafo, es decir, de la í­ndole cultural e histórica de la acción hagiográfica, de las cuales se ha hablado antes. De ahí­ también el impulso a hablar no tanto de inerrancia cuanto de verdad de la Escritura, orientando la atención ala rica variedad de lo verdadero y de sus formas, de sus significados y de su alcance existencial y salví­fico, concebido en términos intelectualistas, y en todo caso con la doble y rí­gida univocidad de un concepto formalmente dos veces negativo (inerrante como no-no-verdadero).
También el famoso texto del Vaticano II sobre la verdad de la Biblia se ha de entender en el marco de este desarrollo del estado de la cuestión. Enseña DV 11: †œAsí­ pues, como quiera que cuanto los autores inspirados o hagiógrafos afirman ha de tenerse como afirmado por el Espí­ritu Santo, sigúese deberse profesar que los libros de la Sagrada Escritura enseñan con firmeza, con fidelidad y sin error aquella verdad que, por nuestra salud, quiso Dios quedara consignada en las letras sagradas†. Ya durante el debate conciliar se declaró solí­cita y oficialmente que el inciso †œpor nuestra salud† no pretendí­a tener carácter limitativo a la inerrancia, sino sólo declarativo de la finalidad y de la orientación de la Escritura y de su verdad. Se notó también ampliamente que la inerrancia en este texto se entendí­a oportunamente como una simple caracterización de la verdad de la Biblia.
Si esto está claro, parece también bastante transparente qué es lo que en cambio requiere ulterior indagación para una aclaración que quizá no será fácil. En primer lugar, ¿cómo se ha de concebir la verdad de la Biblia allí­ donde las formas de decir no tienen carácter aseverativo? Ciertamente, con vistas a este interrogante se ha de leer el principio de la correspondencia entre la intención del hagiógrafo y la intención del Espí­ritu a través de una mediación no obvia. En segundo lugar, ¿el fin de la comunicación (y en nuestro caso el fin salví­fico) es tan extrí­nseco respecto a la misma comunicación que no nos permite satisfacernos últimamente con la distinción entre carácter limitativo y carácter declarativo del inciso †œpor nuestra salvación†? Pero de esta segunda etapa nace una tercera: ¿qué relación se puede establecer en general (y especialmente para los diversos textos) entre el fin perseguido por Dios, del cual formalmente hablaba el concilio, y el fin entendido por el hagiógrafo? Pues difí­cilmente se podrí­a prescindir de este último fin como criterio caracterizador, y por ello también a su modo delimitador del sentido humano del texto. Pero esta tercera pregunta no se podrí­a afrontar seriamente sin abrir una cuarta: quién es propiamente el hagiógrafo que se ha tomado en consideración más arriba a propósito de la inspiración.
Ciertamente, ya a priori la intención salví­fica de Dios tiene horizontes más vastos que la de cualquier hombre posible por inspirado que esté: esto no admite discusión para cualquier teologí­a razonable. Parece también claro a posteriorique los autores sagrados, tanto del ATcomo del NT, tuvieron ciertamente alguna conciencia del destino salví­fico de sus escritos, pero no dotada de aquella profundidad de perspectiva que se nos ha dado a nosotros gracias al desarrollo del tiempo de la salvación desde los profetas y los apóstoles hasta nuestra época posapostólí­ca. Si ni los hagí­ógrafos del AT ni los de NT escribieron explí­citamente, por hipótesis, para nosotros, hombres del siglo XX (mientras que Dios quiso sin duda también especí­ficamente la Escritura para nosotros, pero justamente como cuerpo de aquellos escritos, de aquellos autores, con aquel significado próximo y con aquellos destinatarios directos), se puede presumir, sin embargo, y conviene que se verifique lo más puntualmente posible en los diversos textos, que ellos han escrito conscientemente dentro de una tradición abierta al futuro de Dios, mientras que la í­ndole documentarí­a de sus escritos los destina connaturalmente también a lectores no contemporáneos suyos, y eso desde el principio. En estos términos hay que resolver presumiblemente la cuestión muchas veces suscitada de la conciencia que tuvieron los hagió-grafos o que no tuvieron de su inspiración. Cómo interviene este contexto de los escritos en la tradición de la alianza antigua y nueva en la determinación de la intencionalidad ha-giográfica, es problema sutil pero ineludible para la hermenéutica, para la cual el problema de la verdad de la Escritura se le plantea explí­citamente como problema suyo.
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Parece claro también por qué no es indiferente a este propósito preguntar quién es el hagiógrafo. El primado atribuido no a este o a aquel escritor o redactor más significativo, sino al escrito canónico en su forma definitiva, aunque estratificada, permite también ver incorporada en la última redacción y en la última relectura inspirada de los escritos sagrados una conciencia de su función a lo largo de la historia de la salvación que no se puede presumir tan explí­cita en los autores más antiguos, y que sólo en el NT se puede comprender más plenamente también en referencia al AT. No se ha de excluir que el destino †œpara nuestra salvación†, no en cuanto oculto en el misterio de Dios o simplemente notificado a nosotros en términos generales, sino en cuanto incorporado así­ a la intención hagiográfica definitiva, y por tanto a la Biblia, sirva de criterio hermenéu-tico verdadero y propio. De él deberí­amos servirnos no ya para admitir errores en la Biblia fuera de tal área, sino para excluir como verdadero sentido bí­blico lo que manifiestamente no tiene nada que ver con ello.
La inerrancia de la Biblia quedarí­a establecida de manera absoluta, y al mismo tiempo se podrí­a evidenciar el alma de la verdad oculta en aquella apelación a la fe y la moral (es decir, a los temas relativos a la salvación) que a su tiempo se refutó como indebidamente limitativo. La problemática quedarí­a limpia de falsas cuestiones justamente por leerla en su aspecto más correcto. Podrí­a resultar claro cómo entender que los confines de la inerrancia bí­blica coinciden con los confines de la misma Biblia, pero Sin distinguirse materialmente de los de la pertenencia de la tradición y del dogma. Pues no existe separación en-tre.la intención canónica última de la Biblia y la tradición de la fe. La tarea de afirmar aquella trascendencia de la verdad de la Biblia que la teologí­a a caballo del siglo tendí­a a formular en términos de contenido recaerí­a en la relación hermenéutica, que no se podrá eludir, entre nuestra precomprensión de †œnuestra salvación† y la presentación que de ella da la Escritura incluso por el solo hecho de ser esta Escritura. Esa relación irreductiblemente no es paritaria: no puede ser nuestra fe criterio del significado y de la verdad de la Biblia; pero la Biblia, palabra de Dios, es canon de nuestra fe.
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T. Citrini
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Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

I. Antiguo Testamento
II. Nuevo Testamento
III. Sobre la teologí­a de la sagrada Escritura

I. Antiguo Testamento

1. Nombre y contenido

Para Jesús, para la Iglesia primitiva y para la generación postapostólica la sagrada Escritura era una colección de libros que, cuando la cristiandad fijó la extensión del -> canon, recibió el nombre de ->Antiguo Testamento. Esta denominación con que se distingue del NT (cf. II, 1) y que significa el primer orden de salvación dispuesto anteriormente por Dios (cf. Heb 9, 15), tiene su origen en Pablo, que habla (2 Cor 3, 14) de “la lectura (de los documentos) de la antigua alianza”. Con la traducción latina de este pasaje queda acuñada la expresión Vetus Testamentum (AT), que recalca más aún que aca6í­xn el carácter gratuito de la alianza de Dios. Con su pareja el NT, se convierte en nombre que designa la Escritura, cuyo conjunto, bajo el influjo de 1 Mac 12, 9 ((i4ix(a), es caracterizado con el concepto de “Biblia”. Según la mente y la terminologí­a judí­as, el AT comprende tres grandes grupos de obras: la ley (Torá), es decir, los cinco libros de Moisés (->Pentateuco, en -+ AT; los profetas (nebiim), divididos en profetas primeros (Jos, Jue, 1-2 Sam, 1-2 Re) y posteriores (Is, Jer, Ez, los doce profetas); las escrituras (ketubim): Sal, Job, Prov, Cant, Ed, Lam, Est, Rut, Dan, Esd, Neh, 1-2 Par. El hecho de que los libros históricos de Jos a 2 Reg se clasificaran entre las obras proféticas, no deja de tener su buena razón, pues ellos ofrecen palabras y hechos de profetas como Samuel, Natán, Gad, Ahí­as de Silo, Elí­as, Eliseo y otros, y no contienen simple historia, sino historia interpretada por la palabra de Dios y por la fe. La Iglesia aceptó además de los. libros de la Biblia hebraica los adicionales de la griega, de acuerdo con el canon alejandrino, que era más amplio. Estos escritos adicionales son los libros deuterocanónicos: Tob, Jdt, 1-2 Mac, Sab, Eclo, Bar. Al recibir la colección entera el nombre de AT, se la puso junto al NT y así­ ambos testamentos fueron recibidos como palabra de Dios. Sólo puede hablar de AT quien acepte esta valoración y relación teológica. AT es necesariamente una denominación cristiana.

2. Origen del AT
El AT contiene las escrituras de Israel, pueblo que se sentí­a llamado a oí­r la palabra de Dios y a percibir su acción. En el AT no se ha conservado toda la literatura del pueblo de Yahveh, no ha entrado en él todo lo que se puso por escrito. En él se recogió todo lo que fue reconocido como palabra y testimonio de Yahveh mismo, y todo lo que pareció importante y esencial como respuesta humana a la fe. Con ello está dicho que la génesis de esta colección tiene una larga historia, que muestra incertidumbre sobre la inclusión de ciertas partes (p. ej., Cant) y no terminó hasta la época del NT.

Israel estaba convencido de que el estí­mulo y el mandato de fijar por escrito acontecimientos (Ex 17, 14), instrucciones (Ex 34, 27) y palabras divinas (Is 30, 8; Jer 30, 2; 36) habí­an partido de Yahveh. Lo escrito debí­a ser testimonio vivo y eficaz para tiempos venideros (Is 30, 8). Allí­ el Señor quiere hablar a los hombres para quienes todo eso se escribió (Jer 36, 2). Tal vez lo primero que en el pueblo de Yahveh se consignó por escrito fueron las prescripciones legales. A eso parece aludir la noticia según la cual Moisés escribió la ley (Ex 24, 4; Dt 31, 24). La relación de alianza con Yahveh en que se hallaban las tribus requerí­a disposiciones fijas. Sin embargo, el decálogo (Ex 20; Dt 5), el libro de la alianza (Ex 20, 22-23, 33), la ley deuteronómica (Dt 12-26) y la ley de santidad (Lev 17-26), que recibieron muchos complementos y modificaciones, en su forma actual deben situarse sucesivamente en fechas posteriores: sobre los siglos Ix-vi a.C.

La acción de Yahveh tal como la habí­an experimentado las tribus de Israel, fue predicada en las solemnidades del culto. En Gálgala se recordaba particularmente la toma de posesión del paí­s (Jos 4-6), en Siquen se celebraba la alianza con Dios (Jos 24), sobre el Tabor se conmemoraba la victoria de Tanac (Jue 5), y el culto de Silo sin duda traí­a a la memoria todas las antiguas tradiciones de la alianza. En santuarios como Betel, Hebrón y otros se conservaban vivas las tradiciones de los patriarcas y las promesas que Dios les hiciera.

Pero bajo Salomón se despertó el interés de consignar por escrito lo que habí­a acontecido en el pueblo de Yahveh. En la historia de la sucesión en el trono de David (2 Sam 9-2; 1 Re 2) se quiso hacer constar cómo Dios dio al gran rey un sucesor digno. La admiración por la vida de David y la convicción de que Dios lo habí­a guiado, crearon la historia de su carrera ascensional (1 Sam 16 – 2 Sam 5). Estimulado, por estas obras, el yahvista escribió la primera exposición de la historia de salvación, y antepuso a las tradiciones sobre la salida de Egipto, la peregrinación por el desierto, el Sinaí­ y la ocupación de la tierra prometida (que quizá ya estaban unidas en una narración fundamental), la historia de los patriarcas y de los orí­genes.

Importante para la fijación escrita de las tradiciones veterotestamentarias fue luego la segunda mitad del siglo viii. Apenas compuesta la obra del elohí­sta (sobre el 750), los llamados profetas escritores (Am, Os, Is) y sobre todo sus discí­pulos comenzaron a fijar por escrito palabras proféticas. Al ser conquistado el reino del norte y convertirse en provincia asiria, sus tradiciones llegaron a Judá, donde el rey Ezequí­as (cf. Prov 25, 1) se interesó por reunir material tradicional. Seguramente allí­ se unieron el yahvista y el elohí­sta para la llamada obra yehoví­stica. Tal vez ésta fue continuada en una exposición histórica hasta el final del siglo VIII (o de Israel), de suerte que ya entonces se habrí­a escrito lo principal de Jos – 2 Re 17. Otras materias (particularmente legales), enriquecidas con elementos procedentes de Jerusalén, quedaron coleccionados en el Dt, cuya forma original (621) fue hallada en el templo.

La época del exilio fue muy fecunda literariamente. Poco antes de la destrucción de Jerusalén (587), jeremí­as compuso el núcleo de su propio libro dictando a Baruc el así­ llamado rollo primitivo (Jer 36). Ezequiel escribió en el exilio a manera de diario sus visiones y palabras. Y también los discí­pulos de Isaí­as escribieron todaví­a en el exilio el mensaje del Deuteroisaí­as (Is 40-55). Hacia 550 se concluyó (¿en Palestina?) la obra deuteronómica (Dt hasta 2 Re), que se habí­a formado en varias etapas. Pero se hicieron sobre todo colecciones y redacciones, ordenaciones y reelaboraciones de dichos y escritos proféticos.

Esta actividad fue proseguida en el tiempo postexí­lico. A ella se dedicaron los sacerdotes leví­ticos, privados de su oficio en la reforma religiosa de Josí­as por la supresión de los santuarios de las alturas, y sin duda también los sacerdotes no sadoquitas de Jerusalén, que se convirtieron en escribas. Todaví­a en Babilonia fue compuesto y elaborado el escrito sacerdotal, empleando material antiguo. Esdras pudo traerse de la diáspora persa todo el Pentateuco como ley. En el destierro y en la patria (Lam) se recogieron y compusieron salmos.

La comunidad cultual de Jerusalén, desde su nueva organización, desplegó una copiosa actividad literaria (539-22). Ella prosiguió el trabajo sobre los libros proféticos. Surgió la colección de proverbios del llamado Tritoisaí­as (Is 56-66). Zacarí­as concibió su obra (1-6), que fue completada (7s) y ampliada con dos escritos proféticos menores (9-11, 12-14). Se compusieron Malaquí­as y Joel y se redactaron las palabras de Ageo. Antiguas sentencias proféticas fueron ordenadas en escritos unitarios (Abd, Miq, Nah, Hab, Sof); además se añadieron himnos cultuales (p. ej., Is 33s; Hab 3). Hacia el 350, aprovechando Sam y Re, noticias y documentos antiguos, las memorias de Esdras y el memorial de Nehemí­as, la comunidad de Jerusalén creó la obra histórica de las Crónicas (1-2 Par; Esd; Neh). Los autores de Job y Ecl plantearon las cuestiones crí­ticas de sus obras. Se escribieron, en parte en la diáspora, narraciones novelescas edificantes (Tob, Rut, Est, Jdt, Bar, Jon). La visión profética del futuro tendí­a a convertirse en apocalí­ptica (Zac, Jn, Ez 38s, apocalipsis de Isaí­as: Is 24-27).

La época de los macabeos dio nuevo impulso a la producción literaria. Ya en la tensión entre judaí­smo y helenismo (hacia el 190) escribió Sirá (Eclo) bajo el lema: la ley es la verdadera sabidurí­a. Posteriormente (siglo i a.C.), el autor de Sab busca en Alejandrí­a la armoní­a por otro camino: sabidurí­a son (también) la fe y la tradición de Israel. A los comienzos de la persecución religiosa, se desarrolla plenamente la visión apocalí­ptica (Dan 7-12). Con exorno edificante, 1 y 2 Mac ofrecen una exposición de los sufrimientos, las luchas y las victorias. Las otras obras de los piadosos (hasidim) y de los grupos que de ellos proceden se hallan entre los escritos extracanónicos (->Apócrifos). La frontera entre lo aceptado y lo rechazado queda trazada con la formación del canon, que pone fin a la evolución.

3. Corrientes espirituales y lí­neas teológicas fundamentales
El AT no creció desde el principio de manera tan unitaria y a la vez multiforme como podrí­a sospecharse por la redacción final. Para la época preexí­lica cabe señalar dos corrientes fundamentales que imprimieron sus rasgos esenciales a los escritos de ese tiempo. Los clanes y grupos que, pasando el Jordán, inmigraron a Palestina central, llevaron consigo la experiencia de una especial acción salví­fica de Yahveh en la salida de Egipto y en la marcha hacia la tierra de Cancán. Ellos hubieron de sostener desde el principio una viva polémica con los pueblos y dioses cananeos. En medio de ellos formularon las tesis teológicas sobre la singularidad del pueblo de Yahveh, sobre la alianza, sobre la predilección de Dios, sus exigencias y su gobierno salví­fico. Esta tendencia teológica aparece clara en la obra del elohí­sta. Se reitera en Os con la tradición del éxodo y la predicación del amor de Dios. Es base del Dt con su insistencia en la elección de Israel, en la gracia y obligación de la alianza. También Jer, influido por Os y por la lengua y el espí­ritu deuteronómicos, está determinado por esta teologí­a procedente del norte de Israel, pues se preocupa por la relación de Israel con Dios en la peregrinación del desierto y por el pensamiento de una nueva alianza. Los deuteronomistas, en su juicio sobre las causas de la pérdida de la salvación, se guí­an por el pensamiento director de dicha tendencia teológica.

Jerusalén y Judá, seguramente desde la alianza de las tribus, recibieron las tesis fundamentales de la fe de Israel, pero cambiaron los acentos y centros de gravedad. Situadas en el gran reino de David, que ofrecí­a para ellas y para sus vecinos amplio espacio vital en la tierra de Canaán, dada por Dios, vieron un horizonte de salvación para todos los pueblos. Se aceptaron y aprovecharon influencias de corrientes espirituales del contorno. La creación, la casa real y el lugar en que ésta radicaba eran objeto de la mirada de Yahveh. Esa actitud espiritual informa la narración de la carrera ascensional de David y de la sucesión en su trono, así­ como la historia del arca (1 Sam 4-6; 2 Sam 6), que, junto con 2 Sam 24, constituye la leyenda fundamental sobre la fundación del santuario de Jerusalén. Bajo el pensamiento director de la salvación de los pueblos, de la donación salvadora del paí­s y del gobierno divino respecto de cada uno, deducido del camino seguido por David, el yahvista expuso nuevamente las antiguas tradiciones de Israel. La teologí­a de la creación lo movió a escribir la historia primigenia. A Isaí­as, el profeta jerosolimitano, le preocupan sobre todo la teologí­a de Sión (7s; 28-31), que prosigue en el Déutero y Tritoisaí­as (52; 54; 60-62), y el Ungido de Yahveh (7,11). El Deuteroisaí­as construye su imagen de Dios partiendo de la idea de la creación. Ezequiel traza el plano de la nueva Jerusalén. Estas dos tendencias fundamentales no corrieron meramente yuxtapuestas sin relación mutua. Is conoce la historia del éxodo, que en el Deuteroisaí­as posibilita el cuadro de la promesa del nuevo éxodo, y, como Miqueas (2s), el derecho de alianza de Yahveh (Is 5). Jer hace resonar la expectación de un Ungido justo del Señor (23, 1-6), y Ez asume la idea de la nueva alianza (36, 26ss). En ambos, lo mismo que en el Dt, desempeña papel importante el tema de la tierra dada por Yahveh, que ya antes habí­a iniciado el yahvista en la historia de los patriarcas. En la llamada ley de centralización del culto, que prescribe su práctica en el lugar único escogido por Dios (especialmente Dt 12), el Dt en su redacción final representa los intereses jerosolimitanos. Al producirse el ocaso del reino del norte, la teologí­a norte-israelí­tica fue introducida en la judeo-jerosolimitana. Desde entonces y particularmente desde el exilio, dominó esta última. Prueba de ello es la obra croní­stica, cuyo centro ocupan el templo y sus fundadores, David y Salomón, y para la que Israel, con la separación del reino, se sale de la historia del reino de Dios. De la teologí­a de Jerusalén recibieron los libros del Antiguo Testamento su forma definitiva, de suerte que ya sólo se destacan ciertas ideas tí­picas de la fe de Israel (del norte). En qué medida influjos sapienciales y sacerdotales imprimieron allí­ su sello en las tesis teológicas, es una cuestión que apenas puede ya analizarse.

Bajo Salomón se organizó en Jerusalén una escuela de maestros de sabidurí­a, que recogió la ciencia de la vida y de la naturaleza difundida en su contorno, particularmente la egipcia y la cananea, cuyo fin era configurar con éxito la vida diaria en las relaciones con hombres y cosas, y formar la personalidad. El estudio de la sabidurí­a, ordenado primeramente a la instrucción de empleados del Estado, pero abierto luego a todo el mundo, tendí­a a regular un ámbito que no estaba relacionado ni con actos cultuales ni con preceptos expresos de Yahveh. La sabidurí­a tení­a como meta el dominio del mundo y de la vida. De sus reglas de vida salieron prescripciones para la convivencia. También los enunciados sobre la creación están determinados por ella en cuanto a su orientación, formulación y contenido.

La obra sapiencial influyó en otros sectores de ideas y de la tradición. Especialmente el mundo espiritual y la teologí­a sacerdotales tienen puntos de contacto con la sabidurí­a, como lo prueban sus enunciados sobre el orden de la creación y la naturaleza del hombre (Gén 1; Sal 8; 104). Pero la misión del sacerdote era, a par del cuidado del culto y del santuario, el conocimiento, la guarda y la exposición de los preceptos divinos. Si al sabio incumbí­a dar consejo y al profeta anunciar la palabra de Dios, deber del sacerdote era dar tara -instrucción- (Jer 18, 18). A él estaba encomendada la vigilancia sobre las prescripciones relativas al culto y, particularmente desde fines del reino de Judá, también sobre las relativas a la ley. La santidad de Dios, del templo y del ministerio cumplido con pureza ritual era su interés primero; y su esfuerzo iba dirigido a expiar los pecados y asegurar la salvación. La peculiaridad de este modo de pensar y querer se comunicaba a las tradiciones nacidas y custodiadas en el lugar santo. Y esa peculiaridad aparece igualmente en el escrito sacerdotal, el cual, en la narración histórico-salví­fica y en la ley de santidad, dice a los desterrados que Yahveh devolverá el paí­s a la comunidad santa y pura, le devolverá la tierra que con alianza eterna prometió a los padres. La circuncisión y el sábado, el cumplimiento de la ley y el culto verdadero de Dios son la condición para que Dios habite en su pueblo y dé la salvación prometida en la alianza. El orden irrevocable de la naturaleza debe despertar confianza en la también irrevocable promesa divina. La teologí­a sacerdotal se mantení­a viva en Jerusalén. Desde la edificación del templo poseyó fuerte influjo; y después de la reconstrucción su influjo fue decisivo. Asumiendo una tradición cananea, que veneraba aquí­, en su sede firme e inexpugnable, a un dios altí­simo como creador y, por tanto, señor del cielo y de la tierra (Gén 14, 19), se desarrolló una teologí­a del lugar sagrado determinada por la fe en Yahveh: Sión fue escogida para que Yahveh estuviera presente e hiciera morar allí­ su nombre, para que el pueblo y reino de Dios tuvieran un punto central. Esta visión penetra la obra deuteronómica y croní­stica. Pero la teologí­a de Sión es subordinada a la ideologí­a monárquica de cuño judaico. El heredero de David es el ungido de Yahveh, el escogido, designado e instituido por él como administrador y mediador de bendiciones en la sede real de Dios. El ritual y la lengua cortesana sin duda fueron tomados de Egipto (en parte a través de la antigua Jerusalén), pero acomodándolos a la fe de Israel (Sal 2; 110). El rey es hijo adoptivo de Yahveh, de quien recibe el nombre (cf. Is 9, 6), el acta de institución, el sentarse a su diestra y el cetro. Dios lo pone en la especial relación salvifica de la alianza daví­dica. La posición del heredero de David ante Yahveh y sus tí­tulos se fundan en la promesa de Natán (2 Sam 7), que es la consecuencia profética de la carrera ascensional de David. Ella es la fuente de toda la expectación mesiánica, tal como irrumpe en Is, se fortalece al fin de la monarquí­a (Ez 34) y aplica luego textos de la ideologí­a monárquica (particularmente salmos) al salvador que ha de venir. A las dos tendencias fundamentales, al mundo de ideas sapienciales y sacerdotales, a la teologí­a de la ciudad y de la corte, se añadieron pensamientos de cí­rculos leví­ticos y proféticos. No faltó cierta influencia mutua, como la atestiguan por doquier los escritos veterotestamentarios. Pero éstos solo abren el acceso a sus tesis y fines esenciales al lector que tenga ante los ojos las importantes corrientes teológicas de Israel.

4. La teologí­a del AT en sus escritos y grupos de libros
El Pentateuco expresa su teologí­a en el contenido de sus cuatro fuentes (yahvista, elohí­sta, Dt, escrito sacerdotal). Su unión produjo una obra que, hasta Ex 19, casi sólo comprende materia narrativa, y a partir de allí­ contiene principalmente materia legal, de suerte que, aun exteriormente, la alianza del Sinaí­ representa el punto cumbre y central, y a la vez un viraje en todo el conjunto. La narración comprende el tiempo desde la creación hasta la ocupación del paí­s por Israel; la voluntad y acción de Dios en ese tiempo es enfocada como historia de salvación, si bien por causa del pecado y de la infidelidad humanas se convierte a menudo en historia de perdición. Sin embargo, Yahveh impone su voluntad salví­fica. Esto es expuesto en los cinco temas sobre la experiencia israelita de la salvación (era de los patriarcas, éxodo, peregrinación por el desierto, alianza con Dios, concesión de la tierra prometida), resumidos a manera de breve “credo” en Dt 26, 5-9, e igualmente en el tema antepuesto de la prehistoria de Israel. Ligado en la alianza tanto a la salvación como a la voluntad de Yahveh, Israel recibe la ley. Esta es un don de Dios que hace posible la relación de alianza y, por ende, la proximidad de Dios (Dt 4, 7s) y la vida misma del pueblo (Dt 30, 15-19); y es también signo de la elección (Dt 7). De ahí­ que los acontecimientos del desierto y la voz de “Moisés” (Dt 5-11) exhorten a Israel al fiel cumplimiento de esta ley. Sólo así­ experimenta él y obtiene siempre de nuevo su llamada salví­fica como pueblo de Dios.

Los profetas escritores entienden su predicación como transmisión de la palabra de Yahveh, que es comunicada en estilo directo a manera de mensaje (“así­ habla Yahveh”). Esta palabra está llena de fuerza irresistible (Jer 23, 29) y opera lo que contiene. Por ella ejecuta el Señor lo que ha decidido (Is 55, 11). El profeta habla por mandato e incluso como boca de Yahveh (Jer 15, 19). Pronuncia palabras de infortunio que ponen la acción y el comportamiento del hombre bajo el juicio de Dios. Este mensaje de juicio se dirige al pueblo del Señor y a sus jefes. Con ello se previene a Israel. La palabra de juicio acarreará castigo, si la voluntad de Yahveh sigue sin cumplirse. También el mensaje salví­fico está condicionado. Cierto que el Señor no hace depender sus dones de previas prestaciones humanas; pero condiciona la concesión estable y la renovación y el aumento de sus dones a la voluntad probada de servirle. Por su contenido, las palabras proféticas de salvación giran sobre todo en torno a los grandes temas de la promesa: formación del pueblo, concesión de la tierra prometida, ungido de Yahveh y alianza con Dios. Puesto que Yahveh es señor de todo el mundo, también los otros pueblos son puestos bajo el juicio de Dios. Esto puede convertirse para Israel en palabra de salvación, en cuanto tales pueblos, como enemigos suyos, se han hecho adversarios de Yahveh. Su castigo es salvación del pueblo de Yahveh. Sin embargo, tampoco ellos quedan excluidos de la promesa de salvación. La palabra profética es mensaje en una situación histórica y para los hombres de un tiempo determinado, y no doctrina abstracta y atemporal. Llega en el momento actual advirtiendo, castigando, condenando, orientando y levantando a aquellos a quienes es enviado el heraldo de Dios. Los acontecimientos del tiempo son interpretados como llamada de Yahveh a su pueblo; se indica la actitud que allí­ pide Yahveh; se hace ver lo que en ellos es culpa y castigo. Amós, p. ej., ve en la sequí­a y mala cosecha la respuesta de Yahveh contra el culto al Baal de la fecundidad, y una invitación renovada a que se considere al Dios de la alianza como único dispensador de todos los bienes de la vida (4, 6-9). Según Is, la guerra siroefraimí­tica es una prueba de la fe (7, 9), y la tormenta de Senaquerib constituye una admonición para que se confí­e sólo en Yahveh (30, 15). Jer reconoce en la marcha triunfal de Nabucodonosor que Dios le ha concedido el dominio universal y que, por tanto, Israel debe sometérsele (Jer 27). Ez dice que Jerusalén ha de perecer, y añade el porqué. El Deuteroisaí­as puede ver en Ciro, por su carrera victoriosa, al ungido del Señor (Is 45, 1). El carácter temporal de la palabra profética no amengua lo que ella tiene de válido y permanente, sino que lo pone ejemplarmente de relieve: como Yahveh obra en este momento salvando y castigando, así­ lo hará siempre. 11 es siempre Señor de la historia, su voluntad se impone, y los acontecimientos han sido dispuestos por él a fin de llamar a los hombres. Los profetas no son innovadores en el sentido de que intenten poner una base nueva para la fe y vida de Israel. Lo que les interesa es imponer el viejo derecho de Dios, particularmente las exigencias sociales de la alianza: “¡Oh hombre!, yo te mostraré lo que conviene hacer, y lo que el Señor pide de ti: que obres con justicia, y que ames la misericordia, y que andes solí­cito en el servicio de tu Dios” (Miq 6, 8). Condenan enérgicamente un culto que quiere asegurar la salvación con actos meramente externos y hasta con magia, para erigir un culto a Dios que sea expresión de la obediencia interna (Am 5, 21ss; Is 1, 11-17; Jer 7; Os 6, 6). Los profetas argumentan por el pasado de Israel para combatir una falsa fe en la elección (Am 3, ls; 9, 7) y renovar al pueblo partiendo de los orí­genes (Os 2; Jer 2-4). Pero no están pegados al “ahora” ni al “antaño”. A su mirada y a su fe se abre el futuro, pues ellos se sienten llamados a anunciar lo que hará Yahveh por razón de su fidelidad a la alianza y en vista de la conducta de su pueblo. Su palabra de amenaza y de promesa de salvación está necesariamente referida al futuro, y “el Señor no hace nada sin que se lo manifieste a sus siervos los profetas” (Am 3, 7).

Así­ contemplan lo venidero y lo traducen a palabras. Anuncian al Dios que viene a juzgar (y a salvar) en su “dí­a”, en que él obra, dí­a de tinieblas y perdición para sus adversarios (Am 5, 20). Esperan su intervención desde el futuro. Lo presente ha de juzgarse por lo futuro. Pero lo venidero se decide en el presente. Cada profeta tiene su propia visión y tendencia teológica, y así­ en el centro de su pensamiento puede estar: el amor de Yahveh a Israel (Os); su acción directa sobre los pueblos (Am); el gobierno soberano del Santo desde Sión (Is); su solicitud por el pueblo de la alianza, pueblo apóstata y seducido (Jer); o el individuo atribulado por el juicio divino del destierro; el Señor de la creación y de la historia como único Dios y salvador (Déutero-Is); su justicia (Hab); su recto culto (Trito-Is, Mal); la erección de su reino (Ag, Zac). Todos miran a una auténtica relación con Dios. Am pide que se busque a Yahveh, Os que se ame y conozca a Dios, Is fe y confianza, Jer conversión de todo corazón, Ez cumplimiento responsable de la voluntad divina. Todos predican al Dios trascendente y personal que rige cuanto existe, que impone deberes morales y da misericordiosamente su gracia, al Dios que Israel experimentó desde el principio.

La obra deuteronómica juzga teológicamente la historia de Israel, bajo la perspectiva del exilio, según las ideas directrices del Dt. Israel, por la alianza que Dios le otorgó, es pueblo de Yahveh; por tanto tiene que servirle a él solo y guardar su ley. La obediencia acarrea bendición y vida; la desobediencia trae maldición y ruina. La calamidad del destierro fue merecida; tení­a que venir, pues el pueblo (particularmente sus reyes), a pesar de los frecuentes avisos y castigos, no obedeció, es decir, se apartó de Yahveh, sirvió a otros dioses, no destruyó los santuarios de las alturas, o caminó en el pecado de Jeroboán (í­dolo del becerro en Bet-El). Sin embargo, como lo prueba el favor hecho al rey Joaquí­n (2 Re, 27ss), el Señor puede, si quiere, comenzar de nuevo con Israel. Pero se requiere como condición la auténtica conversión a Dios (1 Re 8, 47s).

La obra croní­stí­ca considera la comunidad postexí­lica de Jerusalén, cuyo fin era servir santamente a Dios con culto puro en el templo y fuera de él, como la realización del reino de Dios sobre la tierra y el fin mismo de la historia. Según lo pretendí­a ya David, ella eleva la voz de los salmos como alabanza de ayuda divina, de la gracia de la alianza y de los dones salví­ficos.

La doctrina sapiencial más antigua (Prov 10, 1-22; 16; 25-29) da reglas de vida fundadas en la experiencia, que suponen un orden del mundo en virtud del cual las propias obras condicionan el destino personal. En las exhortaciones aparece la motivación religiosa y moral, que luego predomina. Job, que padece sin culpa, critica la conexión entre las obras y el propio destino. Yahveh, que lo hace todo, es enteramente libre, no está ligado a ningún orden cósmico, Su acción es imprevisible, pero él se mantiene fiel a su justicia y su bondad. Por eso Job se refugia en el Dios que parece enemigo, buscando en él a su salvador. El Predicador (Ecl), que es también un representante de la lí­nea sapiencial, impugna rotundamente el principio de que se puede reconocer una ley en los hechos y aprovecharla para configurar la vida. Quedan la moderación propia, el temor de Dios y el goce agradecido de los buenos dones divinos. Pero cuando la sabidurí­a se identificó con la fe y ley de Israel, Yahveh mismo habló a través de ella. La sabidurí­a se hizo maestra del hombre (Prov 1-9), mediadora de la revelación (Eclo 24), configuradora de la historia (Eclo 44-50; Sab 10) y de la creación (Prov 8; 3, 19; Sab 7, 22).

La narración edificante, que tiene en parte color sapiencial, recoge diversos temas teológicos. Jonás anuncia la voluntad salvadora de Dios con relación a los gentiles. Rut muestra la providencia electiva de Yahveh, que responde a la fidelidad humana, en la familia de los antepasados de David. Ester ensalza la represalia divina contra los enemigos de su pueblo. Judit describe la acción salvadora de Dios por mano de una débil mujer. Tobí­as presenta el ejemplo de una vida temerosa de Dios en ambiente pagano (cf. Dan 1-6).

Hacia el final de la época veterotestamentaria, la visión profética del futuro, que se amplí­a constantemente (escatologí­a en sentido lato), desemboca en la apocalí­ptica (Dan 7-12). Ella traza una frontera clara entre este mundo malo, dominado por potencias hostiles a Dios, y el mundo venidero de la salvación eterna, que traerá Dios y en que él erigirá su reino. El fin es un cielo nuevo y una tierra nueva (Is 66, 22), después del juicio universal y de la resurrección de los muertos (Apocalipsis).

5. Unidad del Antiguo Testamento
La mirada de conjunto a la génesis y al contenido del AT ha mostrado cómo sus concepciones y tesis teológicas presentan estratos muy diversos. Las distintas lí­neas de pensamiento, que a menudo argumentan de manera francamente antitética, quedan unificadas por la confesión: Yahveh es nuestro Dios y nosotros somos su pueblo. Para todos los autores y escritos, Yahveh es el Dios que se inclina hacia el hombre, que lo quiere salvar y que lo juzga. Su pueblo es el único y mismo Israel. El futuro pertenece a Dios en su reinado. El AT está abierto a esta perspectiva. Aquí­ comienza el NT, que ve y valora todo el Antiguo Testamento como promesa del reino de Dios, que ya se ha realizado y todaví­a ha de realizarse más plenamente en Jesucristo. Jesús tení­a conciencia de ser el proclamador (cf. Mc 1, 14s) y portador de este reino por la acción y la palabra. El se sabí­a mediador de una nueva y eficaz relación a Dios, de una relación que en el AT estaba presente más como promesa que como realidad lograda. Se debe, pues, a su persona y mensaje el que la comunidad neotestamentaria considerara que el AT tiene en él su meta y centro. En los escritos veterotestamentarios Cristo está anunciado como ungido del Señor (Mesí­as) e hijo de David, como rey escatológico -bajo la figura del Hijo del hombre- en el futuro reino de Dios, como “siervo de Dios que expí­a los pecados. Y según Mateo (5, 17), Jesús ha venido a dar cumplimiento a la ley y los profetas (es decir, al AT). También los demás evangelistas ven vinculado el AT a la figura de Jesús: Mc por el misterio del Mesí­as y la predicción de la pasión; Lc (4, l4ss) por la plenitud del Espí­ritu predicho en Is y Juan por la autopresentación de Cristo como luz, camino, verdad, vida (cf. Sal 119). Ya la antigua profesión de fe donde se afirmaba que Jesús murió “según las Escrituras” (1 Cor 15, 3s), anunciaba el cumplimiento de predicciones esenciales del AT en el fin que les da unidad; y la historia de la pasión desarrolló detalladamente la misma tesis. Según Pablo, en Jesús ha quedado sellado el cumplimiento definitivo de la promesa fundamental del AT (cf. Gál 3); todas las promesas de Dios, en él se hicieron “Sí­” (2 Cor 1, 20). Así­, pues, la comunidad neotestamentaria leí­a los escritos del AT como un solo libro en que se anuncia a Cristo, y, consecuentemente, la Iglesia se atribuyó el derecho de interpretar este libro y de fijar sus lí­mites. Para la teologí­a cristiana el AT junto con el NT pasa a constituir una unidad en que están contenidos múltiples esbozos y verdades teológicas, las cuales atestiguan y llevan en sí­ la revelación de Dios.

6. Epocas de la interpretación
El empleo del AT en el NT, toda traducción y la predicación doctrinal y litúrgica son ya interpretación. La interpretación comienza en el AT mismo con la redacción de los escritos proféticos, y continúa dentro del judaí­smo en el Targum, el Midrás y la Misná. En la era patrí­stica y la edad media, a imitación del método seguido en el NT predomina sobre la búsqueda del sentido literal la interpretación alegórica y tipológica. Por el recurso a la alegorí­a, una “representación en que se trasluce algo distinto de lo inmediatamente designado” (LThK2 I 342), la inteligencia cristiana del AT y la unidad de ambos testamentos, que ha de mostrarse en la predicación, pasan a ser factores decisivos de la interpretación. Mediante un oculto sentido superior, se buscan, se interpolan y se encuentran contenidos neotestamentarios y cristianos en los textos del AT. La visión de la tipologí­a, más sobria, aunque guiada por un móvil parecido (de suyo legí­timo en la teologí­a cristiana), procura conservar el sentido histórico literal y a la vez enfoca el texto hacia Cristo, que es el centro de toda la Escritura. Un mismo texto, junto a las afirmaciones referidas al tiempo -en que él surgió, contiene también rasgos que, por una figuración tipológica, representan anticipadamente a la correspondiente figura del futuro mesiánico. La edad media usó estos métodos, los siguió desarrollando y matizó sus diferencias en el así­ llamado cuádruple sentido de la Escritura.

La investigación histórico-crí­tica del AT abrió una nueva perspectiva. Comenzó con la crí­tica del Pentateuco, iniciada eficazmente por R. Simon. Al lado de la investigación crí­tico-literaria, que alcanzó un punto cumbre en J. Wellhausen, entraron también en juego los siguientes métodos: el de la historia de las formas con H. Gunkel; el de la historia de la religión (Gunkel, H. Gressmann), y luego el de la historia de la tradición y de la redacción (M. Noth, G. von Rad). Recientemente, la crí­tica del estilo ha procurado analizar la obra literaria en su unidad total, buscando su sentido y su contenido. La meta de todo este esfuerzo es comprender lo que se pretende afirmar en cada escrito y en cada una de sus partes. Se evita la interpolación de contenidos neotestamentarios, y no se admite fácilmente el sentido tipológico. Sólo mediante este cuidadoso examen de los contenidos veterotestamentarios se hace posible una teologí­a del AT que capte y exponga en su conjunto el testimonio revelado de la antigua alianza. Así­ se pone también de manifiesto cuál es el mundo creyente que el NT presupone, asume, interpreta y corrige. Aparece igualmente de qué manera Dios comunicó su revelación y la condujo hacia aquel que es su última palabra (Heb 1, 2) y su oferta definitiva de salvación (cf. Mt 11, 25-30 junto con Eclo 51, 23-27; 6, 24-30). El método histórico-crí­tico abre la posibilidad de ver y entender el AT según el puesto que él ocupa dentro de la Iglesia de Cristo. Y él conduce a una visión teológica del AT que constituye un elemento indispensable y necesario en el edificio total de la teologí­a cristiana.

7. Métodos actuales
La exégesis del AT se hace hoy mediante el método histórico-crí­tico con todas las modalidades mencionadas (cf. 6), y tomando como base la crí­tica textual practicada desde siempre. Esta se esfuerza por lograr en lo posible el texto original, y prepara las ediciones crí­ticas. La crí­tica literaria busca deslindar los estratos de una obra, determinar su origen, autores y fuentes, y fijar el tiempo de su composición y el orden sucesivo en que tales estratos surgieron. Ella hace perceptibles las muchas voces particulares que Dios hace sonar en el mensaje bí­blico y simultáneamente hace percibir la palabra divina. La crí­tica de las formas toma en serio el hecho de que “Dios habló antiguamente de muchas maneras a los padres” (Heb 1, 1). Ella estudia los géneros literarios (proverbio, cántico, salmo, oráculo profético, contrato, documento, lista, carta, ley, narración, midrás, etc.), su puesto en la vida y el contenido allí­ expresado. Así­ capta en cada pieza literaria el contenido y los fines de la predicación. Y descubre igualmente cómo también se usaron géneros que en el ámbito de la historia de las formas deben calificarse como “fábulas” o “leyendas”. A base de ellas Israel pudo describir los tiempos de los orí­genes y de la prehistoria a la luz de su fe y expresar la santidad de una persona o de un lugar llenos de Dios. La historia de la redacción estudia los motivos de la fusión de las piezas particulares. La historia de la tradición investiga los principios por los que se han guiado el crecimiento y la unificación final de las materias previamente informadas. La visión histórico-cultual averigua las fuerzas y tendencias que emanaban de la vida religiosa del pueblo de Yahveh. El método histórico-religioso establece comparaciones con las religiones del mundo circundante, para destacar lo peculiar del Antiguo Testamento. Mediante su conjugación mutua, todos estos métodos parciales sirven en la –>exégesis para llevar a cabo aquella interpretación que, bajo la luz conjunta arrojada por la palabra de Dios en ambos testamentos, procura que la voz del AT sea oí­da actualmente por el pueblo de Dios.

BIBLIOGRAFíA: 1. OBRAS: INTRODUCTORIAS: J. Schreiner (dir), Palabra y mensaje del AT. Introducción a su problemática (Herder Ba 1972); N. Lohfink, Das Siegeslied am Schilfmeer (F 21966). – Kittel GVI; Histrlsr; Galling TGI; Noth GI; Schedl, Vaux; J. Bright, A History of Israel (NY 1959). – 2. INTRODUCCIONES AL AT: Robert Feuillet; EiJ3feldt; E. Sellin-G. Fohrer, Einleitung in das AT (He¡ í­o1965); Weiser. A. Fernández Truyols, Breve introducción a la crí­tica textual del A. Testamento (R 1917); R. Rábanos, Propedéutica bí­blica. Introducción general a la Sagrada Escritura (Ma 1960); S. Muñoz Iglesias, Introducción a la lectura del A. Testamento (Ma 1965); B. Martí­n Sánchez, Introducción general a la Sagrada Escritura (Ma 1966). – 3. Uxicos: Cfr. los correspondientes artí­culos en: DBS; Galling BRL; Haag BL; RGG3; LThK2. – 4. COMENTARIOS Y MANUALES DE TEOLOGíA Bí­BLICA: HK; ICC; KAT; HSAT; HAT; EB; ATD; BK; Pirot-Clamer; Heinisch ThAT; Procksch; Imschoot; Kraus GAT; Vriezen; Elchrodt; Rad; Kr teologí­a bí­blica; Jr Biblia, A, E; ]r Antiguo Testamento, A, B I-IV; >r Hermenéutica bí­blica; ]r exégesis.

Joseph Schreiner

II. Nuevo Testamento

1. Significación del nombre

La expresión NT designa los 27 escritos llamados canónicos que hacia finales del siglo ii quedaron unificados en una colección (evangelios y cartas apostólicas: cf. -> sinópticos, evangelio de –> Juan, –> Hechos de los apóstoles, cartas de ->Pablo, carta de ->Santiago, -> epí­stolas de -> Pedro, epí­stola de ->judas, ->Apocalipsis de Juan). La expresión “Nuevo Testamento” tiene su origen en Jer 31, 31 (citado directamente en Heb 8, 8) y es usada en el NT por la tradición de Pablo y de Lucas al hablar del cáliz en el relato sobre la última cena (1 Cor 11, 25; Lc 22, 20); aparece además en 2 Cor 3, 6; Heb 9, 15; 12, 24. Y también hallamos por primera vez en Pablo el concepto parejo palaia diazeke (2 Cor 3, 14). En todo caso palaia diazeke es el nuevo orden de salvación fundado por la muerte de Jesús o por la misión del Espí­ritu (2 Cor 3, 6), en contraposición al procedente de Moisés. En el NT el concepto de diazeke coincide en gran parte con el significado de la palabra hebrea berit (en el sentido teológico: la ->alianza concedida por Dios). Mientras que diazeke en el ámbito helení­stico sólo raramente (Aristófanes, Dinarco) significa “disposición” y las más de las veces tiene el sentido de “testamento”, ese término en los LXX y en el NT tomó al significado más amplio de berit (excepto Gál 3, 15.17), en el sentido de “orden de salvación”. La traducción del vocablo mediante novum testamentum (por primera vez en Tertuliano) vuelve a reducir el sentido de diazeke al de “última disposición” (lo mismo que en el tí­tulo de algunos escritos apócrifos, como el Test XII y el Testamento de nuestro Señor Jesucristo). La denominación “Nuevo Testamento” como tí­tulo de libro es una abreviación de enlaces en genitivo, en los cuales se habla primero de escritos “del Nuevo Testamento”; y luego la expresión se independiza. Así­, hacia el año 180 Melitón de Sardes redactó una lista de libros tes palaias diazeke. Sobre el año 192, en las palabras o tes tou euanggelion kaines diazeques logos y en la expresión de Tertuliano “totum instrumentum utriusque testamenti”, estaba ya preparada la designación de esta colección de escritos como “Nuevo Testamento”; pero todaví­a Eusebio (Hist. Eccl. v 16, 3) habla del “evangelio de la nueva alianza”. La expresión se hizo, pues, usual cuando los escritos de la nueva alianza fueron yuxtapuestos a los de la antigua – llamados ya “Antiguo Testamento” – y se les atribuyó igual rango.

Jesús y los autores neotestamentarios por e graphé habí­an entendido sólo el AT. Ahora bien, los escritos neotestamentarios no fueron primariamente el canon interpretativo del AT, sino que surgieron como testimonios del mensaje escatológico de salvación, cuyo contenido no se podí­a ni pretendí­a deducir del AT, sino que fue experimentado por primera vez en el tiempo que habí­a hecho su irrupción con Jesús. Por eso el AT es para Jesús y, después de la experiencia de la resurrección, para la comunidad: lo procedente de la época de salvación que entretanto ya ha pasado, lo imperfecto en comparación con lo nuevo, que constituye otro jalón de la historia de salvación y, como tal, tiene un contenido superior al de la antigua época. El AT comienza a convertirse en un problema a resolver para la comunidad cuando los judí­os, ahora “incrédulos”, argumentan contra los cristianos basándose en su Escritura. Con ello se inició la lucha por la legitimación secundaria, frente a los judí­os, del mensaje de Cristo, lo cual obligó a los cristianos a dar una positiva y consecuente interpretación cristiana de todo el AT. El principio de todo eso lo constituye la afirmación de que la pasión y la resurrección de Jesús acontecieron “según las Escrituras”. De esta afirmación positiva saldrá aquella otra negativa de que los judí­os no entienden las Escrituras, cosa que después, en un paso ulterior, es demostrado con relación a lugares particulares. Así­ Mateo en sus citas usa el esquema profético y deuteronómico “cumplimiento-promesa”, el cual en Mt 5, 17 es aplicado a la interpretación de la ley por parte de Jesús. Por tanto, mientras que originalmente la vida y la doctrina de Jesús habí­an sido considerados dentro del horizonte de la -+ apocalí­ptica, como consumación de la historia de salvación del pueblo judí­o, desde ese momento se convierten en principio exegético para interpretar el AT. A este respecto el esquema promesa-cumplimiento pronto es sustituido en gran parte por el método alegórico (Bern). Pero, en principio, la prueba de Escritura tiene una función secundaria y en parte antijudí­a, pues, en realidad, la autoridad de los escritos neotestamentarios se debe primariamente al hecho de que pasó a ellos la autoridad escatológica del Kyrios o de los apóstoles. En 2 Clem se cita por primera vez un lugar neotestamentario como “Escritura”.

2. Distintos géneros de escritos
En el NT los distintos géneros literarios de algún modo dependen del móvil teológico en el respectivo escrito. Una creación nueva de Marcos es el género “evangelio”, como colección de tradiciones sobre el Jesús terreno, reelaboradas desde el punto de vista de una teologí­a posterior a pascua. Todo el acervo teológico de una comunidad es configurado con ayuda de datos biográficos para describir la predicación de Jesús. Por la inclusión de las historias de la infancia, Mateo y Lucas amplí­an considerablemente este esbozo y lo convierten ya en una especie de vida de Jesús. Mientras que todo el saber teológico de Mc está anclado en el tiempo prepascual, Mt distingue ya entre el tiempo de Jesús en Israel antes de su muerte y la misión de los doce a los gentiles después de pascua (Mt 28). Con ello el género evangelio queda esencialmente modificado, pues, en principio, ahora puede abarcar también encuentros y palabras de Jesús posteriores a pascua. Lc lleva adelante esta tendencia continuando en los Hechos la historia de Jesús como historia del evangelio entre judí­os y paganos. La doble obra literaria de Lc es expresión de la concepción teológica que ve en Jesús el centro de los tiempos. Juan, a semejanza de Marcos, interpola el tiempo posterior a pascua entre la predicación prepascual, a base, evidentemente, de una amplia reflexión teológica. Por la anteposición del prólogo el género “evangelio”, experimenta una nueva modificación.

Pero, mientras que en todos los evangelios se conserva todaví­a la forma del transcurso histórico, las teologí­as expresadas en la parte epistolar del NT son ampliamente independientes, por su contenido, de las noticias históricas sobre Jesús. Por el carácter distinto de estas teologí­as, parece imposible que, p. ej., Pablo hubiera querido o podido escribir un evangelio. Pablo manifiesta sus pensamientos, orientados totalmente hacia el Kyrios resucitado, en epí­stolas a comunidades (p. ej., Gál), en epí­stolas más doctrinales (Rom), en cartas abiertas (Col) y en cartas privadas (Flm). Estas distinciones también tienen validez con relación a otras cartas neotestamentarias: Heb puede considerarse como epí­stola, Ef, 1 y 2 Pe y Jud son “cartas abiertas”, 1 Jn y otras tienen forma de sermón; y las epí­stolas pastorales, aunque están dirigidas a personas particulares, sin embargo tienen forma de cartas a comunidades. Un género que ya existí­a anteriormente en el judaí­smo tardí­o halló su traducción cristiana en el Apocalipsis.

La medida de la independencia literaria de los autores es diversa. En los cuatro evangelios se deben presuponer necesariamente fuentes escritas (Mc para Mt y Lc; las fuentes llamadas semeia para Jn); también en él Ap y en las epí­stolas pastorales las materias tomadas de alguna fuente abundan más (himno litúrgico en 1 Tim 3, 16; Ap 12) que en las cartas de Pablo (1 Cor 15, 3s; 11). El problema de la pseudoepigrafí­a hay que decidirlo separadamente en relación con cada escrito. En principio, se debe contar necesariamente con la posibilidad de que bajo el nombre de apóstoles se hayan transmitido escritos que proceden solamente de una tradición en que ha influido un determinado apóstol (cf. los evangelios ->apócrifos de Pedro, de Santiago y de Tomás).

3. Los métodos de investigación
Los métodos cientí­ficos para la investigación del NT deben usarse según un orden determinado (cf. también crí­tica de los evangelios). La crí­tica textual, a base de una comparación de los -> manuscritos, tiene la misión de descubrir los más importantes tipos fundamentales de transmisión de un texto (el texto original apenas puede alcanzarse plenamente), de decidir sobre el valor de cada variante y de hacer a veces ciertas conjeturas. El siguiente estadio es la crí­tica literaria, o sea, la investigación de un texto (o de todo un libro) en cuanto a su unidad literaria, tomando como base la observación de discrepancias relativas a la gramática, al estilo o al contenido en sentido amplio, o de simples repeticiones (p. ej., después de “y les dice” en Mc 2, 25, en el versí­culo 27 se repite “y les dijo”, sin que aparezca que Jesús haya sido interrumpido) y duplicados del texto. Así­ el texto se descompone en los elementos que fueron empleados para su construcción literaria (técnica de la exposición). A la crí­tica literaria sigue la fijación de las “unidades más pequeñas”, es decir, de determinados giros, que comparados con otros textos se evidencian como fórmulas (medios auxiliares: concordancias). El paso siguiente sirve para poner de relieve las formas literarias (p. ej., disputa, diálogo doctrinal, himno). Si se compara el desarrollo de una forma a través de distintos textos, se habla de historia de las ->formas. Una forma según donde sea empleada, tiene distintos “puestos en la vida”. Así­ la forma de disputa tiene su sede originaria en la discusión de Jesús con los fariseos y su sede posterior en la general polémica antijudí­a de la comunidad. Los -+ géneros literarios (p. ej., narración) y la historia de los géneros en general no son distinguidos suficientemente de la forma literaria, y no pueden definirse con facilidad. Normalmente un género contiene varias formas y, además, está determinado esencialmente por una función sociológica más fija, y por eso su contenido se halla delimitado con más claridad. Así­ el evangelio constituye un género que está ligado a una manera biográfica de exposición, y no es apropiado para el desarrollo de un contenido meramente doctrinal. El puesto en la vida es sobre todo la liturgia de la comunidad. Una comparación con Lucas desde el punto de vista de la historia de los géneros muestra que él se aproxima a un género ajeno al NT, al de la biografí­a. Hay que tener en cuenta cómo las formas y los géneros no pueden aplicarse desde fuera a una determinada literatura (p. ej., el concepto de “leyenda” y de “fábula” está tomado de un ámbito cultural totalmente distinto y por eso no es apto para calificar los textos bí­blicos), y cómo el uso de métodos nada tiene que ver con la pregunta por la historicidad de lo expuesto, pues se trata solamente de técnicas literarias. Para la ilustración del “contenido” de un texto pueden exponerse la historia del concepto y la historia del motivo, con ayuda del método de la historia de la religión y de la historia de la tradición. Por otro lado, la historia de la tradición se refiere también a estadios primitivos de la transmisión de un texto y así­, complementada con el enfoque de la historia de la redacción, sirve para poner de relieve los estratos en el texto y sus respectivas teologí­as. La historia de la redacción pregunta en qué medida la tradición recibida por un autor ha sido transformada según su propio “sistema”, el cual representa otra tradición. La finalidad del método histórico-crí­tico es así­ el poner de relieve la teologí­a de cada autor, y su reconstrucción y penetración intelectual.

Es ya asunto distinto la investigación de la historia de la interpretación de un texto (en la liturgia, en los padres de la Iglesia, en los exegetas de las distintas confesiones). Llevado a una situación diferente, el texto presenta un matiz nuevo en cada caso. El exegeta sólo investiga la historia de la tradición de un texto hasta el punto final de su fijación literaria.

4. El problema de la unidad teológica
Sólo en forma esquemática y abreviada podemos hablar aquí­ de la pluralidad de teologí­as en el NT. Y con ello no se pone en duda que, en el primer origen y último fin de esas teologí­as, late una unidad sobre la cual la teologí­a sistemática basa justamente su reflexión.

El NT mismo no es una unidad teológica. Esta diversidad no solamente afecta a las teologí­as desarrolladas tal como aparecen ahora, sino también a las tradiciones que laten tras ellas. Así­, p. ej., ya Pablo unifica dos derivaciones distintas del concepto central “nueva alianza”: según 2 Cor ésta consiste en la ley pneumática de los corazones; según 1 Cor (caudal recibido), ella consiste en la purificación por la sangre de Jesús. Otro ejemplo tí­pico es la pregunta relativa al acto por el que se transmite el bien salví­fico, el –>Espí­ritu Santo: según Mc 1, 8 y Act 1, 2 por el bautismo escatológico del Espí­ritu; según Mateo y Pablo por el bautismo cristiano de agua; según el Evangelio de Lucas y el libro de los Hechos por la imposición de manos a partir de pentecostés. Sobre el terreno de tradiciones diversas, entre las cuales cabe distinguir una sinóptica de tipo judeocristiano, otra del judaí­smo helenista y otra del cristianismo gentil, se configuraron distintas teologí­as.

Las distintas teologí­as del NT se dividen en tres grupos fundamentales: teologí­a de Pablo (surgida entre los años 35 y 60 d.C.), teologí­a sinóptica (del año 70 al 90 d.C.) y teologí­a de ->Juan (hacia el año 100; cf. también: -> teologí­a bí­blica ii). Heb es un esbozo de tipo peculiar. Pero en todas estas modalidades fundamentalmente distintas el punto de partida común de la sistemática teológica es la muerte y resurrección de Jesús. Mientras que Mc retrocede desde ahí­ hasta la vida de Jesús, matizándola según su propia interpretación de esos sucesos (procedimiento que culmina en Juan), la literatura epistolar del NT y el Apocalipsis desarrollan el significado teológico de dichos sucesos sin preocuparse del material biográfico. Sólo en tres lugares invoca Pablo una palabra de Jesús, y en Sant 5, 12 aparece como exhortación de Santiago lo que en Mt (5, 33ss) era palabra de Jesús (una tradición común del judaí­smo tardí­o sobre la prohibición de jurar es transmitida en Mt como palabra de Jesús, en Santiago como palabra de este apóstol y en Hen[eslav] como palabra de Dios o de Henoc). Pablo enseña por la autoridad de su condición de apóstol (que él fundamenta en el señor glorificado), mientras que en los sinópticos toda doctrina sólo puede proceder inmediatamente de Jesús mismo. Es además común a los tres tipos fundamentales que hemos mencionado el hecho de que los bienes salví­ficos de la comunidad consisten en la posesión del Espí­ritu, que es la decisiva e innegable realidad nueva y el ví­nculo de unión entre un pasado cada vez más remoto (la vida, muerte y resurrección de Jesús) y un futuro todaví­a invisible. Evidentemente esta concepción sobre el Espí­ritu como bien salví­fico está relacionada con diversas perspectivas acerca de la manera como el próximo –>reino de Dios se halla ya presente o es todaví­a futuro. Mientras que en el mensaje de Jesús el reino de Dios que está llegando es el acontecimiento salví­fico central del futuro, después de la ->resurrección se considera que en principio la salvación se ha dado ya con la persona de Jesús. Sin duda Jesús en su propia posesión del Espí­ritu vio ya la irrupción del reino de Dios; y aquí­ tenemos también un germen prepascual de la cristologí­a. Pero el peligro de las teologí­as posteriores a pascua en parte consistí­a en centrar unilateralmente la historia en la resurrección de Jesús, con pérdida de la perspectiva escatológica; los gnósticos sucumbieron ante este peligro (cf. p. ej., 2 Tim 2, 18). Frente a tales grupos Pablo acentúa la vinculación de la salvación, por una parte, a la existencia histórica de Jesús y a su muerte, y, por otro lado, al juicio, que todaví­a tiene un carácter futuro. Mc soluciona el problema del siguiente modo: El Espí­ritu ha sido infundido ya en Jesús y se muestra también en la operación de los doce; pero hasta el final no se comunicará a todos (Mc 1, 8). Según Act 2, este final fundamentalmente ya ha hecho su irrupción con la infusión del Espí­ritu en pentecostés. La pregunta por la legitimación de un tiempo intermedio tan prolongado antes del final, en la teologí­a que sigue a Mc se hace cada vez más apremiante como el problema del así­ llamado retraso de la parusí­a. Le y Jn ven el tiempo de la Iglesia como el planeado y necesario perí­odo de salvación. Según Jn este tiempo es el del Paráclito, que esclarece y consuma las palabras de Jesús. Pero ya en Pablo la presencia del Espí­ritu en la comunidad no es distinguida de la presencia del Señor glorificado. Así­ el problema del tiempo intermedio y el de la función de la comunidad reciben una solución positiva independientemente del reino de Dios: con relación al reino de Dios la comunidad no se caracteriza solamente por el “todaví­a no” en lo referente a la universalidad, sino también por el hecho de que ya se ha producido en ella el retorno del Señor en virtud de la posesión del Espí­ritu, la cual coincide con los lí­mites de la comunidad.

La diversidad de las teologí­as neotestamentarias tiene su origen, no sólo en la interpretación distinta del mensaje sobre el fin próximo, sino también en la diversa interpretación de la persona de Jesús y, junto con eso, en la concepción diferente que cada comunidad tiene de sí­ misma. Las cristologí­as quedan expresadas en una serie de tí­tulos que en cada caso sólo designan un aspecto del contenido y que, en buena parte a causa de su prehistoria, no admiten una interpretación precisa. De origen prepascual son los tí­tulos: rabbi, maestro, profeta, hijo de David, rey de los judí­os; en boca de Jesús mismo aparece el tí­tulo “Hijo del hombre” (pero solamente en tercera persona). El tí­tulo más importante para el desarrollo posterior es “Hijo de Dios”. Otros nombres son: siervo de Dios, Mesí­as, Kyrios, Cristo, redentor, el santo y el justo, cordero de Dios, sumo sacerdote.

Los tí­tulos que las comunidades se dan a sí­ mismas están orientados a la relación de los discí­pulos con el rabbi Jesús antes de Pascua, como el concepto µathetai (discí­pulos), o establecen una analogí­a entre la comunidad e Israel, así­, p. ej., los santos (Pablo, Act), los pequeños, los pobres (en el ámbito judeocristiano), los elegidos, los llamados, xristianoi, “ecclesia”, hermanos y hermanas, pueblo de Dios, domésticos y amigos de Dios, extranjeros, nazareos, galileos. Sorprende el que el tí­tulo de carácter personal en plural (santos, etc.) prevalezca sobre los conceptos singulares colectivos (ecclesia, pueblo).

Se interpreta diversamente en las distintas teologí­as sobre todo la muerte de Jesús. Los sinópticos sólo germinalmente desarrollan la importancia de la muerte de Jesús para la salvación de los cristianos; únicamente la fórmula “por muchos” en Mc 10, 45 y 14, 24 insinúa una función representativa de su muerte. Prevalece la interpretación del justo paciente. La muerte y la resurrección de Jesús todaví­a no son consideradas como una misma acción salví­fica. En la cuestión de la salvación el acento principal recae sobre la resurrección. Juan en general evita los términos que indican “pasión”, e interpreta la muerte de Jesús como glorificación y partida necesaria para la misión del Espí­ritu. Atenúa lo escandaloso de la muerte de Jesús en la cruz mediante circunlocuciones teológicas, entre las cuales se hallan expresiones “amar”, “poner la vida” y “cordero de Dios”, tí­tulo indicador de dignidad tomado del AT (Is 53). Fue principalmente Pablo el que concibió la muerte de Jesús como decisiva condición previa para hacer posible la salvación: Por su muerte Jesús ha cargado con el poder del pecado, que desde Adán pesaba sobre la humanidad, y ha llevado la maldición de todos. Sin duda también aquí­ la muerte tiene la función de eliminar la maldición y la amartí­a. También en Pablo la posesión positiva de la salvación está ligada a la posesión del Espí­ritu, comunicada por la resurrección y la presencia del Señor glorificado. Bajo este aspecto la esfera de la sarx queda reprimida solamente en virtud de la esfera del Pneuma. Frente a la teologí­a paulina el peculiar pensamiento fundamental de la epí­stola a los Hebreos es: que la muerte de cruz fue para Jesús una acción de sumo sacerdote, pues por esta muerte él pudo ganar la sangre en virtud de la cual le fue posible entrar en el santuario celestial y purificar la conciencia de los creyentes (Heb 9, 11-14). El Apocalipsis considera igualmente la sangre de Cristo como lo más importante en la muerte de Jesús, pues con ella son purificados los cristianos y es vencido su acusador; y, por otra parte, también la glorificación es concebida como victoria.

Aparte de estas diferencias doctrinales entre los autores, no hay que olvidar cómo los escritos neotestamentarios son tanto testimonios de la historia global del cristianismo primitivo como productos teológicos de sus autores particulares. Se da ahí­ un proceso de desarrollo que no sólo afecta a lo doctrinal, sino también a la constitución, a la liturgia y a la ética de las comunidades. Una mente dogmática no se admirará por las diferencias neotestamentarias en la interpretación de la salvación iniciada con Jesús, pues las teologí­as particulares en medio de la temporalidad y diversidad, dan testimonio de la revelación en Jesucristo, la cual de suyo es única, pero antes de la manifestación definitiva de la gloria se presenta necesariamente de manera multiforme. Según esto la tradición eclesiástica podrí­a tener la misión de unificar de algún modo estas teologí­as, preparando así­ la unidad de la revelación final. Sin duda ese procedimiento de la tradición en lo referente a la dirección del movimiento difiere de la acción del exegeta, pues éste, al exponer las peculiaridades de las teologí­as, aunque reconoce la validez de la unidad creada por dicho procedimiento, sin embargo, muestra su carácter transitorio con relación al eskhaton. Ambos movimientos se complementan, puesto que la Iglesia, hasta que llegue el final ansiado, tiene que volver siempre la mirada hacia sus orí­genes.

5. La historia de la interpretación
Todo uso de un escrito es ya una determinada interpretación. Los escritos del NT en primer lugar fueron usados (y son usados todaví­a) en la liturgia, donde quedan interpretados por su unión con otros textos. Una interpretación parecida se dio ya en la colección de los diversos escritos para constituir el -> canon, pues con ello se presuponí­a que estos escritos son de origen apostólico y no contienen herejí­as (gnósticas), de modo que pudieron ser aceptados por la Iglesia católica (canon Muratori); y se presuponí­a también que en esencia su contenido es idéntico. Luego fue especialmente la teologí­a sistemática la que se apropió esta interpretación del NT, incluyendo también el AT. Una manera muy determinada de interpretación se da igualmente en la amplia historia del texto del NT, puesto que aquí­ se han realizado interpretaciones de mayor o menor importancia mediante modificaciones del texto mismo. En conjunto de manuscritos actualmente conocidos comprende 76 papiros, 250 códices unciales, 2595 minúsculos y 1909 leccionarios. Una especial exposición exegética del NT se ha realizado bajo la forma de traducción, de paráfrasis, de glosas, de escolios, de cadenas, de comentarios y apostillas. Una investigación propiamente cientí­fica del texto, cuyo fin no sea su utilización, sino la cuestión de la opinión del autor mismo, prácticamente se da desde Richard Simon (1693). Sus estí­mulos fueron recogidos en la época siguiente principalmente por autores protestantes, en primer lugar por J.S. Semler y J.D. Michaelis. El comienzo del siglo xix estuvo dominado por la tendencia crí­tica de Tubinga, sobre todo bajo la guí­a de F.C. Baur, y por la explicación mí­tica de D.F. Strauss. Las corrientes más importantes de la exégesis protestante de nuestro siglo son la “escatologí­a consecuente” (J. Weiss, A. Schweitzer), la escuela histórica de la religión (Bousset), la escuela de la historia de las formas (Dibelius, Bultmann), y el retorno a la interpretación teológica en el programa de -> desmitización de R. Bultmann.

La exégesis católica floreció en el humanismo del siglo xvi; Richard Simon y la problemática planteada en la época de la ilustración tuvieron que quedar sin eficacia. Desde principios de nuestro siglo empieza a renacer la –> exégesis católica, particularmente con J.-M. Lagrange. Se han realizado trabajos especialmente importantes con relación a la historia del texto, a la historia de las traducciones y a la arqueologí­a. La investigación crí­tica de los textos mismos ha sido estimulada sobre todo por la encí­clica Divino of Plante Spiritu, de Pí­o xii (1943), y por la Constitución sobre la revelación del concilio Vaticano II.

BIBLIOGRAFíA: E. Kdsemann, Begründet der ntl. Kanon die Einheit der Kirche?: EvTheol 11 (1951-52) 13-21; M. Dibelius, Die Formgeschichte des Evangeliums (T 31959); R. Bultmann, Die Geschichte der synoptischen Tradition (Go 51961); Wikenhauser E; Bultmann; R. Schnackenburg, Neutestamentliche Theologie (Mn 1963); F. Hahn, Christologische Hoheitstitel. Ihre Gescbichte im frühen Christentum (Go 1963); K. Koch, Was ist Formgeschichte? (Neukirchen 1964); W. G. Kümmel, Einleitung in das Neue Testament (Hei 141965); H. Ristow – K. Matthiae (dir.), Der historische Jesus und der kerygmatische Christus (B 1960); J. Schreiner, Forma y propósito del NT. Introducción a su problemática (Herder Ba 1972).

Klaus Berger

III. Sobre la teologí­a de la sagrada Escritura

1. Punto de partida

a) Ante todo hemos de pensar que para nosotros, como cristianos, el punto de partida puede y debe ser especí­ficamente cristiano; y sólo desde ahí­ es posible asumir el AT como parte de nuestra s. E. Nuestra situación es, pues, diametralmente opuesta a la del tiempo del NT, cuando la importancia salví­fica de lo acontecido en Cristo debí­a legitimarse por la Escritura del AT, como instancia considerada válida con toda naturalidad. Esta historicidad del punto de partida no puede ser superada ni olvidada. Así­, también el Vaticano 11, Dei Verbum, n .o 2 [cf. n° 71), al exponer el concepto de revelación, parte de la que se produjo en Jesucristo y no de una revelación general, sobre la cual habla por primera vez en el n.° 3. Consecuentemente hemos de preguntar en primer lugar por el punto de partida teológico para la teologí­a del NT. Aquí­ hemos de presuponer que están resueltas las cuestiones acerca de la relación entre la fe y la fundamentación racional e histórica de la misma, entre la dogmática y la teologí­a fundamental. O sea, aquí­ se trata de una cuestión teológica y no de un problema de teologí­a fundamental.

b) También la inteligencia teológica de la Escritura (en lo referente a su –>inspiración, al ->canon, a la inerrancia, a su relación con la -+ tradición, a su carácter normativo para la Iglesia y para su profesión de fe y teologí­a) se debe solamente a la fe en que, según se manifiesta históricamente en Cristo, por un lado, Dios, comunicándose a sí­ mismo y perdonando, a través de toda la historia de salvación se acerca con su gracia a la humanidad como su origen y fin, y en que, por otro lado, esta historia y victoriosa autocomunicación de Dios, en Jesucristo, el crucificado y resucitado, ha alcanzado su manifestación irreversible y su estadio definitivo. Esta manifestación histórica irreversible de la voluntad benévola de Dios implica la existencia permanente de la comunidad que cree en Jesucristo, la -> Iglesia, que por la profesión de fe y el culto está siempre referida al hecho escatológico de la salvación, que es Jesucristo, y con ello a su propia historia. Por tanto ella sólo puede permanecer fiel a su esencia si, en medio de las necesarias concesiones a su cambio histórico, se entiende a sí­ misma como Iglesia del tiempo apostólico, pues sólo alcanza a Jesucristo a través de esta Iglesia apostólica y de su testimonio de fe.

c) La presencia normativa de la Iglesia del tiempo apostólico en la Iglesia posterior se produce por la -> tradición (como vida y doctrina), que incluye la legí­tima misión autoritativa del oficio eclesiástico (dándose un condicionamiento mutuo entre la predicación que engendra la fe en la fuerza del Espí­ritu y la autoridad formal de la misión). Pero precisamente este regreso constante de la comunidad creyente al tiempo de la primera Iglesia por la tradición, exige, puesto que aquélla ha de ser la norma crí­tica de su propia acción y enseñanza, la posibilidad de distinción entre el propio testimonio sobre la acción y doctrina de la Iglesia apostólica, por un lado, y lo testimoniado (la acción y la fe de la primera Iglesia), por otro lado. Esta posibilidad se da si existe un testimonio escrito normativo acerca de la fe y acción de la Iglesia primitiva. Con ello no disminuye la importancia de la tradición autoritativa, pues la explicación de ese testimonio escrito debe hacerla, exigiendo fe en ella, el magisterio vivo de la Iglesia, mediante una -> interpretación existencial (la cual conserva la vinculación histórica a la Iglesia primitiva, y así­ a Jesucristo), y, además, esa instancia que ha de ser norma crí­tica debe transmitirse a través de la tradición, tanto en lo relativo a su esencia (-> inspiración) como en lo relativo a su extensión (-> canon). Por tanto este testimonio escrito no es una dimensión que esté simplemente fuera de la tradición y de su portador autoritativo (-> magisterio), sino que es un momento en ella misma. A este respecto, la unidad y la diferencia, que siguen ejerciendo una función activa por el permanente carácter normativo de la Escritura, en último término sólo están garantizadas por la constante fuerza victoriosa del Espí­ritu, que es creí­da junto con la victoria escatológica de Dios en Cristo. Por tanto, sólo puede darse sagrada Escritura en la tradición autoritativa; pero ésta, para poder existir, se antepone a sí­ misma la sagrada Escritura como su propio criterio, como un momento interno suyo y, sin embargo, distinto de ella (->Escritura y tradición).

d) Por consiguiente de momento podemos decir: la sagrada Escritura es la objetivación de la Iglesia apostólica, con su acción y profesión de fe, en la palabra escrita, como momento y norma interna de la tradición en la que la Iglesia de tiempos posteriores atestigua el suceso escatológico de la salvación en Jesucristo. En cuanto el “principio” de la Iglesia (entendido como fundamentación de su existencia permanente y no sólo como primera fase temporal) debe darse de manera permanente y estar presente en la dimensión histórica de la Iglesia (¡y no sólo en ésta! ), en su profesión explí­cita de fe y en la comprensión intelectual de lo creí­do, en la norma de fe que obliga a todos conjuntamente y en la posibilidad de una referencia retrospectiva, demostrable en el terreno humano, a este constante comienzo normativo de los tiempos finales; tiene que existir, en consecuencia, una objetivación pura y por tanto absolutamente normativa, una norma non normata, de ese principio permanente. Esta objetivación se da de hecho en la dimensión histórica y se llama Escritura.

2. Inspiración de la Escritura
En virtud de lo dicho el nacimiento de la Escritura no ha de concebirse como un “dictado” del Dios que inspira de tal manera que los hagiógrafos hubieran sido meros secretarios que recibieron pasivamente, pues en realidad ellos fueron verdaderos “autores” (Dei Verbum, n .o 11) que, bajo el influjo del Espí­ritu Santo, escribieron cada uno su propia obra. Pero escribieron su propia obra de modo que – en cada caso según la situación del escritor – quedara atestiguada la fe de la comunidad a la cual ellos pertenecí­an, comunidad que con razón se sabí­a miembro válido de la única Iglesia. Así­ estos escritos son, como unidad diferenciada, el testimonio de la fe de la Iglesia apostólica, la cual es la norma permanentemente válida para la fe de la Iglesia posterior. En cuanto estos escritos son frutos de la voluntad de Dios, que en Jesucristo quiso la existencia de la Iglesia como permanentemente apostólica (como norma y como conforme con la norma: Iglesia apostólica e Iglesia posterior), y con una predefinición formal fueron pretendidos en cuanto norma, ellos están “inspirados”. En tanto la Iglesia entiende estos escritos como los adecuados a su Kerygma y se sabe permanentemente ligada a ellos como libros de la Iglesia normativa, mediante ese acto no constituye su -> “inspiración”, pero sí­ la “conoce”, sin necesidad de revelaciones detalladas para cada escrito, las cuales, dado el carácter históricamente “casual” de algunos libros y su origen reciente -en comparación con los auténticos apóstoles -, no parecen probables en relación con ciertas partes de la Escritura.

3. Canon y formación del canon
Con ello está dicho lo teológicamente decisivo sobre el ->canon y su conocimiento por la Iglesia. El problema dogmático y el de la historia de los dogmas con relación al canon es la cuestión de cómo éste pudo ser conocido, es decir, la de cómo la revelación del mismo (de la cual se trata, puesto que la verdad del canon no puede concebirse como objeto de la lides ecclesiastica a diferencia de la lides divina) presenta un aspecto históricamente probable y puede conciliarse en concreto con la realidad de su formación lenta y vacilante. En primer lugar el concepto de “Iglesia apostólica” (la “Iglesia de la primera generación”, en la que todaví­a se producí­a la revelación “hasta la muerte del último apóstol”) no ha de formularse en manera demasiado estrecha, si no se quiere topar con el problema de la redacción tardí­a de algunos escritos neotestamentarios. Pero cabe también entender la “primera” generación, no en un sentido biológico, sino como- una dimensión de la historia del espí­ritu; y entonces no es posible hablar de una norma tan delimitada que se puedan señalar a priori el año y el dí­a. Por otro lado la formación (el conocimiento) del canon todaví­a tiene una larga historia después de la era apostólica, aunque en este tiempo ya no era posible una nueva revelación. Pero la lenta y vacilante conclusión de la formación del canon exigirí­a una nueva revelación en el tiempo postapostólico, solamente si ésta hubiera de entenderse como una comunicación directa con frases concretas acerca de cada escrito en particular. La cuestión es, pues, si cabe pensar en una revelación originaria sobre el canon de tal modo que, por un lado, ella se produjera en el tiempo apostólico, y, por otro lado, fuera tan implí­cita que su explicación necesitara tiempo y llevara consigo vacilaciones (evolución de los ->dogmas). Si de antemano se cifra la naturaleza de la Escritura en que ella, por esencia, en cuanto momento de la Iglesia primitiva, normativa para todos los tiempos, ha sido querida por Dios como un aspecto de la constitución eclesiástica y una norma para el futuro, de modo que su inspiración haya sido revelada originariamente en la revelación de este amplio hecho del carácter normativo de la Iglesia primitiva; entonces tenemos ya el pensamiento explí­cito a base del cual la Iglesia posterior pudo, conocer los lí­mites del canon sin necesidad de una nueva revelación.

4. “Suficiencia” de la Escritura
A base del breve esbozo sobre la relación entre ->Escritura y tradición que aquí­ hemos hecho, en cierto modo puede darse respuesta también a la cuestión de la “suficiencia” de la Escritura y al principio protestante de la sola Scriptura. En primer lugar es evidente que el -> kerygma de la Iglesia en el tiempo apostólico precede a la Escritura. Este kerygma autoritario de la Iglesia, que implica una constante mirada hacia la predicación anterior, no cesa con la constitución de la Escritura, y así­ es “tradición”, pero una tradición que no consiste en una mera relación retrospectiva a la Escritura en cuanto tal (Dei Verbum, n .o 7 y 8). Esta tradición transmite también la Escritura como inspirada, junto con la verdad relativa a sus lí­mites (canon), y así­ atestigua su naturaleza y extensión. En este sentido está claro que la Escritura “no se basta a sí­ misma” (ibid., n° 8) y “que la Iglesia no saca solamente de la sagrada Escritura su certeza sobre todo lo revelado” (ibid. n.° 9). La pregunta concreta sólo puede ser, por tanto, si de hecho la tradición apostólica, aparte de esta testificación de la esencia y extensión de la Escritura, poseyó originariamente verdades particulares que de ningún modo están contenidas en la Escritura y se transmitieron como obligatorias para la fe por mera “tradición oral”. En caso afirmativo, prescindiendo del testimonio que la tradición da de la Escritura, la revelación fluirí­a hacia nosotros dividiendo su caudal en dos cauces (llamados a veces “fuentes”, término expuesto a tergiversaciones). A esta cuestión así­ planteada el Tridentino no le dio una respuesta clara (Dz 783); o por lo menos la interpretación de este texto se ha discutido hasta hoy. El Vaticano ii en la constitución Dei Verbum ha evitado rotundamente una toma de posición ante esta cuestión. Para la solución objetiva del problema en primer lugar ha de tenerse en cuenta lo que sigue: Es una cuestión oscura, que dista mucho de estar resuelta, la de cómo ha de concebirse exactamente la evolución de los ->dogmas, o sea, la explicación de lo implicado en la revelación originaria. Pero sólo con el presupuesto de una respuesta a esta pregunta será posible establecer a posteriori si un determinado dogma actual, el cual se halle explí­citamente en la Escritura, puede o no puede estar implí­citamente en ella. Mas, por otro lado, no parece históricamente probable que un dogma definido luego por la Iglesia existiera en el tiempo apostólico como enunciado explí­cito de una verdad de fe y no entrara a formar parte de la Escritura, y que nosotros podamos demostrar por medios históricos la existencia de tal enunciado explí­cito (lo cual serí­a necesario para que la apelación a una tradición apostólica materialmente distinta de la Escritura tuviera algún sentido y no se quedara en mero postulado dogmático). Por consiguiente, la apelación a una tradición apostólica materialmente distinta no soluciona ningún problema concreto con relación a la historia y evolución de los dogmas. Por lo menos desde este punto de vista nada impide la afirmación de una suficiencia material de la Escritura (dentro de los lí­mites señalados). Si una verdad no está contenida explí­citamente o de algún modo implí­citamente en la Escritura, no podemos demostrar históricamente que ella estuviera en el originario kerygma apostólico. La definición de una frase por el magisterio garantiza ciertamente que ella está contenida allí­ (por lo menos de un modo implí­cito), pero no dispensa al teólogo de preguntarse en qué manera está contenida. Y la respuesta a esta cuestión no resulta más fácil recurriendo a una tradición oral que buscando una implicación en la Escritura.

5. Los escritos del AT en el canon
En cuanto la antigua alianza es el “horizonte” del suceso de Cristo y como tal es querida por Dios, y en cuanto la antigua alianza fue entendida y asumida por la Iglesia primitiva como su propia prehistoria legí­tima, los escritos del AT (como momento de esa antigua alianza) obedecen a la intención divina y están inspirados de antemano. Pero en esta afirmación hemos de tener en cuenta a la vez que en el AT no habí­a ni podí­a haber una instancia autoritativa e infalible para la delimitación del canon (pues tal instancia es una dimensión escatológica que sólo puede existir después de Cristo). Por tanto, en el absoluto sentido neotestamentario de “Escritura” (a diferencia del sentido vago que la expresión “escritos sagrados” presenta en la historia de las religiones), antes de Cristo la s.E. del AT estaba todaví­a constituyéndose, pues para la constitución de la Escritura se requiere necesariamente la constitución del sujeto de su conocimiento (en el sentido de una norma normans definitiva que la delimite claramente frente a otros escritos). En sentido pleno el AT es “Escritura” solamente en cuanto la nueva alianza está ya ocultamente presente en la antigua (en forma ya y todaví­a oculta: Dei Verbum, n .o 16) y, por eso, los escritos de la antigua alianza “reciben y revelan” su sentido pleno únicamente en la nueva alianza (ibid.). Es importante ver esto, porque así­ la -> hermenéutica bí­blica del AT en principio puede fundamentarse en Cristo (cf. Dei Verbum, n° l4ss). Eso no significa, naturalmente, que la experiencia de la historia salví­fica y de la relación entre Dios y el hombre, tal como se refleja en el AT tenga importancia para el hombre de la nueva alianza tan sólo por sus implicaciones especí­ficamente cristológicas. Pues éstas, además de “iluminar e interpretar” el suceso de Cristo (ibid, n° 16), tienen también validez permanente en sí­ mismas, a pesar “de la imperfección y del condicionamiento por el tiempo” (ibid., n° 15) que iban anejos a la época salví­fica que estaba transcurriendo, época que ya no es la nuestra. Hay, pues, una teologí­a veterotestamentaria de los escritos del AT y una teologí­a neotestamentaria de los mismos, así­ como hay unidad, diversidad y referencia mutua entre ambas alianzas. Pero también hemos de resaltar otro punto de vista, en cuanto en la nueva alianza la revelación se identifica con el Jesucristo concreto, que en su Espí­ritu escatológicamente victorioso mueve los corazones a la fe y manifiesta su victoria en la comunidad; la revelación neotestamentaria rebasa esencialmente las “letras” de una “Escritura”. Por eso, el carácter “escrito”, es más esencial para la antigua alianza que para la nueva, y el nuevo testamento no continúa sin más los libros del AT en una lí­nea recta.

6. “Inerrancia” de la Escritura
La inspiración, el que Dios sea autor de la Escritura, y su función como norma non normata en la Iglesia y para su magisterio infalible, el cual no está por encima de la Escritura, sino que se halla a su servicio (Dei Verbum, n° 10), tienen como consecuencia la inerrancia de los escritos sagrados. Esa inerrancia es doctrina de fe, con relación a la doctrina verdaderamente afirmada por la Escritura como verdad que se debe creer (Dz 5705 1787 1809 1950 2180). Pero con esta afirmación no está resuelta todaví­a la pregunta exacta de la inerrancia. En lo referente a esta pregunta exacta, lo más adecuado es partir de la declaración contenida en la constitución Dei Verbum, n° 11: “Hay que confesar que los libros de la Escritura enseñan firmamente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso consignar en las sagradas letras para nuestra salvación” (cf. a este respecto los textos aquí­ citados en Dz 787 y EB 121, 124, 126s; 539). Sin duda esta frase no está redactada intencionadamente en un sentido restrictivo, como si ella se refiriera a las verdades salví­ficas en contraposición a las profanas; pero ese sentido tampoco está claramente excluido, pues no consta con certeza que las citas añadidas hayan de tomarse como una interpretación obligatoria del texto. La distinción, que se introdujo sobre todo en el tiempo del -> modernismo (y que fue rechazada por los papas desde León XIII hasta Pí­o xii) en esta cuestión, entre verdades salví­ficas y afirmaciones profanas, presuponiendo que tales afirmaciones se dan de manera absoluta en la Escritura, seguramente lleva en la práctica a un dilema superfluo e irreal. Si los textos bí­blicos hacen afirmaciones de esta í­ndole, deberemos sostener (con León XIII y Pí­o xii entre otros): también esos enunciados profanos gozan de inerrancia. Pero la auténtica pregunta es la siguiente: si aplicamos las reglas de la -> hermenéutica bí­blica con rigor y exactitud (-> géneros literarios; cf. también Dei Verbum, n 12, 19; Dz 2294; EB 557-562; Instrucción de la Comisión Bí­blica Sancta Mater Ecclesia: AAS 56 [1964] 715), ¿hay realmente en la Escritura afirmaciones puramente profanas, en cuya exactitud el hagiógrafo empeñe absolutamente su palabra, como si él manejara el moderno concepto histórico (y cientí­fico) de verdad? ¿Hace verdaderamente la Escritura aquellas afirmaciones cuya exactitud nos plantea un problema? Si es posible dar una respuesta negativa a esta pregunta, la frase de la constitución Dei Verbum (n° 11) puede leerse tranquilamente en el sentido de que ella afirma una inerrancia tan sólo en las verdades salví­ficas de la Escritura, sin que por ello se entre en conflicto real con las declaraciones hechas desde León xiii hasta Pí­o xii. En frases con contenido teológico y profano donde la Escritura afirme algo en forma contundente y obligatoria, hemos de guardarnos de ver allí­ precipitadamente un error. Para evitar esa conclusión precipitada hemos de tener en cuenta lo siguiente: a) tomando en consideración el exacto ->género literario (Dz 1980 2302 2329), debe preguntarse dónde están los lí­mites precisos de la intención de afirmar, o sea, qué dice y afirma exactamente la frase. b) Se debe atender al inevitable margen de imprecisión que forma parte de todo enunciado humano y, con ello, también de toda frase verdadera; lo cual no equivale a un “error” (eso puede advertirse, p. ej., en las narraciones dobles). c) Hay que distinguir exactamente entre forma y contenido de la afirmación, entre la cosa significada y el modelo de representación, utilizado pero no afirmado (horizonte de la afirmación y esquemas conceptuales presupuestos pero no enjuiciados), entre afirmación propia y mero relato de opiniones corrientes y de meras apariencias (citas implí­citas: Dz 1979 2090 2188). d) Hemos de pensar cómo un no saber que se trasluzca en la forma de expresión todaví­a no equivale a una negación de lo ignorado, cómo la imposibilidad de hacer coincidir dos frases en el terreno del modelo de representación todaví­a no significa la imposibilidad de que sus contenidos sean idénticos, cómo el factor de la perspectiva en la declaración y el error no son lo mismo.

El teólogo parte del origen de la Escritura como testimonio normativo de la revelación y desde ahí­ formula de manera global el principio de su inerrancia. El exegeta parte de los escritos particulares, de sus frases y de su sentido inmediato, y desde aquí­ pregunta crí­ticamente por la exactitud de cada enunciado. Así­ se produce una tensión, que no siempre puede suprimirse en cada caso concreto, entre los postulados del teólogo y los resultados del exegeta, tanto más por el hecho de que, metódicamente, el primero decidirá el sentido de cada frase desde su principio general de la inerrancia, y el segundo, desde el sentido de cada frase determinado exegéticamente, establecerá el significado y los lí­mites de dicho principio general. El teólogo, si comprende debidamente el sentido y los lí­mites de su propio método, no tiene por qué discutir al exegeta el derecho a calificar de inexactas algunas frases que tomadas por sí­ solas no afectan directamente a ninguna realidad salví­fica, y que él enjuicia según los cánones del actual concepto de verdad. Esto no contradice a lo realmente afirmado en la doctrina eclesiástica de la í­nerrancia de la Escritura. Se dan en ésta tales frases, y el método de la exégesis no puede renunciar a ese enjuiciamiento, pues cada enunciado ha de ser examinado en su sentido y exactitud atendiendo a lo que él dice por sí­ mismo, y no sólo a lo que dice bajo la perspectiva total de la Escritura y de ciertos géneros literarios.

7. Teologí­a en el NT
La Iglesia está formada por personas que siempre son históricamente libres y singulares. La singularidad personal (que no puede reducirse como un mero caso particular al concepto general de “hombre”) repercute también en la realización de la fe. La Iglesia es en todos los tiempos la unidad de Iglesias distintas, con su propia fisonomí­a temporal, espacial, cultural y teológica. Ambos pensamientos tienen validez también con relación a la Iglesia de la época apostólica. Y por tanto, en virtud de la esencia de la Iglesia, ambos aspectos deben mostrarse también en los escritos del NT, que son la objetivación de la Iglesia de esta época; y deben mostrarse allí­ sobre todo por el hecho de que esos escritos no constituyen una mera reproducción fiel del suceso originario de la revelación, sino que contienen ya una reflexión teológica sobre ella. Así­, pues, por la esencia de la Iglesia y de la Escritura, ya en el Nuevo Testamento tiene que haber diversas teologí­as; y las hay de hecho, o sea, hay allí­ lo que más tarde en la historia de la Iglesia ha recibido el nombre de “escuelas teológicas”, cuya naturaleza auténtica no se manifiesta en su eventual oposición contradictoria (entonces sólo una tendrí­a razón), sino en la diversidad del horizonte sistemático, de los conceptos usados, etc., en cosas, por tanto, que no se oponen contradictoriamente, pero que, en concreto, tampoco pueden superarse simplemente por una “sí­ntesis” más alta. Es derecho y tarea del exegeta ver y elaborar este pluralismo de teologí­as en el NT. Antes de componer una –>”teologí­a bí­blica” él debe exponer las teologí­as bí­blicas. Aunque, desde la perspectiva dogmática, se da una unidad suprema de estas teologí­as la cual está garantizada por la conciencia creyente de la Iglesia, que delimita el canon y así­ entiende la Escritura como una unidad, sin embargo, esto no significa que el teólogo bí­blico pueda prescindir del pluralismo de teologí­as en el NT, y tampoco que él (o el dogmático) deba superar completamente este pluralismo y suprimirlo por completo en un plano superior, en un sistema, ya que eso es imposible por diversas razones por más que esta “supresión” sea una finalidad a la que la teologí­a ha de aspirar “asintóticamente”. Lo que el exegeta no puede hacer es solamente esto: sostener que en la Escritura canónica cabe hallar frases que se oponen contradictoriamente aun después de una recta interpretación (que tenga en cuenta la ->analogí­a de la fe: Dei Verbum, n. 12), de modo que nos veamos en la necesidad de aceptar una frase y rechazar la otra. Es, ciertamente, posible pensar en un “canon dentro del canon” (como una cierta norma crí­tica que haga posible una interpretación más exacta), en el sentido en que el Decreto sobre el ecumenismo, n° 11, habla del “fundamento de la fe”. Pero ese canon no puede establecerse como norma contra la Escritura, contra alguna de sus partes o ciertas teologí­as en ella (p. ej., la de un “primitivo catolicismo” en los escritos posteriores del NT).

8. Escritura (teologí­a bí­blica) y dogmática
a) Toda tradición es siempre una unidad, no sometida a plena reflexión, entre tradición divina y humana. Cada paso de la evolución de los dogmas y de la historia de la teologí­a confirma este hecho. Pero en toda tradición concreta se requiere, para el pensamiento teológico que reflexiona sobre ella y apela a ella, un criterio que permita discernir cuál es su parte de traditio divina y su parte de traditio humana. Sobre todo cuando se busca el esclarecimiento de una frase que eventualmente haya de definirse como verdad de fe y que no haya sido enseñada en cuanto tal en la tradición anterior, y en otras cuestiones anteriormente discutidas que el magisterio oficial deba dilucidar, la tradición fáctica no da claramente por sí­ misma esa distinción. En la Escritura, por el contrario, no se da esta mezcla de tradición divina y humana; ella es, por así­ decir, pura tradición divina. Y así­ la Escritura puede constituir (por lo menos) un criterio para esa distinción dentro de la restante tradición (con lo cual, naturalmente, no queda excluido que tal proceso de distinción y esclarecimiento exija largo tiempo, pues la posesión de dicho criterio no es un mero hecho que obedezca a leyes fí­sicas o una mera operación lógica, sino que ella misma es una acción histórica). Sin duda la Escritura, como toda verdad humana, ostenta también las notas caracterí­sticas de la ->historia e historicidad. En efecto, usa conceptos que ella ha encontrado elaborados, los cuales quizá no sean los más aptos bajo todos los aspectos para la idea que se trata de expresar; ve la verdad que ella atestigua bajo aspectos y en medio de un horizonte intelectual que no son únicos posibles; desde muchos puntos de vista sus declaraciones pueden implicar cierta dosis de condicionamiento histórico; y proclama una verdad que tendrá una historia ulterior, la de los -> dogmas. Pero la Escritura es (a diferencia de otra literatura posible o real del tiempo apostólico) pura objetivación de la verdad divina encarnada en formas humanas. En ella el conocimiento de la verdad divina tiene ciertamente un punto de partida humano-divino, pero esto no implica la necesidad de separar de antemano un determinado elemento humano a fin de no falsificar la verdad en el punto mismo de partida, como sucede en una tradición no “purificada”. Y por eso, aunque la Escritura sea para la teologí­a una magnitud que ha de interpretarse en el espí­ritu y bajo la dirección y garantí­a de la Iglesia y su magisterio, sin embargo, propiamente esa interpretación no es una crí­tica a la Escritura, sino a su lector. El magisterio mismo, que interpreta la Escritura autoritativamente bajo la asistencia del Espí­ritu Santo, no por esto se coloca por encima de ella, sino que permanece sometido a ella (cf. Dei Verbum, n° 10). El magisterio sabe que la Escritura le dice la verdad cuando él la lee bajo la asistencia del Espí­ritu que dirigió su consignación. Así­ la Escritura permanece norma non normata para la teologí­a y la Iglesia.

b) Desde aquí­ hay que ver la posición de la teologí­a bí­blica con relación a la dogmática. Por un lado, la -> dogmática no puede renunciar a cultivar por sí­ misma la -> teologí­a bí­blica. Pues si la -> dogmática es la audición sistemática y consciente de la revelación de Dios en Jesucristo (y no sólo una deducción de conclusiones a partir de unos principios de fe que se presuponen como premisas, tal como la teologí­a medieval se entendió a sí­ misma toeréticamente y en contra de su praxis real), consecuentemente ella debe escuchar sobre todo allí­ donde está la más inmediata y última fuente de la revelación cristiana, en la Escritura. Naturalmente, la teologí­a siempre lee la Biblia bajo la dirección del magisterio, pues ella lee la Escritura en la Iglesia y, así­, en todo momento emprende su lectura adoctrinada por la actual predicación creyente de la Iglesia. En este sentido la teologí­a siempre lee la Escritura a la luz de un determinado saber, que en su modalidad concreta no puede sacarse simplemente de la Biblia, pues el teólogo debe reflexionar en todo instante desde la actual conciencia creyente de la Iglesia y, además, ha habido una auténtica evolución de los –>dogmas. Sin embargo, la teologí­a no tiene la simple misión de legitimar a base de la Biblia esa enseñanza actual del magisterio eclesiástico, buscando dicta probantia para la doctrina de la Iglesia. Su tarea dentro del dogma, en lo que se refiere a la Escritura, va más allá de esa misión (que por desgracia ha sido cumplida a veces en una forma demasiado exclusiva) bajo un doble aspecto. En primer lugar no puede olvidarse que la Iglesia actual misma es la que lee, proclama y manda leer la Escritura. Por tanto, no es que solamente lo enseñado en la Iglesia a través de concilios, encí­clicas, catecismos, etc., pertenezca a la doctrina actual del magisterio eclesiástico. Pues también la Escritura misma es siempre lo proclamado ahora oficialmente en la Iglesia. Por tanto, si se le asigna al dogmático la doctrina actual de la Iglesia como el objeto inmediato de su reflexión, también se le asigna precisamente la Escritura como objeto igualmente inmediato de su esfuerzo teológico. Consecuentemente, la Escritura no es f ons remotus, o sea, aquello con lo que el dogmático a la postre respalda la doctrina eclesiástica, sino aquello de lo que él debe ocuparse inmediatamente, puesto que, en el fondo, no puede separar adecuadamente la Escritura de la actual doctrina eclesiástica como una cosa y una fuente distinta de ésta.

Es más, la ocupación teológica con la revelación de Dios en la predicación presente de la Iglesia, en su magisterio y en su actual conciencia creyente debe conducir necesariamente a la Escritura incluso cuando esa predicación no tenga un carácter completamente bí­blico. En efecto, la inteligencia plena de la enseñanza actual exige una y otra vez el retorno a la fuente de donde aquélla pretende haber salido, a la doctrina que el magisterio eclesiástico quiere enseñar y actualizar, o sea, a la Escritura (cf. sobre esto Optatam totius, n .o 16). Mas aunque la teologí­a bí­blica sea un momento interno en la dogmática misma y, por cierto, no sólo un factor junto a otros factores de la teologí­a “histórica”, sino un momento absolutamente destacado y singular, sin embargo con ello no se discute que la teologí­a bí­blica puede establecerse, por distintas razones, como ciencia independiente en el todo de la teologí­a. Eso es muy conveniente, ya por simples motivos prácticos, pues, concretamente, sólo en casos muy raros puede el teólogo dogmático ser un exegeta con suficiente competencia para desarrollar por sí­ solo la teologí­a bí­blica. Además la posición destacada que la teologí­a bí­blica ocupa dentro de la dogmática en comparación con las restantes especialidades de ésta (teologí­a patrí­stica, pensamiento escolástico del medioevo, escolástica moderna), se mantiene mejor si la teologí­a bí­blica no es elaborada tan sólo dentro de la dogmática. Quizás en el curso de la reforma de los estudios eclesiásticos se constituya una especialidad autónoma, la cual cultive la teologí­a bí­blica, no como mera continuación de la exégesis normal, ni como mero momento de la dogmática, sino realizando una recta mediación entre la exégesis y la dogmática.

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Karl Rahner

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

I. EL PRECIO DE LA ESCRITURA. En Babilonia o en Egipto, donde el material para escribir es caro y engorroso, donde el sistema de escritura es sumamente complicado, la ciencia de la escritura es privilegio de una casta, la de los escribas, y pasa por ser un invento de los dioses, Nebo y Thut. Estar iniciado en su secreto es estar admitido en la zona misteriosa en que se fijan los destinos del mundo. Algunos reyes de Asiria se jactarán de haber tenido acceso a la escritura. Hasta en nuestros dí­as, el niño, y sobre todo el adulto, que aprende a escribir, atraviesa un umbral.

En Palestina, entre el Sinaí­ y Fenicia, precisamente allí­ donde el genio del hombre inventó el alfabeto, Israel halla desde sus orí­genes una escritura al alcance de todos, que le dio una ventaja decisiva respecto a las antiguas culturas de Egipto y de Mesopotamia, prisioneras de sus escrituras arcaicas. En tiempos de Gedeón, mucho antes de David, un joven de Sukkot es capaz de proporcionar una lista de los ancianos de su pequeña ciudad (Jue 8,14). Ya en los primeros tiempos la escritura, si no está propagada, es por lo menos conocida en Israel y se convierte eu uno de los instrumentos esenciales de su religión. Mucho antes de que Samuel consignara por escrito “el derecho de la realeza” (ISa 10,25), no es anacrónico el que Josué pudiera escribir las cláusulas de la alianza de Siquem (Jos 24,26), o Moisés las leyes del Sinaí­ (Ex 24,4) y el re-cuerdo de la victoria sobre Amalec (17,14).

II. EL PESO DEL ESCRITO. “LO que he escrito, está escrito” (Jn 19,22), responde Pilato a los sumos sacerdotes que acuden a quejarse de la inscripción fijada en la cruz de Jesús. El romano, los judí­os y el evangelista están concordes en ver un signo en aquel rótulo: en la cosa escrita hay algo de irrevocable; es una expresión solemne y definitiva de la *palabra, por lo cual se presta natural-mente a expresar el carácter infalible e intangible de la palabra divina, la que permanece para siempre (Sal 119,89). ¡Ay del que la altere! (Ap 22,18s). Loco es quien se imagine hacerla í­rrita destruyéndola (cf. Jer 36,23).

Si el rito de las “aguas amargas” (Núm 5,23), a pesar del progreso que representa respecto a las ordalí­as primitivas, supone todaví­a un pensar arcaico, la inscripción de las palabras divinas prescrita sobre el dintel de la puerta de cada casa (Dt 6,9; I1,20), sobre el rollo ‘confiado al rey a su advenimiento (17,18), sobre la diadema del sumo sacerdote (Ex 39,30) expresa de manera muy pura la soberaní­a de la palabra de Yahveh sobre Israel, la exigencia irrevocable de su *voluntad.

Es sumamente natural que los *profetas confí­en a la escritura el texto de sus oráculos. El escrito, forma solemne e irrevocable de la palabra, es utilizado constantemente en Oriente por los que pretenden fijar el destino. Los profetas de Israel, así­ como tienen conciencia de recibir la palabra de Yahveh, así­ también atestiguan que si la confí­an a la escritura, es también por orden de Dios (Is 8,1; Jer 36,1-4; Hab 2,2; Ap 14,13, 19,9) a fin de que tal *testimonio sellado públicamente (Is 8,16) atestigüe, cuando sucedan los acontecimientos, que sólo Yahveh los habí­a revelado anteriormente (Is 41,26). Así­ la escritura da testimonio de la *fidelidad de Dios.

III. LAS SAGRADAS ESCRITURAS. La transcripción de la palabra divina, expresión permanente y oficial de la acción de Dios, de sus exigencias y de sus promesas, es sagrada como la palabra misma: las Escrituras de Israel son “las Sagradas Escrituras”. La palabra no se halla todaví­a en el AT, pero ya las tablas de piedra que contienen lo esencial de la ley (Ex 24,12) son consideradas como “escritas por el dedo de Dios” (31,18), cargadas de su *santidad.

El NT emplea ocasionalmente la expresión rabí­nica “las Sagradas Escrituras” (Rom 1,2; cf. “las Sagradas Letras”, 2Tim 3,15), pero habla generalmente de las Escrituras o también de la Escritura en singular, ya para alegar o enfocar un texto preciso (Mc 12,10; Lc 4,21), ya para designar incluso el conjunto del AT (7n 2,22; 10,35; Act 8,32; Gál 3,22). Así­ se expresa la conciencia viva de la unidad profunda de los diferentes escritos del AT, que será traducida en forma todaví­a más sugestiva por el nombre cristiano tradicional de “Biblia” para designar la colección de los *libros sagrados. Pero la fórmula más frecuente es el mero “está escrito”, donde la forma impersonal designa a Dios sin nombrarlo, y que afirma así­ a la vez la santidad inaccesible de Dios, la infalible certeza de su mirada y la inquebrantable fidelidad de sus *promesas.

IV. EL CUMPLIMIENTO DE LAS ESCRITURAS. “Es preciso que se cumpla todo lo que está escrito de mí­” (Le 24,44) ; es preciso que se cumplan las Escrituras (cf. Mt 26,54). Dios no habla en vano (Ez 6,10) y su Escritura “no puede ser abolida” (Jn 10,35). Jesús, al que sólo una vez se le ve en actitud de escribir, sobre la arena (Jn 8,6), no dejó ningún escrito, pero consagró solemnemente el valor de la Escritura hasta el más menudo signo gráfico: “una sola tilde” (Mt .5,18), y definió su significado: la escritura no puede borrarse, permanece.

Pero sólo puede permanecer cumpliéndose; hay en la Escritura la permanencia viva de la palabra eterna de Dios, pero puede también haber en ella la supervivencia de condiciones antiguas destinadas a pasar; hay un *Espí­ritu que vivifica y una letra que mata (2Cor 3,6). Cristo es quien hace pasar de la letra al Espí­ritu (3,14); reconociendo a Cristo a través de las Escrituras de Israel es como se halla en ellas la vida eterna (Jn 5,39), y los que se niegan a creer en las palabras de Jesús de-muestran con ello. que, si bien ponen su esperanza en Moisés y su orgullo en sus escritos, sin embargo, no creen en él ni lo laman en serio (5,45ss).

V. LA LEY ESCRITA EN LOS CORAZONES. La nueva alianza no es la de la letra, sino la del espí­ritu (2Cor 3,6); la nueva *ley está “inscrita en los corazones” del nuevo pueblo (Jer 31,33), que no tiene ya necesidad de ser *enseñado por un texto impuesto desde fuera (Ez 36,27; Is 54,13; Jn 6,45). Sin embargo, el NT comporta todaví­a escritos, a los cuales la Iglesia reconoció muy pronto la misma autoridad y dio el mismo nombre que a las Escrituras (cf. 2Pe 3,16), hallando en ellas la misma pa-labra de Dios (cf. Lc 1,2) y el mismo Espí­ritu. En efecto, estos escritos no sólo están en la lí­nea de las Escrituras de Israel, sino que ilustran su sentido y su alcance. Sin ellas, los escritos del NT serí­an ininteligibles, hablarí­an un lenguaje cuya clave no poseerí­a nadie; pero sin ellos, los libros judí­os sólo contendrí­an mitos: una ley divina que no pasarí­a de ser letra muerta, una promesa incapaz de responder a la esperanza que suscita, una aventura sin resultado.

Todaví­a hay Escrituras en la nueva alianza: en efecto, todaví­a no está abolido el tiempo, hay que fijar en la memoria de las generaciones el recuerdo de lo que es Jesucristo y de lo que hace. Pero las Escrituras no son ya para el cristiano un libro que él descifra página por página, sino un *libro totalmente desplegado, en el que todas las páginas se abarcan de una sola mirada y transmiten su misterio, Cristo, alfa y omega, principio y fin de toda Escritura.

-> Cumplir – Libro – Ley – Memoria – Palabra – Profeta – Tradición.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

Véase Biblia, Inspiración, Escrito.

Fuente: Diccionario de Teología

En todo el antiguo Cercano Oriente, por lo menos desde ca. 3100 a.C. en adelante, el arte de escribir constituía el sello de la civilización y el progreso. En el 2º milenio a.C. hubo varios experimentos que llevaron a la formación del alfabeto, con el consiguiente aumento general del alfabetismo. Si bien el número de documentos del período preexílico que se ha encontrado en Palestina es pequeño cuando se lo compara con los muchos miles procedentes de Egipto, la Mesopotamia, y Siria, demuestran no obstante que es razonable suponer que la proximidad a otros centros culturales estimuló allí el arte de escribir en todas las épocas. Las palabras más comunes para el arte de escribir (heb. kāṯaḇ; arm. keṯaḇ; gr. grafõ) aparecen más de 450 veces en la Biblia.

I. Referencias bíblicas

Se afirma que Moisés escribió (Ex. 17.14) el Decálogo (Ex. 24.12; 34.27), las palabras de Yahvéh (Ex. 24.4), la ley (Torá, Jos. 8.31), como también que habló de una copia escrita de la misma (Dt. 27). También escribió todos los estatutos (Dt. 30.10) y juicios (Ex. 34.27; cf. 2 R. 17.37), como también normas legales (Dt. 24.1; Mr. 10.4), detalles de los viajes realizados por los israelitas (Nm. 33.2), y las palabras del cántico de victoria (Dt. 31.19, 22). En estas actividades fue ayudado por oficiales (probablemente šōṭerı̂m, Nm. 11.16, “principales” o “magistrados” (°vm ); cf. ac. šaṭāru, ‘escribir’) que, en razón de su capacidad para anotar las decisiones, estaban íntimamente ligados a la judicatura (Dt. 16.18; 1 Cr. 23.4; Jos. 8.33). Durante la peregrinación del éxodo los sacerdotes también anotaban las maldiciones (Nm. 5.23) y nombres de objetos (17.3). Josué escribió una copia de los diez mandamientos (Jos. 8.32) y del pacto renovado (24.26).

Samuel hizo las anotaciones de la cédula de la flamante monarquía creada con Saúl (1 S. 10.25). David le escribió cartas a su comandante Joab (2 S. 11.14), y detalles de la administración del templo, como lo hizo también su hijo Salomón (2 Cr. 35.4), que mantuvo correspondencia con Hiram de Tiro por escrito (2 Cr. 2.11). El rey de Siria le escribió una carta al rey de Israel acerca de Naamán (2 R. 5.5). Como en todos los períodos, con frecuencia se empleaban *escribas reales para escribir listas de personas (1 Cr. 4.41; 24.6; véase tamb. Nm. 11.26; Is. 10.19; Jer. 22.30; Neh. 12.22).

Isaías el profeta escribía (2 Cr. 26.22; Is. 8.1), y le dictaba a un escribiente (30.8). En su época Ezequías escribió cartas (˒iggereṯ) a Efraín y a Manasés (2 Cr. 30.1; cf. Is. 38.9, titulada “escritura [miḵtāḇ] de Ezequías”), y recibió cartas del rey as. Senaquerib (Is. 37.14; 39.1; 2 Cr. 32.17). Jeremías le dictaba a su amanuense Baruc (Jer. 30.2; 36.27; 45.1), como también lo hacían probablemente Oseas (8.12) y Malaquías (3.16), dado que la palabra escrita constituía parte importante de la profecía (2 Cr. 21.12). También Job destacó su valor (19.23).

Daniel y los sabios de Babilonia sabían leer el arameo y, por lo tanto, presumiblemente también escribirlo (Dn. 5.24s). En el seno del imperio se llevaba a cabo una activa correspondencia, como en períodos anteriores (* Correo; * Asiria; * Babilonia.). Nehemías anotó el pacto (Neh. 9.38), mientras que sus opositores en Samaria le escribieron al rey persa (Esd. 4.6–7), como lo hicieron otros gobernadores de distrito (Esd. 5.7; 6.2). Esdras mismo era escribiente, y escribía decretos o documentos estatales en los dialectos locales (8.34), en el estilo de los oficiales reales, incluyendo Mordecai, por cuenta del rey (Est. 9.28s), el que agregaba su *sello (Dn. 6.25).

Jesús y sus discípulos hacían referencia constantemente a las Escrituras (p. ej. “escrito está”—gegraptai—aparece 106 veces). Nuestro Señor era instruido (Jn. 7.14–15), registrándose que leyó (Lc. 4.16–19) y escribió en público por lo menos en una oportunidad (Jn. 8.6). Zacarías el sacerdote escribió en una tabla recubierta de cera (Lc. 1.63), y el gobernador romano Pilato hizo escribir una inscripción trilingüe para colocar en la cruz (Jn. 19.19, 22).

Juan (21.24), Lucas (1.3; Hch. 1.1), y Pablo mismo (Gá. 6.11; Flm. 10; Ro. 15.15), que si bien con frecuencia se valió de un amanuense tal como Tercio (Ro. 16.22), escribieron los documentos y cartas que han llegado hasta nosotros. En todo el Apocalipsis se hacen referencias constantemente a la escritura en su uso para la confección de cartas, pruebas legales y registros (Ap. 1.11; 21.5). Desde que la escritura, por su naturaleza, es un medio de comunicación, de declaración y de testimonio, se la usa para ilustrar la impresión, escrita en (engrafō, 2 Co. 3.2s) o sobre (epigrafō, He. 8.10; 10.16) la mente y el corazón (cf. Jer. 31.33; Pr. 3.3) por el Espíritu Santo.

II. Materiales

Casi cualquier superficie suave se utilizaba para escribir.

a. Piedra

Se grababan inscripciones en la superficie de piedras o rocas (Job 19.24), y los textos para monumentos se inscribían en estelas, obeliscos, o superficies de acantilados preparados (p. ej. inscripción sepulcral heb., * Sebna, IBA fig(s). 53, cf. 43, 48). Las superficies más blandas o rugosas podían cubrirse con una capa de cal, antes de su inscripción, como en Egipto, y en las piedras de los altares (Jos. 8.32; Dt. 27.2s). Para los textos reales, conmemorativos o religiosos, y para las copias públicas de edictos legales, normalmente se usaban tablillas de piedra (* Hamurabi). Tablillas de piedra rectangulares de este tipo, aparentemente de no más de 45 x 30 cm., se usaron para los diez mandamientos (Ex. 32.16). Dichas tablillas (lûḥōṯ: °vrv2 “tablas”) fueron “escritas con el dedo de Dios” o la “escritura de Dios” (miḵtāḇ ˒elōhı̂m), lo que generalmente se toma como indicación de que se trataba de una escritura clara bien hecha, a diferencia de los garrapatos del hombre. La palabra “tablilla” (lûaḥ) probablemente describe la forma (rectangular) más bien que el material, y no hay ninguna certidumbre de que en el AT denote tablilla de arcilla, aun cuando se sabe del uso de ellas en Palestina en el 2º milenio a.C. (véase c, inf.).

b. Tablas de escribir

Las tablas empleadas por Isaías (Is. 30.8) y Habacuc (2.2) pueden haber sido tablas hechas de madera o marfil con una depresión para acomodar una superficie de cera (ac. lê˒u). Tales tablas, generalmente con bisagras para formar un díptico o un políptico, podían usarse para escribir con cualquier tipo de letra. La hoja suelta se llamaba “puerta”, término empleado para una columna de escritura también (Jer. 36.23, °vrv2 “planas”). La más antigua que se ha encontrado hasta ahora, en Nimrud, Asiria, está inscripta con una larga composición de 6000 líneas fechada ca. del 705 a.C. (Iraq 17, 1955, pp. 3–13) y es un tipo que aparece también en las esculturas en uso por los escribas para las notas de campo (IBA, fig(s). 60). Tablas similares, predecesoras de las pizarras escolares, se usaron con frecuencia en tiempos gr. y rom. (Lc. 1.63; pinakidion, pequeña tablilla de escribir, °vrv2 “tablilla”).

c. Tablillas de arcilla (véase tamb. IV. a)

El “adobe” (leḇēnâ) utilizado por Ezequiel (4.1) probablemente fuera de arcilla, similar a las tablillas utilizadas para planos y mediciones en Babilonia, aunque esta palabra podía usarse para describir cualquier teja plana. La “tabla” grande en la que tenía que escribir Isaías con “estilo de hombre” (°vrv1) (por oposición a la tabla del escriba experto [?]) era una lámina o “superficie en blanco” de un material no especificado (Is. 8.1, gillāyôn).

d. El papiro

El papiro no se menciona directamente en el AT como material para escribir (egp. ni[t]r[w]; ac, ni’aru,). Sin embargo, se obtenía en Fenicia, el lago Hulé, y el Jordán (* Papiros) desde el ss. XI a.C. en adelante, y su uso está comprobado por las marcas en los reversos de impresiones de sellos originalmente adheridas a esta substancia perecedera (p. ej. el reverso del sello de * Gedalías). Un ejemplo de escritura hebrea antigua en papiro se encontró en una cueva cerca del mar Muerto (véase Gibson, 1, pp. 31ss . El papiro (del que se deriva la palabra “papel”) les era conocido a los asirios y babilonios en el ss. VII (R. P. Dougherty, “Writing on Parchment and Papyrus among the Babylonians and the Assyrians”, JAOS 48, 1928, pp. 109–135). El papiro se empleó extensamente en Egipto en todos los períodos, y se encontraron papiros entre los rollos del *mar Muerto pertenecientes al período que va del ss. II a.C. al II d.C. La “caña del papel” de Isaías (19.7 [ av ], ˓ārôṯ; cf. °bla, “planta”), aun cuando posiblemente sea una referencia indirecta al papiro, se interpreta mejor como “lugar desnudo” (vss. cast. en gral. “pradera”, “prado”). El “papel” empleado por Juan (2 Jn. 12) probablemente fuera papiro (gr. jartēs).

e. El cuero y el pergamino

El cuero se usaba a veces en Egipto para llevar registros de trabajo, porque la tinta podía eliminarse para volver a usar la superficie (K. A. Kitchen, TynB 27, 1976, pp. 141). Por lo menos durante el período persa en Babilonia se preparaban pieles para escribir porque allí no crecía el papiro. Los israelitas seguramente disponían de pieles de cabras y de ovejas, y su uso para hacer copias de los textos bíblicos en el período neotestamentario (* Mar Muerto, Rollo del) podría reflejar práctica anterior.

f. Óstraca

Los tiestos u óstraca constituían también materiales de escritura comunes, por cuanto su bajo costo y su disponibilidad los hacían muy útiles para escribir memorandos breves con pluma o pincel y tinta. Tiestos de esta clase se han recuperado en cantidades considerables en Palestina, y son prácticamente indestructibles, a menos que se borrase la tinta. Del período de la monarquía se han encontrado alrededor de 240. Véase A. Lemaire, Inscriptions Hebräiques, 1, Les Ostraca, 1977 (* Papiros y óstraca).

La cerámica a veces se inscribía con caracteres antes o después de ser sometida al horno. Generalmente proporcionan el nombre del propietario o el contenido o la capacidad del recipiente (* Pecado; * Sello, I. f).

III. Instrumentos para escribir

1. Los cinceles y buriles metálicos para grabar en piedra, metal, marfil, o arcilla existían en abundancia (* Artes y oficios; * Sello). El “cincel” (ḥereṭ) o “punzón” (˓ēṭ; °vm) usado por Jeremías (17.1) con su punta de “hierro” se ha interpretado en el sentido de que se usaba ya sea para escribir con una “pluma” blanda o como punta dura (esmeril [?]) para escribir sobre hierro, plomo, u otra superficie dura (Is. 8.1, Vg. stylus; véase tamb. Job 19.24). Ninguno de los muchos instrumentos con punta excavados hasta ahora puede establecerse incuestionablemente como destinado a escribir caracteres lineales. La “pluma … de los escribas” (Jer. 8.8) utilizada para escribir con tinta sobre óstraca, papiro, u otras superficies suaves era una caña, partida o cortada, para que obrase como pincel. En el antiguo Egipto dichas plumas se cortaban de los juncos (Juncus maritimus) de 15–40 cm. de largo, y la punta se recortaba para darle forma de cincel plano, a fin de que los trazos gruesos o finos se pudieran hacer con los lados anchos o angostos según el caso. En la época grecorromana las cañas (Fragmites communis) se cortaban en punta y se tajaban como plumas de ave (A. Lucas, Ancient Egyptian Materials and Industries, 1948, pp. 417). Este tipo de pluma es el kalamos empleado en la época del NT (3 Jn. 13). El estilo utilizado para escribir con la escritura cuneiforme era una caña con extremo cuadrado. Para una consideración de la forma, el método del uso, e ilustraciones de escribas con plumas, cinceles, y estilos, véase G. R. Driver, Semitic Writing³, 1976, pp. 17ss.

2. La tinta era generalmente un carbón (vegetal) negro, mezclado con resina o aceite para uso en pergamino, o con una sustancia metálica para papiro. Se lo conservaba en forma de torta seca en la que el escriba hundía su pluma humedecida. La tinta de los óstraca de Laquis era una mezcla de carbón y hierro (tal como la que se obtiene de las agallas del roble o de la caparrosa). Los romanos usaban también el jugo de la jibia (Persio, Sátiras 3.13), el que, como la mayoría de las tintas, podía borrarse fácilmente mediante lavado (Nm. 5.23), o raspando con el “cortaplumas” (Jer. 36.23, heb. ta˓ar sōfēr, ‘cuchillo de escriba’) que normalmente se usaba para recortar o cortar plumas o rollos. Se ha sugerido que el heb. de, ‘tinta’ (Jer. 36.18), debería enmendarse a re (= egp. ryt, ‘tinta’; T, Lambdin, JAOS 73, 1953, pp. 154), pero sobre esto no hay seguridad. La tinta usada por Pablo (2 Co. 3.3) y Juan (2 Jn. 12) se designa simplemente “negro” (melan).

El “tintero” (Ez. 9.2–3, 11; heb. qeseṯ) podría ser la paleta (egp. gstı̓), la tabla de madera, rectangular y angosta, con una larga acanaladura para contener las plumas de junco, y huecos circulares para las tortas de tinta negra y roja. Para ilustraciones de dichas paletas, etc., véase W. C. Hayes, The Sceptre of Egypt, 1, 1953, pp. 292–296; J. B. Pritchard, The Ancient Near East, 1958, fig(s). 52, 55; IBA, pp. 32, fig(s). 27. Paletas similares se usaban en Siria, y las llevaba el escriba “a su cintura” (Ez. 9.2–3, 11), como se ve en la estela aramea de Bar-Rekub (ANEP, pp. 460).

IV. Formas de los documentos

a. Tablillas

Los documentos de arcilla en los que se inscribía con la escritura cuneiforme varían en tamaño (alrededor de 6 mm de lado hasta 45 x 30 cm.), según la cantidad de espacio requerida por el texto. La inscripción, de izquierda a derecha, se hacía en líneas (a veces rayadas) a lo largo del anverso (lado plano), siguiendo el borde inferior, luego seguía del reverso (lado convexo) por los bordes superior e izquierdo. Cuando se necesitaba más de una tablilla para completar el trabajo cada texto en la serie se ligaba mediante una frase vinculadora y colofón (véase VI, inf.) para indicar su ubicación correcta.

Los contratos con frecuencia se guardaban en un sobre de arcilla en el que se repetía el texto y se colocaban los *sellos de los testigos. Las inscripciones históricas o conmemorativas más grandes se escribían en prismas de arcilla, o en cilindros con forma de barriles, que a menudo se colocaban como depósitos en las fundaciones. Las tablillas o tablas de escribir de madera variaban tanto en tamaño como en el número de hojas, según la necesidad.

b. El rollo

La forma usual del “libro” de la época bíblica era un rollo (meḡillâ) de papiro, cuero, o pergamino, en el que había texto escrito “por delante’ (recto) y, cuando se hacía necesario, continuaba “por detrás” (verso), como lo describe Ezequiel (2.10). A veces se le daba el nombre de “rollo del libro” (meḡillaṯ sēfer; Sal. 40.8; Ez. 2.9); la lxx (B) de Jer. 36.2, 4 (jartion biblion) supone el uso de papiro. El término para rollo (cf. bab. magallatu) no es necesariamente un término tardío en heb. (BDB), y es probable que la tradición judía que exigía que las copias de la ley se hiciesen en un rollo de cuero (Soferim 1.1–3) refleje una costumbre más antigua.

El heb. sēfer, traducido generalmente “libro” en °vrv2, podría referirse a un rollo (así °vrv2 en Is. 34.4, correctamente). Denota cualquier documento en pergamino o papiro (R. P. Dougherty, op, cit., pp. 114) y significa un “escrito, documento, misiva, o libro” (cf. ac. šipru). Es sinónimo del término para “carta” (˒iggereṯ, Est. 9.25), y se usaba también para una carta u orden del rey (2 S. 11.14; 2 R. 5.10; 10.1; Is. 37.14) o decreto publicado (Est. 1.22).

sēfer, como término general para la escritura, se usa con referencia a la comunicación del profeta (Jer. 25.13; 29.1; Dn. 12.4); al certificado legal de divorcio (Dt. 24.1; Jer. 3.8; Is. 50.1); al contrato relacionado con la compra de propiedad inmueble (Jer. 32.11); o a los sumarios judiciales (Job 31.35). También denota un registro general (Neh. 7.5; Gn. 5.1), un pacto (Ex. 24.7) o libro de la ley (Dt. 28.61; Jos. 8.31), un libro de poemas (Nm. 21.14; Jos. 10.13), además de colecciones de datos históricos (1 R. 11.41; 14.19; 1 Cr. 27.24; 2 Cr. 16.11; 25.26). Una vez “los libros” (plural sefārı̂m) se refiere a las escrituras canónicas de la época (Dn. 9.2). Se refiere a los registros divinos (Sal. 69.28; 139.16; Mal. 3.16; Ex. 32.32; Dn. 12.1), y una vez al conocimiento libresco en general (Is. 29.11; cf. Dn. 1.4). Esta palabra y sus cognados era corriente con significados similares en los textos de *Ugarit, y sēfer, ‘escriba’, aparece como préstamo en Egipto durante el ss. XIII a.C.

El rollo, como las tablas de escribir y las tablillas de arcilla, se inscribía con tantas columnas (delāṯôṯ) como hiciera falta (Jer. 36.23), y por lo tanto podía tener cualquier longitud.

En la época del NT el “libro” (biblion) era un rollo como el que se usaba para la ley (Mr. 12.26; Lc. 4.17–20). Se enrollaba (Ap. 6.14), y estaba formado por secciones de *papiro, del que se usaba la corteza interior (byblos). Como el heb. sēfer, el gr. biblion se podía usar con referencia a cualquier forma (incluso no especificada) de documento escrito, incluyendo listas de inscripción (Fil. 4.3; Ap. 13.8). “Los libros” (plural ta biblia; Jn. 21.25; 2 Ti. 4.13, de allí nuestra “Biblia”) se convirtió con el tiempo en el término para la colección total de las Escrituras. Para hacer referencia a un rollo pequeño se usaba la palabra biblaridion (Ap. 10.2, 8–10).

c. El códice

Alrededor del ss. II d.C. el rollo comenzó a ser reemplazado por el códice, colección de hojas de material de escribir plegadas y aseguradas en un extremo, y con frecuencia protegidas por cubiertas. Este fue un paso importante en el proceso de creación del “libro” moderno, y se basaba en la forma física de la escritura en tablillas. Al principio estos anotadores de papiro o pergamino se usaron poco para la literatura pagana, pero se usaron en Palestina (Misná, Kelim 24.7), y especialmente en Egipto, para escritos bíblicos, donde la adaptación del “formato del códice para recibir todos los textos tanto del AT como del NT utilizados en las comunidades cristianas … se completó, hasta donde puedan determinarlo las pruebas documentales con las que se cuenta hasta ahora, antes de la finalización del ss. II, si no antes”. Fuera de los círculos cristianos el formato del códice tuvo aceptación general en el ss. IV d.C. Hasta se ha sugerido, aunque no está probado, que dicho formato fue ideado por los cristianos primitivos debido a la facilidad para transportarlos y consultarlos. Por cierto que los membranai pedidos por Pablo (2 Ti. 4.13) pueden haber constituido un anotador de papiro con sus propios discursos u otros escritos o, más probablemente, algún escrito cristiano primitivo, tal vez el segundo evangelio o el Libro de Testimonios, antología de pasajes del AT empleados para apoyar la tesis cristiana. Estos escritos contrastaban con los “libros” (ta biblia), en general probablemente rollos (de la LXX [?]). Para la significación de los códices primitivos en la historia del *canon de la Escritura, véase C. H. Roberts en P. R. Ackroyd (eds.), Cambridge History of the Bible, 1, 1970, pp. 57.

V. Tipos de escritura

a. Jeroglíficos

(i)     Egipcios. La escritura nativa del Egipto faraónico aparece en tres formas: jeroglífica (gr. hieros, ‘sagrado’, y glyfē, ‘talladura’), hierática (gr. hieratikos, ‘sacerdotal’), y demótica (gr. demotikos, ‘popular’).

1. El sistema jeroglífico. Los caracteres jeroglíficos egipcios son signos pictóricos, originalmente figuras destinadas a expresar las cosas que representaban; muchas de ellas comenzaron a usarse pronto para expresar sonidos, específicamente las consonantes de la palabra egipcia para la cosa representada por la figura jeroglífica. Tales signos podían entonces ser usados para representar dichas consonantes en la representación de otras palabras. Algunos de estos signos fonéticos terminaron por representar un solo y mismo sonido consonántico, convirtiéndose así en los primeros signos alfabéticos del mundo. Sin embargo, los egipcios no llegaron a aislarlos para formar un alfabeto independiente, como lo hicieron sus vecinos los semitas occidentales. A continuación de la mayoría de las palabras egipcias representadas por signos fonéticos, viene un signo-figura o “determinativo” que representa la clase general a la cual corresponde la palabra. Con todo, en muchos casos sería más correcto decir que los signos fonéticos eran agregados que se colocaban delante del signo-figura (el así llamado “determinativo”) como complementos para determinar la lectura o sonido preciso de este último, y por ello su significado correcto, más bien que decir que el signo-figura actuaba como clasificador para la palabra escrita fonéticamente (cf. H. W. Fairman, Annales du Service des Antiquités de l’Égypte 43, 1943, pp. 297–298; cf. P. Lacau, Sur le Système hiéroglyphique, 1954, pp. 108). Cuando un signo fonético podía tener más de un valor fónico, se podían agregar signos alfabéticos complementarios para mostrar cuál lectura correspondía, aunque dichos signos se agregaban a veces incluso cuando no existía ninguna ambigüedad.

2. La escritura hierática y la demótica. Los otros dos tipos de escritura egipcia, la hierática y la demótica, son adaptaciones de la escritura jeroglífica, que retuvo sus espléndidas formas pictóricas a lo largo de la historia egipcia. La escritura hierática es un tipo de escritura jeroglífica cursiva, que se escribía con pluma y tinta sobre papiro, reducida a símbolos formales que dejaron de ser pictóricos, para facilitar la escritura ráida. Los caracteres hieráticos son a los caracteres jeroglíficos lo que nuestra escritura a mano es a los caracteres de imprenta. Los jeroglíficos aparecieron primeramente en Egipto poco antes de la fundación de la monarquía faraónica (1ª dinastía) ca. 3000 a.C., y los caracteres hieráticos se comenzaron a usar poco después. La tercera forma de escritura egipcia, la demótica, es simplemente una forma más rápida y abreviada de la escritura hierática manual, que aparece primeramente alrededor del ss. VII a.C., y, como los dos tipos anteriores, perduró hasta el ss. V d.C.

3. Desciframiento. Los antiguos sistemas de escritura de Egipto se dejaron de usar definitivamente en el ss. IV (el jeroglífico) y el V (el demótico) d.C., y constituyeron libros cerrados durante trece siglos, hasta que el descubrimiento de la piedra de Rosetta en 1799 durante la expedición de Napoleón a Egipto hizo posible el desciframiento de la lengua y los sistemas de escritura del antiguo Egipto. La piedra de Rosetta es un decreto bilingüe de Tolomeo V, 196 a.C., en gr. y egp., este último en escritura jeroglífica y demótica. Esta piedra y el obelisco de Bankes finalmente permitieron al francés J. F. Champollion lograr el desciframiento básico de los jeroglíficos egp. en 1822, demostrando que eran fundamentalmente fonéticos en su uso, y que la lengua egp. era en realidad simplemente la lengua de la que se deriva el copto, la lengua de la iglesia egp. autóctona.

4. Uso. Desde el comienzo mismo los jeroglíficos egp. se usaron para muy diversos fines: para llevar registros de carácter histórico, para asentar textos religiosos, y para los usos cotidianos de la administración. En consecuencia, se dibujaban sobre papiro u óstraca, se grababan en monumentos de piedra, como también en madera o metal, dondequiera se requiriesen inscripciones. Sin embargo, desde los comienzos del 3º milenio se puso en boga la escritura cursiva más rápida—la hierática—para escribir sobre papiro, y en consecuencia para todos los registros de actividades de la vida diaria y la administración, mientras que los jeroglíficos se siguieron usando para todos los textos formales, inscripciones en piedra y en monumentos. Con el tiempo, a partir del ss. VII a.C., el demótico reemplazó en buena medida al hierático en el comercio y la administración, y desde el ss. X a.C. el hierático se usó en forma preferente para los papiros religiosos.

Bibliografía. Sobre los tipos egp. de escritura, véase A. H. Gardiner, Egyptian Grammar, 1957, pp. 5–8. Sobre los jeroglíficos mismos como figuras, véase N. M. Davies, Picture Writing in Ancient Egypt, 1958, ilustrado en colores. Sobre el origen y la evolución primitiva del sistema jeroglífico, véase S. Schott, Hieroglyphen: Untersuchungen zum Ursprung der Schrift, 1950, y P. Lacau, op. cit. Para la piedra de Rosetta, véase el folleto del MB The Rosetta Stone, y, para su descubridor, W. R. Dawson, JEA 43, 1957, pp. 117, con ibid., 44, 1958, pp. 123. Sobre el desciframiento de los jeroglíficos, véase F. Ll. Griffith, JEA 37, 1951, pp. 38–46, o A. H. Gardiner, op. cit., pp. 9–11; Egypt of the Pharaohs, 1961, pp. 11–14, 19–26.

(ii)     Hititas. El sistema de jeroglíficos que usaban los hititas en Anatolia y Siria, principalmente en la segunda mitad del 2º milenio a.C., fue descifrado en 1946 (véase AS 3, 1953, pp. 53–95) y se está estudiando actualmente en detalle, como también se usa para compararlo con los dialectos hititas escritos con caracteres cuneiformes. Es un sistema compuesto simplemente de sílabas (ba, da, etc.), con signos especiales para los sustantivos comunes (tierra, rey); véase E. Laroche, Les Hiéroglyphes Hittites, 1, 1960.

b. Tipos cuneiformes

(i)     Acádico. En Babilonia se usaron las pictografías para escribir sobre arcilla y piedra a partir de ca. 3100 a.C. Sin embargo, se descubrió pronto que resultaba difícil dibujar líneas curvas en arcilla, y la pictografía fue gradualmente remplazada por su representación hecha mediante una serie de incisiones en forma de cuña. Un cambio adicional, debido a la comodidad, hizo que en lugar de escribir en columnas verticales y de derecha a izquierda se comenzara a escribir con los caracteres clásicos en forma horizontal y de izquierda a derecha. En un paso importante de su formación, los signos-palabras (ideogramas) se usaron para representar palabras con el mismo sonido pero con significados diferentes (p. ej. cima, sima), o sílabas de otras palabras (p. ej. sala, salado). Ciertos signos se usaban como determinativos colocados antes o después de palabras de una clase determinada (p. ej. deidades, nombres de personas o de lugares, animales, objetos de madera, etc.). Hacia el 2800 a.C. la escritura cuneiforme ya estaba plenamente perfeccionada, aun cuando las formas de los signos fueron modificadas en diversos períodos (para una tabla que ilustra su evolución véase IBA, fig(s). 22).

A partir del 3º milenio a.C. la escritura cuneiforme, con por lo menos 500 signos diferentes, se usó ampliamente fuera de la Mesopotamia (donde se usó para las lenguas sumeria, babilónica, y asiria). Se la adaptó para transcribir otras lenguas también, especialmente dialectos semitas occ., el hurreo, las diversas lenguas hititas. Durante los ss. XV-XIII a.C. en Palestina las ciudades principales la usaron para la diplomacia y la administración. Se han encontrado tablillas cuneiformes en *Taanac (12), Siquem (2), Afec (3), Tell el-Hesi, Gezer, Hazor, Jericó. El descubrimiento de una copia de parte de la épica de Gilgamés en Meguido en 1955 (‘Atiqot 2, 1959, pp. 121–128) demuestra que en esta época los pocos escribas capacitados para usar estos caracteres tenían a su disposición los principales textos literarios y obras de consulta babilónicos.

(ii)     Ugarítico. En Ras Shamra los escribas emplearon el cuneiforme acádico para la correspondencia internacional y algunos textos económicos en los ss. XV-XIII a.C. Paralelamente, empero, se formó un sistema de escritura excepcional. Combinaba la simplicidad del alfabeto cananeo (fenicio) que ya existía, con el sistema mesopotámico de escritura sobre arcilla, con estilo, pudiéndose transcribir de este modo el alfabeto consonántico por medio de la escritura cuneiforme. Puesto que se empleó tanto para lenguas semíticas como no semíticas (hurreas), se idearon 29 signos (mediante el agregado de unas cuantas cuñas en un esquema sencillo que tenía poca o ninguna relación con el acádico) para representar los signos consonánticos, y tres ˒ālef con diversas vocales (’a ’i ’u). Varias tablillas destinadas a ejercitación proporcionan el orden del alfabeto que prefiguraba el orden hebreo (C. Virolleaud, Palais royal d’Ugarit, 2, 1957).

Este sistema se usó tanto para textos religiosos y literarios (mitológicos), como para los de carácter administrativo, además de algunas cartas. Si bien era más fácil de aprender que el acádico, por el momento existen pocas pruebas de que se usara ampliamente; pero se han encontrado unos cuantos ejemplos de una forma variante en lugares tan distantes como Bet-semes, Tabor, y Taanac en Palestina, y en algunos lugares del S de Siria. Su invención parece haber llegado demasiado tarde como para desalojar la escritura lineal fenicia simplificada, que ya estaba establecida. Para un panorama general, véase C. H. Gordon, Ugaritic Textbook, 1967.

(iii)     Persa antiguo. Hacia fines del ss. VII a.C. en buena medida la escritura alfabética aramea ya había desplazado a la escritura cuneiforme, excepto en unos cuantos centros tradicionales, y en ciertos tipos de documentos sacerdotales para los que, como en Babilonia hasta el 75 d.C., se siguió usando la escritura cuneiforme babilónica.

Bajo los persas aqueménidas, a la par de la escritura aramea se empleó un sistema especial, derivado del cuneiforme bab., para la lengua indoirania (aria). Este sistema cuneiforme simplificado se conoce principalmente por los textos históricos de los reinados de Darío I y Jerjes. Una inscripción del primero, escrito en una roca de Bisutún en persa antiguo, babilónico, y elamita, proporcionó la clave para el desciframiento de los sistemas cuneiformes, cuando la versión en persa antiguo fue descifrada poco después de la publicación en 1845 de la copia hecha por Rawlinson. Este sistema cuneiforme comprende tres signos vocales, 33 signos consonánticos con vocal inherente, además de ocho ideogramas y dos divisores de palabras. Otra variante de escritura cuneiforme se usó para la lengua elamita (SO de Persia) en sus formas más primitivas, y posteriormente en más de 2000 textos económicos de Persépolis ca. 492–460 a.C. (G. G. Cameron, Persepolis Treasury Tablets, 1948; R. T, Hallock, Persepolis Fortification Tablets, 1969).

c. Sistemas lineales

(i)      El uso extenso de los jeroglíficos egp. y de los caracteres cuneiformes bab. en Siropalestina desde el 3º milenio a.C. en adelante (p. ej. * Ebla) estimuló la producción de sistemas más simples para las lenguas locales. En Biblos (* Gebal) floreció durante el 2º milenio a.C. un sistema de unos 100 signos silábicos, pero no se ha logrado entenderlos plenamente todavía. Al mismo tiempo surgieron en Creta los sitemas denominados lineal A y lineal B, con un sistema relacionado en Chipre, de los que se han encontrado ejemplos en Ugarit (ciprominoico). Descubrimientos aislados demuestran la existencia de otros sistemas en este mismo período, especialmente tres tablillas de arcilla procedentes de Tell Deir Alla en el valle del Jordán, y una estela de Baluah en Moab.

(ii)     Alfabética. En los comienzos del 2º milenio a.C. parecería que un escriba que vivía en Siropalestina, quizá en Biblos, se dio cuenta de que su lengua podía representarse con un número mucho menor de signos que cualquiera de los silabarios que se empleaban en ese entonces y que resultaban engorrosos; cada consonante podía representarse con un símbolo. Los símbolos que se adaptaron eran figuras que seguían el modelo egipcio. La escritura jeroglífica incluía figuras que representaban los sonidos iniciales de sus nombres solamente, p. ej. r’, “boca”, para r. El valor del principio alfabético radicaba en la reducción del número de símbolos hasta llegar a uno solo para cada sonido consonántico en la lengua. Las vocales no se representaron separadamente hasta que los griegos adoptaron el alfabeto. Es probable que los símbolos fueran tratados inicialmente como consonantes más la vocal correspondiente (p. ej. ba, du, gi). Con este notable invento la humanidad adquirió un medio sencillo de escribir que finalmente quebró el monopolio de los *escribas y puso la educación al alcance de todos (véase VI, inf.).

Ejemplos de este antecesor de todos los alfabetos se han encontrado en Palestina, y pueden fecharse poco antes del 1500 a.C. Dichos ejemplos exhiben unos cuantos signos únicamente, probablemente nombres de personas, toscamente grabados en arcilla y en metal. La serie completa de signos—alrededor de 30—aparece en el único grupo de textos primitivos que se ha logrado recuperar hasta la fecha, escritos en una forma de este alfabeto, las inscripciones “protosinaíticas”. Se trata de breves oraciones y dedicatorias grabadas superficialmente por cananeos empleados en las minas de turquesa egipcias en Serbit el-Khadim en el SO del Sinaí durante el ss. XVI a.C. Durante los siguientes 500 años los signos fueron simplificados, perdiendo su forma pictórica. Los ejemplos obtenidos en diversos sitios de Canaán evidencian un uso extendido y una creciente estandarización (p. ej. restos cerámicos de Laquis, Hazor, puntas de flechas encontradas cerca de Belén y en el Líbano; véase A. R. Millard, Kadmos 15, 1976, pp. 130–144).

El orden de las letras lo demuestra el alfabeto cuneiforme de Ugarit (s. XIII a.C.), un imitador primitivo, y un óstraca de Izbet Sartah, cerca de Afec (ca. 1100 a.C.; M. Kochari, Tel Aviv 4, 1977, pp. 1–13). Hay acrósticos hebreos que también lo exhiben (Nah. 1.2–14; Sal. 9, 10, 25, 34, 37, 111, 112, 119, 145; Lm. 1–4; Pr. 31.10–31; Ecl. 5.13, 19). Los griegos adoptaron las letras en el mismo orden. La razón de esta disposición es incierta. Se han sugerido ya sea necesidades mnemónicas y las semejanzas en los nombres o la naturaleza de los sonidos expresados (Driver, op. cit., pp. 180–185, 271–273).

(iii)     Fenicio-hebrea primitiva. A partir del 1000 a.C. podemos rastrear la historia de las letras con claridad, si bien existen pocos especímenes escritos entre 1000 y 800 a.C. La dirección de la escritura era invariablemente de derecha a izquierda, como en Egipto. La mayoría de los documentos eran de papiro, y por lo tanto han desaparecido en la tierra húmeda. Los que sobreviven, en piedra, cerámica, y metal, demuestran la gran aceptación que tuvo este sistema para todos los fines. Evidentemente ya estaba muy bien afirmado antes de la finalización del 2º milenio a.C., constituyéndose en útil herramienta para que los israelitas pudieran utilizarla para registrar y enseñar las leyes de Dios y la historia de sus obras a favor de ellos (véase A. R. Millard, EQ 50, 1978, pp. 67ss).

1. Las inscripciones monumentales principales para el estudio de la epigrafía hebrea son: (a) El calendario agrícola de *Gezer, atribuido diversamente a una mano arcaica o poco hábil, y fechada al ss. X a.C. (DOTT, pp. 201–203). (b) La estela de Mesa, rey de Moab (* Moabita, Piedra). Esta inscripción de 34 líneas es importante históricamente, y constituye un ejemplo de la evolución de los caracteres monumentales hebreos en uso en un lugar remoto ca. 850 a.C. Las letras bien cortadas muestran ya una tendencia a volverse cursivas. Esto se ve también en (c) la inscripción de *Siloé (IBA, fig(s). 56), fechada en el reino de Ezequías, ca. 710 a.C., y (d) la inscripción sepulcral del mayordomo real en Siloé, de la misma fecha aproximadamente (* Sebna; IBA, fig(s). 53). Para la forma lapidaria de la escritura, véase *sellos. Para esta época las cartas fn. y arm. ya habían adoptado sus propias formas distintivas.

2. La escritura de tipo cursivo que probablemente usaron originalmente los escritores del AT se ve en las puntas de flechas inscriptas, y en otros escritos más pequeños de ca. 1000 a.C. El conjunto más primitivo de textos está constituido por 75 óstraca de Samaria, algunos asignados al reinado de Jeroboam II (ca. 760 a.C.; Y. Yadin, Studies in the Bible, 1960, pp. 9–17; DOTT, pp. 204–208). Dichos textos evidencian una escritura clara y fluida, hecha por escribas con mucha práctica en el arte de escribir. Las palabras desvocalizadas se dividen mediante pequeños puntos. Unos cuantos restos cerámicos desparramados procedentes de Jerusalén, Bet-semes, Tell el-Hesi, Meguido, y Ezión-geber muestran que esta escritura está muy cerca de la que aparece en la inscripción del túnel de Siloé, y que cambió muy poco en su forma exterior para la época de las cartas de *Laquis fechadas en ca. 590–587 a.C., y la mayoría de los óstraca de *Arad al final de la historia de Judá, que evidencian una etapa más avanzada de la escritura corriente (DOTT, pp. 212–215; ANET, pp. 568–569; A. Lemaire, op. cit.).

(iv)     Aramea. Los arameos adoptaron el alfabeto cananeo cuando se asentaron en Siria, y gradualmente le dieron rasgos distintivos. Los textos más antiguos (ca. 850–800 a.C.) son la parcialmente ilegible estela de Melcart de Bar-hadad (* Benadad; DOTT, pp. 239–241, pero nótese que la segunda línea no puede leerse “hijo de Tabrimón”), y dos pedazos de marfil con el nombre de *Hazael. Poco después del 800 a.C. Zakur, rey de *Hamat, erigió una estela con 46 líneas de inscripción, y alrededor de 750 a.C. se registró un tratado entre el desconocido Bar-gaayah y Matiel de *Arfad en tres estelas. La estela de Bar-rakkab (ANEP, pp. 460), evidencia la existencia de un estilo crecientemente cursivo. A medida que se iba difundiendo el arameo, el alfabeto adquirió rápidamente raíces en Asiria y Babilonia, con el consiguiente deterioro de la escritura cuneiforme. Los documentos en papiro han desaparecido, pero una lista de nombres en un trozo de cerámica de Nimrud (* Cala) en Asiria, perteneciente a la primera parte del ss. VII a.C. (J. B. Segal, Iraq 19, 1957, pp. 139–145), notas grabadas en tablillas de arcilla, y una larga carta escrita sobre un trozo cerámico y enviado de Erec a Asur alrededor del 650 a.C., atestiguan su uso. Los documentos en papiro encontrados en Egipto muestran la evolución del sistema desde ca. 600 a.C. (carta de Filistea a Egipto) hasta el final del período persa, principalmente en los documentos del ss. V procedentes de Elefantina (DOTT, pp. 256–269) y otros lugares (G. R. Driver, Aramaic Documents of the Fifth Century °bc, 1954).

(v)     Escritura judaica primitiva. El descubrimiento de ms(s). del uadi Qumrán (* Mar Muerto, Rollos del), en cuevas de Judá (especialmente los textos fechados de Murabbaat), y los osarios inscriptos de la zona de Jerusalén han producido una abundancia de material para el estudio de los caracteres formales y cursivos paleohebreos y judaicos primitivos del ss. III a.C. al siglo II d.C. La caída del imperio persa y el desplazamiento del arameo común de la corte imperial condujeron a la formación de muchas variedades locales.

1. La escritura arcaica o protojudaica de Judá, ca. 250–150 a.C., tal como aparece en los ms(s). de Qumrán, es de caligrafía formal derivada del arameo persa que, hacia fines del ss. III, es una cruza entre los tipos formal y cursivo, parecida a los tipos arameos comunes de Palmira y Nabatea, que también surgieron en esa época. Si bien estos sistemas nacionales no pueden fecharse aun en forma más precisa, pueden distinguirse a veces los tipos formales, semiformales, y verdaderamente cursivos. Es el tipo de escritura que también puede verse en monedas de la época.

2. El período asmoneo (ca. 150–30 a.C.) vio la formación de un tipo de escritura formal, más cuadrado y más angular, que aparece en sus primeras etapas en el papiro de Nash, que ahora se fecha en ca. 150 a.C.

3. El período herodiano (30 a.C.-70 d.C.) fue una época de veloz evolución, y en consecuencia los textos pueden fecharse en forma pecisa.

4. El período posherodiano (después del 70 d.C.) se conoce muy bien en la actualidad sobre la base de documentos comerciales y legales fechados. La letra cursiva no es de tipo literario sino sumamente complicada. La evolución de todos estos tipos judaicos se ilustra y analiza detalladamente por F. M. Cross (The Bible and the Ancient Near East, eds. G. E. wright, 1961, pp. 133–202). El estudio de los escritos heb. antiguos, de los hábitos de los escribas, y de las formas de las letras, es de valor especial en la consideración de la forma en que pueden haberse deslizado o no errores en el texto del AT.

(vi)     Griega. El alfabeto gr. se atribuyó por tradición a un comerciante fenicio Cadmo (Herodoto, Hist. 5.58–59) y, comparando entre los alfabetos gr. primitivos de Atenas, Creta, Tera, Corinto, y Naxos, y textos fenicios fechados (véase sup.), resulta ser una teoría justificada. Parecería probable, por la forma de las letras, que los griegos, ya para mediados del ss. IX a.C., habían adaptado el sistema a las necesidades de su lengua indoeuropea. Usaron los símbolos fenicios para sonidos que ellos no poseían (’ h ḥ ˓ u [w] y), para los sonidos vocálicos que necesitaban (a e ē o y i, respectivamente), y de este modo crearon el primer alfabeto verdadero, en el que las consonantes y las vocales se representaban con signos distintos.

La abundancia de las pruebas monumentales y manuscritas hacen que el estudio de la epigrafía y la paleografía griegas constituyan una ciencia importante y exacta para el trasfondo de los textos bíblicos griegos. Desde el O de Grecia el alfabeto llegó a los etruscos, y de este modo a través de la escritura romana ingresó en Europa.

(vii)     Otros tipos de escritura. A la vez que la escritura fenicia se fue adaptado para uso en la lengua griega, luego en la romana, y subsiguientemente en las europeas, la escritura cananea primitiva se adaptó para representar los dialectos semíticos meridionales. Se han encontrado ejemplos en el S de la Palestina y de Babilonia pertenecientes a ca. 600 a.C., y en sitios en el S de Arabia pertenecientes a una fecha levemente posterior.

VI. Alfabetización y métodos literarios

Es difícil determinar el grado de alfabetización, que de todos modos variaba de conformidad con la época y el lugar. Gedeón pudo contar con un joven de Sucot, quien confeccionó una lista de los ancianos de la ciudad (Jue. 8.14; heb. “escribir”; °sba “injustificadamente señalar”; av, rv, también injustificadamente, “describir”). Esta capacidad de escribir entre los jóvenes (Is. 10.19) aumentó con el advenimiento del alfabeto y la iniciación de *escuelas para escribas, adscriptas a los templos y otros lugares sagrados. Cada jefe de familia israelita tenía que escribir las palabras de la ley (Dt. 6.9; 11.20). El arte de escribir, si bien no tan comprobado en occidente como en Babilonia, estaba ampliamente extendido en Siria y Palestina ya para el 2º milenio, en que por lo menos se usaban cinco tipos de escritura, a saber, los jeroglíficos egipcios, el silabario de Biblos, la escritura cuneiforme acádica, el alfabeto cananeo, y el cuneiforme alfabético ugarítico (véase sup.).

Los encargados de escribir eran generalmente los *escribas preparados para ello, que podían provenir de cualquier clase de la población (por oposición a E. Nielsen, Oral Tradition, 1954, pp. 25, 28), si bien la mayor parte de los funcionarios jerárquicos en la administración sabían leer y escribir. La gran cantidad de tablillas cuneiformes, óstraca, y papiros encontrados hasta el momento demuestra el lugar prominente de la palabra escrita en todo el antiguo Cercano Oriente. Resulta difícil estimar el porcentaje debido a lo incompleto de los registros, pero los seis escribas para una población de unos 2000 en Alalak, Siria, ca. 1800–1500 a.C. probablemente indiquen el grado de alfabetización en ciudades importantes (D. J. Wiseman, The Alalakh Tablets, pp. 13). Estudios recientes muestran que los escribas pueden haber aprendido el acádico en centros “universitarios” principales tales como Alepo en Siria, o en Babilonia misma.

Los documentos se guardaban en canastas, cajas, o vasijas (Jer. 32.14), y se almacenaban en el templo local (1 S. 10.25; Ex. 16.34; cf. 2 R. 22.8) o depósitos especiales que hacían de archivos (Esd. 6.1). Los escribas tenían obras de consulta específicas (como, p. ej., en Nippur, ca. 1950 a.C.). Tiglat-pileser I (ca. 1100 a.C.) en Asur, y Asurbanipal (ca. 650 a.C.) en Nínive, coleccionaban copias de textos o los hacían escribir para sus bibliotecas. Al copiar textos con frecuencia el escriba citaba la fuente, indicando la condición del documento del que copiaba, y mencionando si el texto había sido cotejado con el documento original, o simplemente anotado sobre la base de la tradición oral, lo cual se consideraba menos confiable (J. Læssøe, “Literacy and Oral Tradition in Ancient Mesopotamia”, Studia Orientalia Ioanni Pedersen, 1953, pp. 205–218). Se consideraba que la tradición oral existía a la par de la palabra escrita, pero sin ocupar el lugar de autoridad primaria. El colofón (tanto ac. como egp.) también indicaba el título o la frase inicial que designaba la obra; pero la paternidad literaria era con frecuencia, aunque no siempre, anónima. Es probable que los escritores heb. usaran métodos parecidos.

Bibliografía. S. N. Kramer, La historia empieza en Sumer, 1974, pp. 313ss; S. Moscati, Las antiguas civilizaciones semíticas, 1960; J. S. Croatto, Origen y evolución del alfabeto, 1968; M. Noth, El mundo del Antiguo Testamento, 1976, pp. 213–234; L. del Olmo, Mitos y leyendas de Canaán, 1981, pp. 82–87. Véanse las referencias citadas en el texto; tamb., para una descripción completa, G. R. Driver, Semític Writing³, 1976; I. J. Gelb, A Study of Writing², 1963; D. Diringer, The Alphabet, 1948; J. Cerny, Paper and Books in Anceint Egypt, 1952. Respecto a libros en la antigüedad, véase Cambridge History of the Bible, 1, 1970, pp. 30–66; J. C. L. Gibson, Syrian Semitic Inscriptions, 1, Hebrew, 1971; 2, Aramaic, 1975.

D.J.W., K.A.K., A.R.M.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico

Sagrada Escritura es uno de los varios nombres que designan los escritos inspirados que componen el Antiguo y el Nuevo Testamento.

Contenido

  • 1 Uso de la Palabra
  • 2 Naturaleza de la Escritura
  • 3 Colección de Libros Sagrados
  • 4 División de la Escritura
  • 5 Escritura
  • 6 Actitud de la Iglesia Hacia la Lectura de la Biblia en el Vernáculo
  • 7 Otros Asuntos Bíblicos

Uso de la Palabra

La correspondiente palabra en latín scriptura aparece en algunos pasajes de la Vulgata en el sentido general de “escritura”; por ejemplo, Éxodo 32,16: “la escritura, grabada sobre las mismas, era escritura de Dios”; además, 2 Crón. 36,22: “(Ciro) que mandó publicar de palabra y por escrito en todo su reino.”. En otros pasajes de la Vulgata la palabra denota un documento privado (Tobías 8,24) o público (Esdras 2,62; Nehemías 7,64), un catálogo o índice (Sal. 87(86),6), o finalmente porciones de la Escritura, tal como el cántico de Ezequías (Isaías 38,5), y los dichos de los sabios (Sirácides 44,5). El escritor de 2 Crónicas 30,5.18 se refiere a las prescripciones de la Ley con la fórmula “como está escrito”, que los traductores de Los Setenta traducen como kata ten graphen; para ten graphen, “según la Escritura”. La misma expresión se halla en Esdras 3,4 y Neh. 8,15; aquí tenemos el comienzo de la última forma de apelación a la autoridad de los libros inspirados “gegraptai” (Mt. 4,4.6.10; 21,13; etc.), o “kathos gegraptai” (Rom 1,11; 2,24, etc.), “está escrito”, “como está escrito”.

Como el verbo graphein se usaba para denotar pasajes de los escritos sagrados, así el nombre correspondiente he graphe gradualmente vino a significar lo que es principalmente el escrito, o el escrito inspirado. Ese uso de la palabra se puede ver en Juan 7,38 y 10,35; Hch. 8,32; Rom. 4,3 y 9,17; Gál. 3,8 y 4,30; 2 Tim. 3,16; Stgo. 2,8; 1 Pedro 2,6; 2 Ped. 1,20; la forma plural del nombre, ai graphai, se usa en el mismo sentido en Mt. 21,42; 22,29; 26,54; Mc. 12,24; 14,49; Lc. 24,27.45; Juan 5,39; Hch. 17,2.17 y 18,24-28; 1 Cor. 15,3-4. En un sentido similar se emplean las expresiones graphai hagiai (Rom. 1,2), ai graphai ton propheton (Mt. 26,56), graphai prophetikai (Rom. 16,26). La palabra tiene un sentido algo modificado en la pregunta de Cristo, “¿no habéis leído esta Escritura? (Mc. 12,10). En el lenguaje de Cristo y los Apóstoles la expresión “escritura” o “escrituras” denota los libros sagrados de los judíos. El Nuevo Testamento usa las expresiones en este sentido cerca de cincuenta veces; pero ocurren más frecuentemente en el Cuarto Evangelio y en las Epístolas que en los Evangelios Sinópticos. A veces el contenido de la Escritura se indica más exactamente como que incluye la Ley y los Profetas (Rom. 3,21; Hch. 28,23), o la Legislación de Moisés, los Profetas y los Salmos (Lc. 24,44). El apóstol San Pedro extiende la designación Escritura también a “tas loipas graphas” (2 Pedro 3,16), denotando las Epístolas Paulinas; San Pablo (1 Tim. 5,18) parece referirse con la misma expresión tanto a Deut. 25,4 y Lc. 10,7.

Se ha disputado si la palabra graphe en el singular se ha usado en el Antiguo Testamento como un todo. Lightfoot ( Gál. 3,22) expresa la opinión que el singular graphe” en el Nuevo Testamento siempre significa un pasaje particular de la Escritura. Pero en Rom. 4,3, él modifica su opinión y apela a la declaración sobre el caso del Dr. Vaughan. Él cree que el uso de San Juan puede admitir alguna duda, aunque esa no es su opinión personal; pero la práctica de San Pablo es absoluta y uniforme. Mr. Hort dice (1 Pedro 2,6) que en San Juan y San Pablo he graphe puede ser entendido como aproximado al sentido colectivo (cf. Westcott, “Hebr.”, págs. 474 ss.; Deissmann, “Bibelstudien”, págs. 108 ss., Eng. tr., págs. 112 ss., Warfield, “Pres. and Reform. Review”, X, julio de 1899, págs. 472 ss.). Aquí surge la pregunta de si la expresión de San Pedro (2 Ped. 3,16) “tas loipas graphas” se refiere a la colección de las Epístolas Paulinas. Spitta sostiene que el término “graphai” se usa en un sentido general no técnico, y que denota sólo los escritos de los asociados de San Pablo (Spitta, “Der zweite Brief des Petrus und der Brief des Judas”, 1885, p. 294). Zahn refiere el término a escritos de carácter religioso que podrían reclamar respeto en círculos cristianos ya sea debido a sus autores o a su uso en el culto público. (Einleitung, págs. 98 ss., 108). Pero Mr. F.H. Chase se adhiere al principio de que la frase “ai graphai” usada absolutamente señala a una colección de escritos definida y reconocida, es decir, Escrituras. Las palabras acompañantes, kai, tas loipas, y el verbo streblousin en el contexto confirma la convicción de Mr. Chase (cf. Dicc. de la Biblia, III, p. 810b).

Naturaleza de la Escritura

Según los Judíos:

Si los términos graphe, graphai, y sus expresiones sinónimas to biblion ( Neh. 8,8), ta biblia (Daniel 9,2), kephalis bibliou (Sal. 40(39),8), he iera biblos (2 Mac. 8,23), ta biblia ta hagia (1 Mac. 12,9), ta iera grammata (2 Tim. 3,15) se refieren a escritos particulares o a una colección de libros, al menos muestran la existencia de un número de documentos escritos cuya autoridad era generalmente aceptada como suprema. Se puede inferir la naturaleza de esta autoridad por un número de otros pasajes. Según Deut. 31,9-13, Moisés escribió el Libro de la Ley (del Señor), y se lo entregó a los sacerdotes para que lo guardaran y se lo leyeran al pueblo; vea también Ex. 17,14; Deut. 17,18-19; 27,1; 28,1; 58-61; 29,20; 30,10; 31,26; 1 Samuel 10,25; 1 Reyes 2,3; 2 Rey. 22,8. Es claro por 2 Rey. 23,1-3 que hacia fines del reinado judío el Libro de la Ley del Señor era tenido en el más alto honor porque contenía los preceptos del Señor mismo.

De Nehemías 8,1-9.13.14.18 se puede inferir que éste era también el caso después del Cautiverio; el libro mencionado ahí contenía los mandatos respecto a la Fiesta de las Tiendas de Lev. 23,34 ss; Deut. 16,13 ss., y es por lo tanto idéntico con los Libros Sagrados pre exílicos. Según 1 Mac. 1,57-59, Antíoco ordenó que se quemaran los Libros de la Ley del Señor y se condenaba a muerte al poseedor. Por 2 Mac. 2,13 sabemos que en el tiempo de Nehemías existía una colección de libros que contenían escritos históricos, proféticos y salmódicos; puesto que se representa la colección como uniforme, y puesto que las partes se consideraban ciertamente como de autoridad divina, podemos inferir que esta característica se le adscribía a todos, por lo menos en cierto grado. Llegando al tiempo de Cristo encontramos que Flavio Josefo le atribuye autoridad divina a los veintidós libros protocanónicos del Antiguo Testamento, sosteniendo que habían sido escritos bajo inspiración divina y que contenían las enseñanzas de Dios (Contra Appion., I, VI-VIII). El helenista Filo Judeo también estaba familiarizado con las tres partes de los libros sagrados judíos, a los cuales le atribuye una autoridad irrefragable, porque contienen los oráculos de Dios expresados a través del escritor sagrado como instrumento (“De vit. Mosis”, págs. 469, 658 ss.; “De monarchia”, p. 564).

Según la vida cristiana:

La enseñanza cristiana sostiene completamente este concepto de escritura. Jesucristo mismo apeló a la autoridad de la Escritura, “investigad las Escrituras” ( Jn. 5,39); Él afirma que “una i o una tilde no pasarán de la ley, hasta que todo se cumpla” ( Mt. 5,18); Él considera como principio que “la Escritura no puede fallar” (Jn. 10,35); presenta la palabra de la Escritura como la palabra del Padre eterno (Jn. 5,33-41), como la palabra del escritor inspirado por el Espíritu Santo (Mt. 22,43), como la palabra de Dios (Mt. 19,4-5; 22,31); declara que “es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí” ( Lc. 24,44). Los Apóstoles sabían que “ninguna profecía ha venido por voluntad humana, sino que hombres movidos por el Espíritu Santo, han hablado de parte de Dios” (2 Ped. 1,21); consideraban “toda Escritura inspirada por Dios” como “provechosa para enseñar, reprobar, corregir e instruir en la justicia” (2 Tim. 3,16). Consideraban las palabras de la Escritura como palabras de Dios hablando en el escritor inspirado o por boca del escritor inspirado (Hebreos 4,7; Hch. 1,15-16; 4,25). Finalmente, apelaban a la Escritura como a una autoridad irresistible (Rom., passim), suponían que las partes de la Escritura tienen un sentido típico que sólo Dios puede usar (Jn. 19,36; Heb. 1,5; 7,3 ss), y derivaban la mayoría de las conclusiones importantes incluso de unas pocas palabras o ciertas formas gramaticales de la Escritura ( Gál. 3,16; Heb. 12,26-27).

No es sorprendente entonces que los Padres de la Iglesia hablen de las Escrituras en el mismo tenor. San Clemente de Roma (1 Cor. 45) le dice a sus lectores que busquen en las Escrituras las verdaderas expresiones del Espíritu Santo. San Ireneo (Contra Herejías II.38.2) considera las Escrituras como proclamadas por el Verbo de Dios y su Espíritu. Orígenes testifica que tanto judíos como cristianos aceptan que la Biblia fue escrita bajo la influencia del Espíritu Santo (Contra Celso, V.10); además, considera como probado por la Encarnación que la Ley y los Profetas fueron escritos por un carisma celestial, y que los escritos considerados como palabras de Dios no son obra del hombre (De princ., IV, VI). Clemente de Alejandría recibe la voz de Dios quien ha dado las Escrituras como una prueba confiable (Stromata I.2).

Según documentos eclesiásticos:

Sin multiplicar el testimonio patrístico para la autoridad divina de la Escritura, podemos añadir la doctrina oficial de la Iglesia sobre la naturaleza de las Sagradas Escrituras. El Quinto Concilio Ecuménico condenó a Teodoro de Mopsuestia por su oposición a la autoridad divina de los libros de Salomón, el Libro de Job, y el Cantar de los Cantares. Desde el siglo IV la enseñanza de la Iglesia respecto a la naturaleza de la Biblia es prácticamente resumida en la fórmula dogmática de que Dios es el autor de la Sagrada Escritura. Según el primer capítulo del Concilio de Cartago (398 d.C.), antes de su consagración los obispos deben expresar su creencia en esta fórmula, y esta profesión de fe se les exige incluso en la actualidad. En el siglo XIII el Papa Inocencio III le impuso esta fórmula a los valdenses; Clemente IV le exigió esta aceptación a Miguel Paleólogo y el emperador realmente la aceptó en su carta al Segundo Concilio de Lyons (1272). La misma fórmula fue repetida en el siglo XV por el Papa Eugenio IV en su Decreto para los jacobitas, en el siglo XVI por el Concilio de Trento (Ses. IV, decr. De can. Script.), y en el siglo XIX por el Concilio Vaticano I. Lo que se implica con esta autoría divina de la Sagrada Escritura, y cómo se explica, se ha establecido en el artículo Inspiración de la Biblia.

Colección de Libros Sagrados

Lo que se ha dicho implica que Escritura no se refiere a un solo libro, sino que comprende un número de libros escritos en diferentes tiempos y por diferentes escritores obrando bajo la inspiración del Espíritu Santo. De ahí la pregunta ¿cómo pudo haber sido hecha esa colección y cómo fue construida de hecho?

Cuestión de Derecho:

La principal dificultad en cuanto a la primera pregunta (quoestio juris) surge del hecho de que un libro debe ser divinamente inspirado para que pueda reclamar la dignidad de ser considerado como Escritura. Se han sugerido varios métodos para afirmar el hecho de la inspiración. Se ha pretendido que el llamado criterio interno es suficiente para llevarnos al conocimiento de este hecho. Pero en una investigación minuciosa prueba ser inadecuado.

  • Los milagros y profecías requieren una intervención divina para poder suceder, no para que puedan ser registrados; de ahí que una obra respecto a milagros o profecías necesariamente no es inspirada.
  • El llamado criterio ético-estético es inadecuado. Falla en establecer que ciertas partes de la Escritura son escritos inspirados, por ejemplo, las tablas genealógicas y los relatos resumidos de los reyes de Judá, mientras que favorece la inspiración de ciertas obras post apostólicas, por ejemplo la “Imitación de Cristo” y las epístolas de San Ignacio de Antioquía mártir.
  • Lo mismo puede decirse del criterio psicológico, o el efecto que la lectura atenta produce en el corazón del lector. Tales emociones son subjetivas, y varían en diferentes lectores. La Epístola de Santiago le pareció ficticia a Martín Lutero y divina a Juan Calvino.
  • Estos criterios interiores son inadecuados incluso si fuesen tomados colectivamente. Las llaves equivocadas no podrán abrir una cerradura ya se usen solas o en conjunto.

Otros estudiantes de este asunto han intentado establecer la autoría apostólica como un criterio de inspiración. Pero esta respuesta no nos da un criterio para la inspiración de los libros del Antiguo Testamento, ni toca la inspiración de los Evangelios de San Marcos y San Lucas, ninguno de los cuales fue un apóstol. Además, los Apóstoles estaban dotados con el don de la infalibilidad en su enseñanza, y en sus escritos en la medida en que formaban parte de su enseñanza; pero infalibilidad en la escritura no implica inspiración. Ciertos escritos del Papa pueden ser infalibles, pero no son inspirados; Dios no es su autor. Ni el criterio de inspiración puede ser colocado en el testimonio de la historia, pues la inspiración es un hecho sobrenatural, conocido sólo por Dios y probablemente por el escritor inspirado. Por lo tanto el testimonio humano respecto a la inspiración está basado, a lo mejor, en el testimonio de una persona que es, naturalmente hablando, una parte interesada en el asunto respecto al cual testifica. La historia de los falsos profetas de tiempos antiguos así como los de nuestros días nos enseña la futilidad de tal testimonio. Es cierto que los milagros y las profecías a veces pueden confirmar tal testimonio humano sobre la inspiración de una obra. Pero, en primer lugar, no todos los escritores inspirados han sido profetas u obradores de milagros; en segundo lugar, para que los milagros y profecías puedan servir como prueba de inspiración, debe estar claro que los milagros se realizaron y las profecías se profirieron, para establecer el hecho en cuestión; en tercer lugar, si esta condición se verifica, el testimonio para la inspiración ya no es meramente humano, sino que se ha vuelto divino. Nadie dudará de la suficiencia del testimonio divino para establecer el hecho de la inspiración; por otro lado, nadie puede negar la necesidad de tal testimonio para poder distinguir con certeza entre un libro inspirado y uno no inspirado.

Cuestión de Hecho:

Es un problema bastante difícil establecer con certeza cómo y cuándo la comunidad religiosa recibió como sagrados los libros del Antiguo y Nuevo Testamento. Deuteronomio 31,9.24 ss., nos informa que Moisés le entregó el Libro de la Ley a los levitas y a los ancianos de Israel para ser depositados “al lado del Arca de la Alianza”; según Deut. 17,18, el rey debía tener consigo una copia de por lo menos parte del libro para que “la leyera todos los días de su vida”. Josué (24,26) añadió su parte al Libro de la Ley de Israel, y éste debe ser considerado como el segundo paso en la recopilación de los escritos del. Según Isaías 34,16 y Jeremías 36,4, los Profetas Isaías y Jeremías coleccionaron sus respectivos pronunciamientos proféticos. Las palabras de 2 Crón. 29,30 nos lleva a suponer que en los días del rey Ezequías existió o se originó una colección de los Salmos de David y de Asaf. De Proverbios 25,1 se puede inferir que al mismo tiempo se hizo una colección de los escritos de Salomón, que pudieron haber sido añadidos a la colección de Salmos. En el siglo II a.C. los profetas menores ya habían sido juntados en una obra (Ecclus., XLIX, 12) la cual se cita en Hch. 7,42 como “los libros de los profetas”. Las expresiones en Daniel 9,2 y en 1 Mac. 12,9 sugieren que incluso estas pequeñas colecciones habían sido recopiladas en un cuerpo mayor de libros sagrados. Tal colección mayor está ciertamente implícita en las palabras de 2 Mac. 2,13 y en el prólogo del Eclesiástico. Puesto que estos dos pasajes mencionan las divisiones principales del Canon del Antiguo Testamento, éste debió haber sido completado, por lo menos respecto a los primeros libros, durante el curso del siglo II a.C.

Se admite generalmente que los judíos del tiempo de Jesucristo reconocían como canónicos o incluidos en su colección de escritos sagrados todos los llamados libros protocanónicos del Antiguo Testamento. Cristo y los Apóstoles respaldaron esta fe de los judíos, de modo que tenemos autoridad divina para su carácter bíblico. Puesto que hay sólidas razones para afirmar que algunos de los escritores del Nuevo Testamento usaron la Versión de los Setenta, la cual contenía los libros deuterocanónicos del Antiguo Testamento, estos últimos también son atestiguados como parte de las Sagradas Escrituras. Además, 2 Pedro 2,15-16 clasifica todas las Epístolas de San Pablo con las “otras escrituras” y 1 Tim. 5,18 parece citar a Lucas 10,7, y ponerlo a nivel de Deuteronomio 25,4. Pero estos argumentos para la cualidad de canónicos de los libros deuterocanónicos del Antiguo Testamento, de las Epístolas Paulinas y del Evangelio según San Lucas no excluyen toda duda razonable. Sólo la Iglesia, la portadora infalible de la tradición, puede proveer certeza invencible en cuanto al número de libros divinamente inspirados del Antiguo y del Nuevo Testamento. Vea Canon del Nuevo Testamento.

División de la Escritura

Antiguo y Nuevo Testamentos:

Puesto que las dos dispensaciones de la gracia separadas entre sí por la venida de Jesús son llamadas el Antiguo y Nuevo Testamento ( Mt. 26,28; 2 Cor. 3,14), así desde tiempos antiguos los libros inspirados pertenecientes a la economía de la gracia fueron llamados libros del Antiguo o del Nuevo Testamento, o simplemente el Antiguo o el Nuevo Testamento. Este nombre de las dos grandes divisiones de los escritos inspirados prácticamente ha sido común entre los cristianos latinos desde el tiempo de Tertuliano, aunque Tertuliano mismo a menudo emplea el nombre “Instrumentum” o documento legalmente auténtico; Casiodoro usa el título “Pandectas Sagradas” o sagrado digesto de la ley.

Protocanónicos y Deuterocanónicos:

Al principio la palabra “canon” designaba la regla material o instrumento usado en varios oficios; en sentido metafórico significaba la forma o perfección que debía ser lograda en las varias artes u oficios. En este sentido metafórico algunos de los primeros Padres propusieron el canon de la verdad, el canon de la tradición, el canon de la fe, el canon de la Iglesia contra los dogmas erróneos de los primeros herejes (San Clemente, 1 Cor. 7; Clemente de Alejandría, Stromata I.16; Orígenes, De Principiis IV.9; etc.) San Ireneo empleó otra metáfora, y llamó al Cuarto Evangelio el canon de la verdad (Contra Herejías, III.11); San Isidoro de Pelusio aplica el nombre a todos los escritos inspirados (Epist., IV, 14). En la época de San Agustín (Contra Crescent., II, XXXIX) y San Jerónimo (Prolog. Gal.), la palabra “canon” comenzó a denotar la colección de las Sagradas Escrituras; entre escritores posteriores se usó prácticamente en el sentido de catálogo de libros inspirados.

En el siglo XVI Sixto Senensis, O.P., distinguió entre libros protocanónicos y deuterocanónicos. Esta distinción no indica una diferencia de autoridad, sino sólo una diferencia de tiempo en el cual la Iglesia reconocía los Libros como divinamente inspirados. Por lo tanto, los deuterocanónicos son aquellos libros cuya inspiración fue puesta en duda por algunas iglesias más o menos seriamente por un tiempo, pero que fueron aceptados por toda la Iglesia como realmente inspirados, luego de que el asunto fue minuciosamente investigado. En cuanto al Antiguo Testamento, los Libros de Tobías, Judit, Sabiduría, Eclesiástico, Baruc, 1 y 2 Macabeos, y también Ester 10,4 – 16,24, Daniel 3,24-90, 13,1 – 14,42, son en este sentido deuterocanónicos; lo mismo se puede decir de los siguientes libros y porciones del Nuevo Testamento: Hebreos, Santiago, 2 de Pedro, 3 de Juan, Judas, Apocalipsis, Mc. 13,9-20, Lc. 22,43-44, Juan 7,53 – 8,11. Los escritores protestantes a menudo llaman a los libros deuterocanónicos del Nuevo Testamento los apócrifos.

División Tripartita de los Testamentos:

El prólogo del Eclesiástico muestra que los libros del Antiguo Testamento eran divididos en tres partes: la Ley, los Profetas y los Escritos (la hagiógrafa). Esa misma división se menciona en Lc. 24,44 y ha sido mantenida por los judíos posteriores. La Ley o Torá consta sólo del Pentateuco. La segunda parte contiene dos secciones: los primeros profetas (Josué, Jueces, Samuel y Reyes), y los profetas posteriores (Isaías, Jeremías, Ezequiel, y los profetas menores, llamados los Doce, y contados como un solo libro). La tercera división comprende tres clases de libros; primero, los libros poéticos (Salmos, Proverbios, Job); segundo, los cinco Megilloth o Rollos (Cantar de los Cantares, Rut, Lamentaciones, Eclesiastés, Ester); tercero, los tres libros restantes (Libro de Daniel, Esdras, Paralipómenos. Por lo tanto, al añadir los cinco libros de la primera división a los ocho de la segunda, más los once de la tercera, el Canon completo de las Escrituras judías consta de veinticuatro libros. Otro arreglo conecta a Rut con el Libro de los Jueces, y Lamentaciones con Jeremías, y así reduce el número de libros en el canon a veintidós.

La división de los libros del Nuevo Testamento en Evangelios y el Apóstol (Evangelium et Apostolus, Evangelia et Apostoli, Evangelica et Apostolica) comenzó en los escritos de los Padres Apostólicos (San Ignacio, “Ad Philad.”, V; “Epist. ad Diogn., XI) y fue comúnmente adoptada a fines del siglo II (San Ireneo, Contra Herejías, I.3; Tertuliano, “De praescr.”, XXXIV; Clemente de Alejandría, Stromata VII.3, etc.); pero los Padres posteriores no se adhirieron a ella. Se ha hallado conveniente dividir tanto el Antiguo Testamento como el Nuevo en cuatro, o aún mejor en tres partes. Las cuatro partes distinguen entre libros legales, históricos, didácticos o doctrinales, mientras que la división tripartita añade los libros legales (el Pentateuco y los Evangelios) a los históricos, y retiene las dos otras clases, es decir, la didáctica y los libros proféticos.

Organización de los Libros:

El catálogo del Concilio de Trento organiza los libros inspirados parte en orden topológico y en parte en orden cronológico. En el Antiguo Testamento, tenemos primero todos los libros históricos, excepto los dos libros de los Macabeos, que se supone fueron escritos último que todos. Estos libros históricos fueron organizados de acuerdo al orden de tiempo sobre el que tratan; los libros de Tobías, Judit y Ester, sin embargo, ocupan el último lugar porque se refieren a historias personales. El cuerpo de obras didácticas ocupa el segundo lugar en el Canon, siendo arreglada en el orden del tiempo en que se supone que vivieron los escritores. El tercer lugar se le asigna a los profetas, primero los cuatro mayores y luego los doce menores, según su respectivo orden cronológico.

El Concilio sigue un método similar en la organización de los libros del Nuevo Testamento. El primer lugar se le da a los libros históricos, es decir, los Evangelios y los Hechos; los Evangelios siguen el orden de su composición estimada. Los libros didácticos ocupan el segundo lugar, las Epístolas Paulinas siguiendo a las Católicas. Las primeras son enumeradas según el orden de dignidad de la alocución y según la importancia del asunto tratado. De ahí resulta la serie: Romanos; 1 y 2 Corintios; Gálatas; Efesios; Filipenses; Colosenses; 1 y 2 Tesalonicenses, 1 y 2 Timoteo; Tito; Filemón; la Epístola a los Hebreos ocupa el último lugar debido a su recepción tardía en el canon. En su disposición de las Epístolas Católicas el Concilio sigue el llamado orden occidental: 1 y 2 Pedro; 1, 2 y 3 de Juan; Santiago; Judas; nuestra edición de la Vulgata sigue el orden oriental (Santiago; 1, 2 y 3 de Juan; Judas) el cual parece basarse en Gálatas 2,9. En el Nuevo Testamento, el Apocalipsis ocupa el lugar correspondiente al de los Profetas en el Antiguo Testamento.

División Litúrgica:

Las necesidades de la liturgia ocasionaron una división de los libros inspirados en partes más pequeñas. En tiempos de los Apóstoles era una costumbre aceptada en el servicio sabatino de la sinagoga leer una porción del Pentateuco (Hch. 15,21) y una parte de los Profetas (Lc. 4,16; Hch. 13,15.27). Así el Pentateuco fue dividido en cincuenta y cuatro parashas según el número de sábados en el año lunar intercalar. A cada parasha corresponde una división de los escritos proféticos, llamada haphtara. El Talmud habla de más divisiones pequeñas, pesukim, que casi se asemejan a nuestros versículos. La Iglesia transfirió al domingo cristiano la costumbre judía de leer parte de las Escrituras en las reuniones de los fieles, pero pronto le añadió, o sustituyó, las lecturas judías por partes del Nuevo Testamento (San Justino, “I Apol.”, LXVII; Tert., “De praescr.”, XXXVI, etc.). Puesto que las iglesias particulares diferían en la selección de las lecturas dominicales, esta costumbre no ocasionó ninguna división generalmente aceptada en los libros del Nuevo Testamento. Además, desde fines del siglo V, estas lecturas dominicales ya no se tomaron en orden, sino que se escogía las secciones según se adaptaban a las temporadas y fiestas eclesiásticas.

Divisiones para facilitar la referencia:

Para la conveniencia de los lectores y estudiantes el texto tuvo que ser dividido más uniformemente de lo que hemos visto hasta ahora. Tales divisiones se remontan al tiempo de Taciano en el siglo II. En el siglo III Amonio dividió el texto del Evangelio en 1162 “kephalaia” para facilitar una armonía en los Evangelios. Eusebio, Eutalio y otros llevaron a cabo este trabajo de división en los siglos siguientes, de modo que en el siglo V o VI los Evangelios quedaron divididos en 318 partes (tituli), las Epístolas en 254 (capitula), y el Apocalipsis en 96 (24 sermones, 72 capitula). Casiodoro relata que el texto del Antiguo Testamento estaba dividido en varias partes (De inst. div. Lit., I, II). Pero todas estas variadas divisiones eran demasiado imperfectas y demasiado desiguales para el uso práctico, especialmente cuando en el siglo XIII se comenzó a construir concordancias (vea Concordancias de la Biblia). Alrededor de este tiempo, el cardenal Stephen Langton, arzobispo de Canterbury (m. 1228), dividió uniformemente todos los libros de la Escritura, una división que halló su camino casi inmediatamente en los códices de la versión de la Vulgata e incluso en los códices de textos originales, y pasó a todas las ediciones impresas luego de la invención de la imprenta. Como los capítulos eran demasiado largos para una pronta referencia, el cardenal Hugo de San Cher los dividió en secciones más pequeñas, las cuales indicó con las letras mayúsculas A, B, etc. Robert Stephens, probablemente imitando a R. Nathan (1437), dividió los capítulos en versículos, y publicó su división completa en capítulos y versículos primero en el texto de la Vulgata (1548) y luego también en el original griego del Nuevo Testamento (1551).

Escritura

Puesto que la Escritura es la palabra de Dios escrita, sus contenidos son verdades divinamente garantizadas, reveladas ya sea en el sentido amplio de la palabra o en el estricto. Además, puesto que la inspiración de un escrito no se puede conocer sin el testimonio divino, Dios debe haber revelado cuáles son los libros que constituyen la Sagrada Escritura. Además, los teólogos enseñan que la Revelación cristiana estaba completa con los Apóstoles, y que su depósito fue confiado a los Apóstoles para guardarlo y promulgarlo. Por lo tanto, el depósito apostólico de la revelación no contenía meramente la Sagrada Escritura en lo abstracto, sino también el conocimiento sobre sus libros constituyentes. La Escritura, entonces, es un depósito apostólico confiado a la Iglesia, y a la Iglesia pertenece su legítima administración. Esta posición de la Sagrada Escritura en la Iglesia implica las siguientes consecuencias:

(1) Los Apóstoles promulgaron tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento como un documento recibido de Dios. Es anteriormente probable que Dios no lanzaría su Palabra escrita sobre los hombres como una mera fruta arrastrada por el viento, proveniente de una autoridad desconocida, sino que confiaría su publicación al cuidado de aquellos que Él estaba enviando a predicar el Evangelio a todas las naciones, y a quienes les había prometido estar con ellos por siempre, incluso hasta la consumación del mundo. En conformidad con este principio, San Jerónimo (De Script. Eccl.) dijo del Evangelio según San Marcos: “Cuando Pedro lo oyó, ambos lo aprobaron y ordenaron que se leyera en las iglesias”. Los Padres testifican la promulgación de la Escritura por los Apóstoles donde tratan sobre la transmisión de los escritos inspirados.

(2) La transmisión de los escritos inspirados consiste en la entrega de la Escritura por los Apóstoles a sus sucesores con el derecho, el deber y el poder de continuar su promulgación, de preservar su integridad e identidad, de explicar su significado, de usarla para ilustrar y probar la enseñanza católica, de oponerse y condenar cualquier ataque a su doctrina, o cualquier abuso de su significado. Podemos inferir todo esto por el carácter de los escritos inspirados y la naturaleza del apostolado; pero también es atestiguado por alguno de los importantes escritores de la Iglesia primitiva. San Ireneo insiste sobre estos puntos contra los gnósticos, quienes apelaron a la Escritura como a documentos históricos privados. Él excluye la opinión gnóstica, primero al insistir en la misión de los Apóstoles y en la sucesión en el apostolado, especialmente según visto en la Iglesia de Roma (Haer., III, 3-4); segundo, al mostrar que la predicación de los Apóstoles continuada por sus sucesores contiene una garantía sobrenatural de infalibilidad a través de la morada del Espíritu Santo (Haer., III, 24); tercero, al combinar la sucesión apostólica y la garantía sobrenatural del Espíritu Santo (Haer., IV, 26). Parece claro que, si la Escritura no puede ser considerada como un documento histórico privado debido a la misión oficial de los Apóstoles, debido a la sucesión oficial en el apostolado de sus sucesores, y debido a la ayuda del Espíritu Santo prometido a los Apóstoles y sus sucesores, la promulgación de la Escritura, la preservación de su integridad e identidad, y la explicación de su significado debe pertenecer a los Apóstoles y sus legítimos sucesores. Los mismos principios fueron defendidos por el gran doctor alejandrino, Orígenes (De princ., Praef.). “Que sólo”, dice él, “se debe creer como verdad lo que no difiere en nada de la tradición apostólica y eclesiástica.” En otro pasaje (in Matth. tr. XXIX, n. 46-47), él rechaza el alegato presentado por los herejes “tan a menudo como presenten Escrituras canónicas en que todos los cristianos concuerden y crean”, que “en las casas esté la palabra de verdad”; “pues de ella (la Iglesia]] solamente ha salido el sonido a toda la tierra, y sus palabras hasta el fin del mundo”. Que la Iglesia africana concuerda con la alejandrina es claro por las palabras de Tertuliano (De praescript., nn, 15, 19). Él protesta contra la admisión de los herejes “a cualquier discusión tocante a las Escrituras”. “Primero se debe proponer esta pregunta, que es ahora la única a ser discutida, “¿A quién pertenece la fe misma?, ¿de quién son las Escrituras?… Pues las verdaderas Escrituras y las verdaderas exposiciones y todas las verdadera regla cristiana estarán donde estén tanto las verdaderas reglas y fe cristianas”. San Agustín endosa la misma posición cuando dice: “Yo no le creería al Evangelio excepto sobre la autoridad de la Iglesia Católica” (Con epist. Manichaei, fundam., n. 6).

3) En virtud de su promulgación oficial y permanente, la Escritura es un documento público, cuya autoridad divina es evidente para todos los miembros de la Iglesia.

(4) La Iglesia necesariamente posee un texto de la Escritura que es internamente auténtico, o substancialmente idéntico al original. Cualquier forma o versión del texto, cuya autenticidad la Iglesia ha aprobado ya sea por su uso universal y constante o por una declaración formal, disfruta del carácter de autenticidad externa o pública, es decir, su conformidad con el original no puede ser meramente presumida jurídicamente, sino que debe ser aceptada como cierta debido a la infalibilidad de la Iglesia.

(5) El texto auténtico, legítimamente promulgado, es una fuente y regla de fe, aunque permanece sólo como un medio o instrumento en las manos del cuerpo docente de la Iglesia, el cual es el único con el derecho a interpretar autoritativamente la Escritura.

(6) La administración y custodia de la Escritura no se confía directamente a toda la Iglesia, sino a su cuerpo docente, aunque la Escritura misma es propiedad común de los miembros de toda la Iglesia. Aunque el uso privado de la Escritura está opuesto al hecho de que es propiedad común, sus administradores están obligados a comunicar su contenido a todos los miembros de la Iglesia.

(7) Aunque la Escritura es propiedad eclesiástica solamente, aquellos fuera de su límite la pueden usar como medio de descubrir o entrar a la Iglesia. Pero Tertuliano muestra que ellos no tienen derecho a aplicar la Escritura a sus propios propósitos o a tornarla contra la Iglesia. Él también enseña a los católicos cómo disputar el derecho de los herejes a apelar del todo a la Escritura (por una especie de objeción), antes de argüir con ellos sobre puntos únicos de la doctrina bíblica.

(8) Los derechos del cuerpo docente de la Iglesia incluyen también el de emitir y poner en vigor decretos para promover el uso correcto, o prevenir el abuso de la Escritura. Sin mencionar la definición del Canon (vea Canon del Nuevo Testamento), el Concilio de Trento emitió dos decretos respecto a la Vulgata, y un decreto respecto a la interpretación de la Escritura. (Vea exégesis bíblica, hermenéutica, y esta última aprobación y sanción fue repetida de forma más concluyente por el Concilio Vaticano I (Ses. III, Conc. Trid., Ses. IV). Las varias decisiones de la Comisión Bíblica derivan su poder coercitivo del mismo derecho del cuerpo docente de la Iglesia (cf. Thomas Stapleton, Princ. Fid. Demonstr., X-XI; Wilhelm y Scannel, “Manual de Teología Católica”, Londres, 1890, I, 61 ss.; Scheeben, “Handbuch der katholischen Dogmatik”, Friburgo, 1873, I, 126 ss.).

Actitud de la Iglesia Hacia la Lectura de la Biblia en el Vernáculo

La actitud de la Iglesia en cuanto a la lectura de la Biblia en el vernáculo puede ser inferida de la práctica y legislación de la Iglesia. Ha sido su práctica proveer a las naciones recién convertidas, tan pronto sea posible, con versiones de la Escritura en su idioma vernáculo; de ahí las versiones orientales y latinas tempranas, las versiones existentes entre los armenios, los eslavos, los ostrogodos, los italianos, los franceses y las traducciones parciales al inglés. En cuanto a la legislación de la Iglesia sobre este asunto, podemos dividir su historia en tres grandes períodos:

(1) Durante el curso del primer milenio de su existencia, la Iglesia no promulgó ninguna ley respecto a la lectura de la Biblia en el vernáculo. Más bien se alentaba a los fieles a leer los Libros Sagrados de acuerdo a sus necesidades espirituales (cf. San Ireneo, Contra Herejías, III.4).

(2) Los próximos quinientos años muestran sólo regulaciones locales respecto al uso de la Biblia en el vernáculo. El 2 de enero de 1080, el Papa San Gregorio VII le escribió al Duque de Bohemia que no permitiría la publicación de las Escrituras en el lenguaje de su país. Esta carta fue escrita principalmente para rechazar la petición de los bohemios de un permiso para conducir el servicio divino en el lenguaje eslavo. El Papa temía que la lectura de la Biblia en el vernáculo podría llevar a irreverencia y falsas interpretaciones del texto inspirado (San Gregorio VII, “Epist.”, VII, XI). El segundo documento pertenece al tiempo de los valdenses y de las herejías albigenses. El obispo de Metz le había escrito al Papa Inocencio III que existía en su diócesis un frenesí perfecto por la Biblia en el vernáculo. En 1199 el Papa le contestó que en general, el deseo de leer las Escrituras era digno de encomio, pero que la práctica era peligrosa para los simples e incultos (“Epist., II, CXLI; Hurter, “Gesch. des. Papstes Innocent III”, Hamburgo, 1842, IV, 501 ss.). Luego de la muerte de Inocencio III, en 1229 el Sínodo de Tolosa dirigió su décimo cuarto canon contra el mal uso de la Sagrada Escritura de parte de los cátaros:  : “prohibemus, ne libros Veteris et Novi Testamenti laicis permittatur habere” (Hefele, “Concilgesch”, Friburgo, 1863, V, 875). En 1233 el Sínodo de Tarragona emitió una prohibición similar en su segundo canon, pero ambas leyes estaban destinadas sólo para los países sujetos a la jurisdicción de los respectivos sínodos (Hefele, ibid., 918). En 1408 el Tercer Sínodo de Oxford, debido a los desórdenes de los lolardos, quienes en adición a sus crímenes de violencia y anarquía, habían introducido virulentas interpolaciones en el texto sagrado en su vernáculo, emitió una ley en virtud de la cual sólo se permitiría a los laicos leer las versiones aprobadas por el ordinario local o el consejo provincial (Hefele, op. cit., VI, 817).

(3) Es sólo al comienzo de los últimos cinco centurias que encontramos una ley general de la Iglesia respecto a la lectura de la Biblia en el vernáculo. El 24 de marzo de 1564 elPapa Pío IV promulgó en su Constitución “Dominici gregis” el Índice de Libros Prohibidos. Según la tercera regla, el Antiguo Testamento puede ser leído en el vernáculo por hombres piadosos e instruidos, según el juicio del obispo, como una ayuda para el mejor entendimiento de la Vulgata. La regla cuarta coloca en manos del obispo o inquisidor el poder de permitir la lectura del Nuevo Testamento en el vernáculo a laicos que según el juicio de su confesor o pastor se pueden beneficiar de esta práctica. El Papa Sixto V se reservó este poder para sí mismo o la Sagrada Congregación del Índice, y Clemente VIII le añadió esta restricción a la cuarta regla del Índice, a modo de apéndice. Benedicto XIV requirió que la versión vernácula leída por los laicos debía ser aprobada por la Santa Sede o provista con notas tomadas de los escritos de los Padres o de autores instruidos y piadosos. Entonces se volvió una pregunta abierta si este orden de Benedicto XIV intentaba sustituir la legislación anterior o restringirla más. Esta duda no fue aclarada por los tres documentos siguientes: la condena de ciertos errores del jansenista Pasquier Quesnel en cuanto a la necesidad de leer la Biblia, la Bula Unigénito emitida por Clemente XI el 8 de septiembre de 1713 (cf. Denzinger, “Enchir.”, nn. 1294-1300); la condena de la misma enseñanza sostenida en el Sínodo de Pistoia por la Bula “Auctorem Fidei” emitida el 28 de agosto de 1794 por el Papa Pío VI; la advertencia contra el permitir a los laicos leer indiscriminadamente las Escrituras en el vernáculo, dirigida al obispo de Mohileff por el Papa Pío VII el 3 de septiembre de 1816. Pero el Decreto emitido por la Sagrada Congregación del Índice el 7 de enero de 1836 parece haber dejado claro que de ahí en adelante los laicos podían leer versiones de la Biblia en el vernáculo, si estaban aprobadas por la Santa Sede o si poseían notas tomadas de los escritos de los Padres o de autores católicos instruidos. La misma regulación fue repetida por el Papa Gregorio XVI en su Encíclica del 8 de mayo de 1844. En general, la Iglesia ha permitido siempre la lectura de la Biblia en el vernáculo, si es deseable para las necesidades espirituales de sus hijos; sólo lo ha prohibido cuando ha sido casi cierto que causa daño espiritual serio.

Otros Asuntos Bíblicos

La historia de la preservación y la propagación del texto de la Escritura se describe en los artículos Manuscritos de la Biblia, Códice Alejandrino (etc.), Versiones de la Biblia, Ediciones de la Biblia, Crítica Textual; la interpretación de la Escritura se trata en los artículos Hermenéutica, Exégesis Bíblica, Comentarios a la Biblia, y Alto Criticismo. Información adicional sobre estos asuntos aparece en los artículos Introducción Bíblica, Antiguo Testamento, Nuevo Testamento. La historia de la versión inglesa se trata en el artículo Versiones de la Biblia.

Bibliografía: Una lista de literatura católica sobre temas bíblicos ha sido publicada en la Revista Eclesiástica Americana, XXXI (agosto de 1904), 194-201; esta lista está bastante completa hasta la fecha de su publicación. Vea también las obras citadas a través del curso del artículo. Muchas de los asuntos relacionados con la Escritura se tratan en artículos especiales a través del curso de la Enciclopedia, por ejemplo, además de los mencionados arriba, vea San Jerónimo, Canon de las Sagradas Escrituras; Concordancias de la Biblia, Inspiración de la Biblia, Antiguo Testamento, Nuevo Testamento, etc. Cada uno de estos artículos tiene abundante guía literaria hacia su propio aspecto de las Escrituras.

Fuente: Maas, Anthony. “Scripture.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 13. New York: Robert Appleton Company, 1912.
http://www.newadvent.org/cathen/13635b.htm

Traducido por Luz María Hernández Medina.

Fuente: Enciclopedia Católica